22 noviembre 2024

Quiero compartir un secreto esencial, que ha sido revelado a muy pocos: la vida no dura mucho, y al final morimos.
¿Obvio? ¿Todo el mundo lo sabe? Puedo asegurar, de primera mano, que la mayoría de los seres humanos saben que la gente muere, pero muy pocos son conscientes de que ellos también morirán.

Yo era una de ellos, cuando hace 9 años, por culpa de una hepatitis C que degeneró en cirrosis estuve a punto de dejar este mundo. Fue en ese momento, cuando veía que la vida se me escapaba del cuerpo como por un desagüe, cuando sentí el vértigo: yo también voy a morir. No los otros, yo. La muerte dejó de ser un concepto para hacerse una evidencia, y éste es el secreto que vengo a revelaros: cuando oyes los pasos de la muerte acercarte hacia ti te das cuenta de lo que breve que ha sido todo.

Es cierto que solo tenía 38 años, pero estoy seguro que la misma sensación tendré cuando muera, dentro de al menos cuatro décadas ;-). Mi vida habrá sido un relato fugaz, del que solo quedará un balance: ¿viví de la manera más intensa posible? ¿Di de mí todo lo que pude? ¿Florecí, exploré todo mi potencial? ¿Amé siempre que tuve oportunidad?

Tuve suerte, llegó el trasplante. Para ser más exacto, un primer trasplante fallido, y después un segundo inicialmente exitoso pero seguido de un año más de lucha contra el virus, que seguía intentando hacerse con el control a pesar de la cirugía. Los médicos no daban un duro por mí. Estaba muy débil y mi virus parecía inmune a todo. Pero la terapia al final surtió efecto, y aquí estoy de nuevo.

Fue una larga travesía de la que saqué varias lecciones que pueden serviros de algo.

Ante todo, reconocer que a pesar de todo, no me “iluminé”. Valoro más las cosas importantes, pero sigo arrastrando las mismas miserias y limitaciones que antes del trasplante. Disfruto de la vida, sí, pero me sigo descubriendo enredándome en preocupaciones superfluas. No he tenido la suerte de otros a los que una experiencia cercana a la muerte les cambió radicalmente la vida. O tal vez sí, porque desde entonces tengo claro que quiero pasar el tiempo que me queda con la mayor intención.

1-Viajamos por la vida ajenos a nuestra mortalidad inminente

No deja de sorprenderme el poco valor que damos a nuestro tiempo, como si fuésemos a durar para siempre, y nos pudiéramos permitir el lujo de malgastarlo. He cogido el hábito de preguntarme cada día si estoy dedicando mi vida a algo que merezca la pena, si vivo con propósito, o simplemente “paso la vida”. Como dice la excelsa cantante Mercedes Sosa: “honrar la vida no es lo mismo que (simplemente) vivir”.

¿Estás seguro de apreciar cada minuto de tu tiempo como si fuera sagrado? Yo a veces pierdo el hilo, pero vuelvo una y otra vez a esta actitud de reverencia y conciencia de mi finitud. Muy recomendable.

2-Lo más valioso que tenemos son nuestras relaciones

Necesitamos una casa y una serie de bienes básicos para llevar una vida medianamente digna y cómoda. La riqueza material es un medio para ser, pero no un fin en sí mismo, porque llegado el momento ¿qué nos queda cuando no nos queda tiempo?

Cuando llegue el día de que nuestras pertenencias ya solo sean asunto de notario, ¿cuál será nuestra verdadera riqueza? ¿Qué será lo que recordaremos con cariño? Sin duda, las relaciones humanas que hayamos tejido. Si hay suerte, algunos estarán presentes en nuestro lecho de despedida, la mayoría probablemente no. Pero sin duda, nos haremos conscientes de que lo único valioso que dejaremos será lo que hayamos ofrecido o recibido con amor.

3-No esperes a perder lo que tienes para estar agradecido.

Otra de las muchas facetas de nuestra inconsciencia, que no deja de sorprenderme, es con qué facilidad damos por hechas cosas que deberíamos considerar regalos preciosos, pero que no valoramos hasta que no las hemos perdido.

