AGOSTO EN LANJARÓN por Juan Alfredo Bellón para  EL MIRADOR DE ATARFE  del domingo 31 de julio de 2016

Desde agosto del cuarenta y seis, llevando ocho meses yo en este mondo cane, paso el mes del mayor rigor veraniego en Lanjarón y, en concreto, los últimos veintiséis años, cuando un azar afortunado del corazón y de la vida me hizo recalar física y espiritualmente en este paraíso  alpujarreño espero que para siempre jamás.
Desde mi entonces cumplida cuarentena, retomé la costumbre de veranear en esta falda meridional de Sierra Nevada para someterme a la blanda autoridad de sus aguas surgentes administrada por el establecimiento mineromedicinal e hidrotermal que regenta mi amigo Luis Espínola y su familia con tanta eficacia como esmero y dedicación, haciendo acopio del capital humano y  financiero necesario para revitalizar su Balneario sorprendiendo a propios y a extraños y demostrando que el amor no está reñido con la explotación hostelera sino que más bien se conforma con ella y brilla en pruebas de afecto generoso y benévolo que repercuten en la salud y bienestar de su clientela: mens sana in corpore sano y viceversa, vigor de Capuchina, depuración de San Vicente, digestiones de la Salud y duchas y chorros termales del Agua de Baños donde se nos tonifica la piel, se abre el apetito y se recupera la concupiscencia en noches de blanco satén cuando la aquí llamada marea es el resultado de un estallido de vapor marino que sube de la costa y se junta con la humedad subterránea emergente que rebufa por los interiores hídricos bajando desde el Mulhacén, el Veleta y el pico del Caballo.
Quien no lleve como yo tantos años en contacto con este paraíso medioambiental no sabe lo que es  bueno de verdad: la dulzura gratuita de sus frutas, la sazón dadivosa de sus huertos, la protección benéfica de su arbolado y el cumplimiento amistoso y amoroso de sus habitantes se corresponden con la placidez azulada de sus cielos, la brillantez contrastada de sus noches, la claridad emergente de sus amaneceres y la oscuridad iluminada de sus ocasos borrando los límites conocidos entre el cielo, el mar, el huerto y la montaña; el río y la laguna, el bosque, el olivar, los castaños, los eucaliptos, la pita, el esparto y la chumbera. Casi nada: el mito de las cuatro cosechas anuales, de los dieciséis microclimas simultáneos, de las cuatro estaciones equidistantes, de la humedad sonora y refrescante,  de la sequedad curativa. En suma, el lugar ameno de los clásicos, bañado por riachuelos disueltos entre juncos y cañaverales poblados por las ninfas y los elfos que modelan y suministran sus manantiales gratuitos.
Y luego la catedral hidrográfica de su Balneario, anclada en la Salón de los Manantiales, ábside y girola incluidos, altar mayor flanqueado por dos torres neomudéjares, con el baptisterio exento de la Capuchina y la hospedería anexa del hotel reciente que ha reintegrado el viejo Salón de Fiestas y la Concha adosada al muro maestro de los manantiales generosos, las termas de Al-Lanchar, tan romanas y moras como Córdoba callada; las salas de las duchas, baños y  masajes; el jardín de la Higuera con la arqueología vegetal del tronco antiguo ya inexistente; la terraza vacía de las viejas palmeras que guardan la memoria de versos actuales y canciones recientes; los rasgos limpios y generosos de húmedos trazos hídricos amigos, los fantasmas de Elías, de Manolo Urbano, del primo gordo de Segovia… y pare usted de contar.
Agosto de cultura en Lanjarón: alumnado reciente; pueblo llano y sencillo que ejerce el magisterio concreto con voluntad de permanencia democrática; amistades antiguas y recientes; espadas como besos; abrazos como espátulas; pinceles como labios ardorosos; fusión tranquila del amor vivífico que orienta el canto y la memoria al aire distinguiendo lo firme, lo caliente, lo beatífico propio, lo ancestral, lo permanentemente lírico, alimento robusto del espíritu en el aula vegetal de Capuchina.
Daguerrotipo sepia alpujarreño grabado en el recuerdo de esta estirpe del agua.
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