Tengo otro buen ejemplo en primera persona: hace dos años desarrollé una artrosis galopante en la cadera derecha, con cuarenta y pocos años. En pocos meses me dejó incapaz de andar sin muletas y, con éstas, apenas unos cientos de metros. Sí, ya me dice mi mujer, que vine defectuoso y sin garantía, qué le vamos a hacer. El caso es que este calvario de dos años, me ha hecho patente lo valiosa que es la sencilla habilidad de caminar.

Cuántos pequeños placeres, cuántas posibilidades, cuántos descubrimientos nos permite el hecho de desplazarnos con nuestras propias piernas. Os puedo asegurar que ahora, una vez operado y con mi flamante prótesis de cadera, no dejo de dar gracias de poder de nuevo pasear sin sufrir, ver mundo, despejar la mente, acompañar a mi mujer, pasear a mis perros, ir a la playa… Y no dejo cada día de empatizar con aquellos, que por vejez o desgracia, han perdido tan preciado bien. ¿Das gracias todos los días por tu salud y capacidad?

4-El dolor que no se acepta se convierte en sufrimiento

Se usan casi como sinónimos, pero cuando pasas una larga travesía de enfermedad aprendes a distinguir ambas cosas:
El dolor es un fenómeno fisiológico, que nos avisa de que algo en el cuerpo no funciona como debería. Desde mi punto de vista, es algo que debemos evitar tanto como la medicina nos permita, porque una vez detectado el origen del problema, ¿que sentido tiene soportar más dolor? Por desgracia, la medicina no es omnipotente, y el dolor se sigue presentando en nuestras vidas, a veces de forma aguda, a veces cronificado, lo que es aún peor.  El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional. (Buda)

Sea cuál sea tu umbral físico al dolor, llega un momento en que aparece el sufrimiento, que yo percibo como una resistencia mental, una rebeldía profunda, un enfado con la vida misma por traernos este dolor persistente. El sufrimiento viene de la no aceptación. El dolor y el malestar continuado mina nuestro amor a la vida, y aquello que nos une a ella se vuelve dudoso. Y en alguna parte de nuestro cerebro se hace un balance ¿me merece la pena vivir así?  El sufrimiento depende no tanto de lo que se padece cuanto de nuestra imaginación, que aumenta nuestros males.(Fénelon)

Este es el verdadero peligro contra nuestra supervivencia. Y ésta es la verdadera batalla del enfermo: mantener la “fe” en la vida, agarrarse al recuerdo de lo que tiene de placentero y valioso, no dejarse vencer por el desánimo.

5-El agradecimiento es la mejor medicina preventiva

En muchos casos la balanza acaba inclinándose hacia el no, y el enfermo se rinde, y anhela el reposo en la muerte. Evidentemente, éste es un camino que habremos que hacer algún día, pero mientras tanto es conveniente cultivar el sentimiento de agradecimiento, el mejor medicamento genérico. No solo aumenta el placer diario de estar vivo, y favorece la atracción de lo positivo hacia nosotros, sino que nos da “reservas” para luchar contra los golpes contra nuestra salud o fortuna, que acabarán llegando antes o después.

6-Moriremos solos, así que llévate bien con tu soledad

Por muy rodeado que estés de tus seres queridos, a estos momentos definitivos te enfrentas en soledad. Los demás no pueden entender por lo que estás pasando, ni tienen por qué. Es un paso fronterizo por el que no te puede acompañar nadie. Por eso, es conveniente llevarse bien con uno mismo, conocer y apreciar la soledad.

¿Eres de los que apenas aguantas la soledad y el silencio? ¿Necesitas constantemente la presencia de alguien o algo que calme la angustia vital? Pues tienes una asignatura pendiente, y una muy importante. Entiendo que buena parte de vivir en paz consiste en estar a gusto en la propia piel, y ése es un gusto que se ha de cultivar. Ama a los tuyos con todo tu ser mientras estés con ellos, pero búscate momentos -y hazlos respetar- para quedar con el que debería ser tu mejor amigo, tú mismo.

7-Un enfermo grave o terminal acaba siendo todo fibra sensible.

El sufrimiento continuado tiene una curiosa propiedad: en medio de una grave enfermedad, los placeres llegan a ser más intensos. Es como si el cuerpo estuviese hambriento de vida, y cualquier pequeño placer se sintiese más profundamente que nunca. Así que unas pequeñas recomendaciones para los allegados y cuidadores:

  • Tocadles tanto como podáis, con suavidad. Los masajes de pies serán recibidos con extraordinario gusto, quizá con lágrimas.
  • Si podéis, llevadles comida hecha en casa, con cariño. No sé si por la calidad del producto, o por la industrialización del proceso, la comida de los hospitales nutre, pero no alimenta. Esto solo lo puede entender quien ha estado gravemente enfermo: no todos los alimentos tienen la misma energía, y hay un mundo de diferencia entre algo comestible y algo que alimenta. Los alimentos “vivos” ayudan a curar.
  • Llevadle su música favorita. Los humanos llevamos la melodía en la sangre, y todos asociamos a nuestra música algunos de los momentos donde nos hemos sentido más vivos ¿verdad? Como ya he dicho, en estas circunstancias uno recibe con amplificada sensibilidad tanto lo positivo como lo negativo. Una música que te gusta puede suponer un “chute” de alegría como no te podrías imaginar.
  • Sácale al aire libre tanto como os sea posible, sobre todo que le dé el sol.

8-Nada mejor para aumentar la compasión que ser víctima de lo inevitable.

Uno no se hace solo sensible sensorialmente, sino más receptivo al sufrimiento ajeno.

Un ejemplo: Cuando ya había pasado lo peor de mi trance con el hígado, quise ver en la televisión un documental sobre urgencias de hospital. Uno de ésos que hemos visto mil veces, ya sea como ficción o como documental, sin que nos sintiésemos demasiado concernidos. No era especialmente cruento, pero era tan intensa la compasión que sentí por los afectados, que tuve que apagar la televisión porque no podía evitar el llanto, de pura empatía.

Desde que salí del hospital, me siento mucho más compasivo hacia las personas y sus circunstancias, y también hacia los animales, como seres sensibles. Ya ni siquiera soporto la violencia y el sufrimiento ficticios, y además creo que nos insensibiliza.

9-Solo crecemos cuando la vida nos reta (y nosotros respondemos)

La enfermedad se suele ver como una desgracia, una de las servidumbres de estar vivo. Yo sostengo que, por mucho que nos cueste verlo en medio de la tormenta, la enfermedad es un instrumento de crecimiento que se nos ofrece. Sin las desgracias, sin los retos que la vida nos arroja de tanto en tanto, tenderíamos a estancarnos y marchitarnos.

De alguna manera, formamos parte del drama evolutivo del Universo, que sigue desplegándose vete tú a saber hacia dónde. El caso es que el crecimiento no es una opción. La vida nos empuja, pidiéndonos más, como un entrenador exigente que no nos deja dormir en los laureles. “Algo” nos interpone obstáculos a superar, que pueden matarnos, sí, pero que nos harán más fuertes y sabios si salimos airosos.

El que no ha sufrido no sabe nada; no conoce ni el bien ni el mal; ni conoce a los hombres ni se conoce a sí mismo. Fénelon (1651-1715) Escritor y teólogo francés.

Opino, por mi personal experiencia y observación, que la enfermedad es una consecuencia de quedarnos atascados en algún aspecto de nuestra evolución. Si por alguna razón nos quedamos atrapados en algún asunto no resuelto y esencial de nuestra vida, antes o después la enfermedad aparecerá, como una citación ineludible a apartarse del mundo y a resolver lo pendiente, sin posibles prórrogas ni sobornos.

Alégrate, es muy posible que salgas transformado, con una visión más profunda, con más aplomo.

Y no esperes a que la desgracia te empuje, aprende a cambiar por voluntad propia. Será menos doloroso.

10-Lo mejor de la enfermedad es la alegría recuperada de vivir.

El mejor regalo de bienvenida: al recuperar la salud, disfrutas de todo como quizá no lo habías hecho antes. Yo lo comparo con la sensación que debe sentir un daltónico al ponerse unas gafas que se han inventado recientemente que le permiten ver, por primera vez en su vida, como vemos el mundo los demás, en todo su despliegue de colores vibrantes.1) No pueden menos que llorar. Este el premio a los supervivientes que aprovechen la enfermedad para crecer.

11-En medio de la desgracia, aparecen los héroes.

Los seres humanos tenemos una resistencia impresionante. Somos capaces de sobreponernos a las circunstancias más extremas, y hacer lo impensable cuando las cosas se ponen duras. Tanto el enfermo como sus cuidadores, llegada la aceptación, pueden sacar de dentro un verdadero guerrero.

Como mi mujer, que a pesar de viajar todos los días 130 km para verme media hora, y además mantener el negocio familiar, nunca desfalleció ni me dejó desfallecer. Un aplauso para ella, para todos ellos.

12-Es normal perder la paciencia cuando el cuerpo se desmorona.

Elizabeth Kubler-Ross, una investigadora dedicada a entender y atender a moribundos, describió las cinco fases del duelo, por la muerte de un ser querido o por la inminencia de la propia muerte: Negación, Ira, Negociación, Depresión y Aceptación.

Es normal esperar que hasta la persona más templada, llegado el momento, se vea invadida por la ira, compañera de la negación. Me niego a que esto me esté pasando a mí, y por tanto pataleo, maldigo, maltrato a los que me rodean. No se lo tengáis en cuenta.

Salvo que seas una persona iluminada, no se puede esperar reacción menor ante tan enooorme revelación. ¿Os acordáis lo que dije arriba? Nuestro intelecto sabe que las personas mueren, pero no es consciente de que él o ella morirá algún día. Cuando esa realidad ya es innegable, toda la construcción del ego, que se cree inmortal, salta por los aires.

Tampoco es de extrañar un cierto cabreo por parte de los seres queridos, que poniendo su mejor intención, pueden recibir un trato ingrato por parte del desahuciado. Bien, seamos comprensivos con nuestra propia debilidad, y aprovechemos la ocasión para recordar que por debajo de estas circunstancias, hay algo más profundo que nos une, y que por encima de todo, nos queremos. Y si no es así, ningún momento mejor para ser sinceros con nuestros desafectos.

13-Un buen momento para distinguir a los verdaderos amigos

Esto es bien sabido. Agradece pasar un mal momento, ya sea emocional, de salud o económico, porque pronto distinguirás a los verdaderos amigos de los “conocidos” o incluso los “interesados”. Nadie que no te ame querrá pasar el trago de verte sufrir… o exponerse a que le pidas ayuda.

14-Cuidado con el exceso de cuidado

Uno de los problemas con los enfermos graves o terminales, puede llegar a ser el contrario de la desatención: un exceso de atención o cuidadismo. Cuando alguien sufre hasta este grado, puede surgir una legión de “ayudadores”, que en su ánimo de hacer algo por ti exageran la nota, sobreactúan ofreciéndote lo que en realidad no les estás pidiendo. Recomendaciones para allegados:

No muestres compasión, muestra intimidad, afecto y normalidad.

No des lecciones, salvo que hayas pasado por lo mismo y el paciente te lo pida expresamente. Es mil veces más eficaz para su tránsito, acabe como acabe, darle terreno para expresar sus sentimientos de todas las maneras posibles.

Y un aviso especial sobre los agoreros del “no se puede”. Para mi no hay nada más limitante que colgarse uno mismo el sanbenito de enfermo o incapaz. Si lo tuyo es una enfermedad crónica, degenerativa, o te han puesto un parche que vete a saber cuanto durará, te recomiendo que no prestes más atención que la justa a los que te explicarán con lujo de detalles lo que no podrás hacer a partir de ahora, ya sean médicos, terapeutas de rehabilitación o miembros de asociaciones de transplantados.

Ojo con la autocompasión y la autolimitación. No des por hecho tus limitaciones. Deja que estas limitaciones se manifiesten… O NO. Estate abierto a volver a una vida totalmente normal, tal vez ocurra, seguro que alguna vez le ha ocurrido a otros.

Si cayó en tus manos una estadística sobre qué les suele pasar a los que “son como tú”, aún estás a tiempo: haz una pira de madera, rocíala con gasolina, quémala y esparce las cenizas. No dejes que anide en tu mente la hipocondría porque, si no, vivirás con miedo el resto de tu vida, atento al más mínimo signo, que convertirás inmediatamente en síntoma.

Que se me entienda bien: no hablo de ser un descerebrado, de negar la enfermedad. En mi caso, no se me ocurriría dejar de tomar la medicación diaria que impide que mi cuerpo rechaze a mi hígado “prestado”, cuyo ADN no reconoce. Y estaré bien atento a cualquier cosa que se salga de lo normal más allá de ciertos límites.

Pero lo que no aceptaré, sin escepticismo, es toda la batería de “no-puedes” que me entregaron con el alta médica: no mascotas, no grasas, no sitios con polvo, no tomar el sol, etc, etc, etc.

Pues bien, dejé que mi realidad se manifestase: quiero a mis perros como si fueran mis hijos, así que eso no es negociable. No como mucha carne pero si algún día me ponen chorizo en las alubias no pienso apartarlo, es de mala educación 😉 Estuve trabajando en una obra de construcción 3 años, después del trasplante (a la fuerza ahorcan, pero sin problema). Vivo en la costa Mediterránea, y aunque para mí tostarse al sol no es algo que me atraiga, tampoco huyo del sol como un vampiro.

Creo que la mejor receta es: disfruta de todo, y de todo con mesura. Y si hay alguna línea roja inevitable, aprende a vivirlo de otra manera, o disfruta de otras cosas, que la vida está llena de placeres.

Cuando estaba tan débil que llegué a pensar que jamás volvería a mi estado normal (en aquel momento me sentía anciano) pensé: Bien, no podrás viajar a países lejanos, como te encantaba, pero ¿quién sabe cuántas maravillas hay por descubrir aún en tu región?

A veces llegamos a ser tan estúpidos de sentirnos desgraciados por haber perdido cosas que jamás quisimos tener: “no podré correr nunca más con esta prótesis de caderapero, espera ¡Si nunca me gustó correr!

15-La sanidad se ha deshumanizado, aunque está llena de grandes seres humanos

En los hospitales, entre l@s cirujan@s, médic@s, enfermer@s, celador@s, he encontrado algunas de las person@s 🙂 más dedicadas y compasivas que he conocido en mi vida. Por eso puede resultar chocante que acuse a nuestro sistema sanitario de estar deshumanizado.

El paciente es generalmente tratado como caso, como paquete de síntomas, como problema a resolver, y no como persona que padece. En los hospitales, con mucha frecuencia, los pacientes se sienten como coches averiados en un garaje, aparcados hasta que aparece el médico/mecánico una vez al día, recibiendo mientras tanto tareas de “mantenimiento”, y simplemente esperando el resto del día. El bienestar emocional queda en manos de la familia, no es asunto médico.

Vaya por delante que en España, en particular, tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. No solo por su gratuidad, sino por tener medios humanos y técnicos excepcionales. Mi crítica tiene como propósito llamar la atención sobre lo que perdemos de humanidad cuando tratamos así a los pacientes.

Se podría argumentar que el exceso de trabajo y el enorme número de pacientes hace imposible una relación más personal. Que es normal que los profesionales se centren en hacer las tareas imprescindibles, por las que se medirá su rendimiento laboral, y aparquen otras irrelevantes en el cómputo profesional, como dedicar un buen rato a charlar con el paciente.

Esto tiene sentido en una concepción de la medicina donde el cuerpo es una máquina, que se desajusta y ha de ser reparada, donde los cirujanos se ven a sí mismos como “fontaneros” y los traumatólogos como “carpinteros”. Y es normal, hasta cierto punto, que ante la falta de tiempo, se limiten a las analíticas y los tratamientos que buscan restaurar un equilibrio en “la máquina”. Si a esto juntamos una visión del hospital como empresa a rentabilizar, estamos perdidos.

Aunque hay honrosas excepciones, que nacen de los individuos excepcionales, el Sistema menosprecia la importancia de lo psicológico sobre la evolución de las enfermedades. Cuidar el bienestar emocional de los enfermos no solo es sensible y compasivo, sino que podría reducir sustancialmente la necesidad de fármacos, la duración de las estancias hospitalarias, y en consecuencia tendría beneficios económicos tangibles. Creo sinceramente que la medicina se tira piedras a su propio tejado al crear sistemas que no solo no benefician, sino que menoscaban la recuperación.

SI preguntáis a cualquiera que haya pasado unos días en el hospital, os dirá que a medida que pasa el tiempo uno se va sintiendo más y más débil y apático. Que los hospitales “no sientan bien a nadie”, ni a pacientes ni a sus allegados. Dejando de lado la obviedad de que cuando estamos allí porque estamos enfermos y la presencia de patógenos en el ambiente, estoy convencido que hay un factor clave en el estilo de vida que se impone al paciente, privándole de algunas cosas esenciales.
Pondré solo dos ejemplos de mi propia experiencia, pero tengo muchos más:

Abortando la hora feliz del amanecer.

He compartido con muchos enfermos la experiencia de que, después de pasar muy mala noche, cuando llega el amanecer el padecimiento se reduce, el cuerpo se relaja, y es la mejor hora para dormir. Pues bien, justo cuando estás en el mejor sueño del día, a eso de las 7 de la mañana o incluso antes, comienza el baile: entran a limpiar la habitación, a cambiarte la cama, a tomarte la tensión… Adiós sueño. ¿Es que nadie ha hecho nunca un estudio sobre esto? Yo desde luego he tenido que sufrir esta interrupción insana cientos de veces. Es un ejemplo de procedimiento de trabajo, que seguramente tiene su lógica organizativa, pero pasa por encima de la necesidad del paciente.

Cuidados intensivos en “Guantánamo”

Llegué a pasar muchos días en la UCI, Unidad de Cuidados Intensivos, el lugar donde un enfermo grave está más seguro físicamente… y desolado psicológicamente. Un lugar donde el cuidado de la máquina humana está muy por encima del cuidado de la persona. Media hora de visitas al día, después solo el resto del día en un espacio minúsculo, mirando al techo porque no tienes vistas a la calle, ni un televisor, ni nada. Estás literalmente atado a máquinas de monitorización que pitan a todas horas del día y la noche. Los médicos y enfermeros entran y salen a la carrera, estresados, sin tiempo ni para dedicarte una mirada. Se te clavan agujas e inyectan todo tipo de sustancias sin un mínimo de interacción e información. Tienen muchos enfermos críticos que atender.

En mi caso, y no creo que sea el único, el aislamiento, el sometimiento a las máquinas y la falta de contacto humano, dolía mucho más que las cicatrices de mi hígado recién cosido. Acabé implorando que me sacasen de allí, y el médico me acabó reconociendo que tenía razón, que era duro de soportar allí salvo que estuvieras totalmente sedado, y que algunos habían bautizado el sitio como “Guantámo”. Hablamos de uno de los mejores hospitales, con unos equipos técnicos y personales inmejorables, pero aparentemente insensible a las necesidades emocionales.

Nunca olvidaré la inocente confesión que me hizo una enfermera joven “Ya le he dicho a mi amigo de la ambulancia: Si algún día tengo un accidente, por favor que no me traigan a la UCI”.

¡Todavía están vivos!

Hace poco tuve noticia de un caso que ilustra bien la necesidad de un ajuste del enfoque en el sistema sanitario. El documental “Alive inside (vivos dentro)” cuenta la odisea de un voluntario que descubrió que poner a los ancianos enfermos de Alzheimer o demencia, su música favorita en un reproductor mp3 con unos auriculares, les hacía revivir. Hablamos de personas que llevaban años totalmente desconectadas de la realidad, incapaces de reaccionar a ningún estímulo. La música no solo les provocaba reacciones extremas de alegría, sino que tras las sesiones musicales, se comunicaban con sus cuidadores de forma coherente, durante un tiempo. ¡Habían vuelto!

Qué cosa tan sencilla y barata administrarles la música que les hace sentir vivos, si lo comparamos con las carísimas medicaciones, que más bien parecen diseñadas para mantenerles en letargo y que dejen de ser molestos o peligrosos.
Entraré en este caso en otro artículo 2), pero adelanto que lo más complicado de extender este poderoso tratamiento está siendo la resistencia de la rígida burocracia de los geriátricos, adicta a los tratamientos farmacológicos, incapaz de cambiar a hábitos más eficaces pero que escapan de la lógica mecanicista de la medicina actual (Sabemos lo que hacen los medicamentos en el cerebro, pero no sabemos lo que hace la música cuando despierta al demente).

A aquellos profesionales de la medicina que me consta son conscientes de estas debilidades, les conmino a que den un paso al frente y propongan un rediseño de nuestro sistema sanitario y de atención a los ancianos, porque nos estamos deslizando por una pendiente muy resbaladiza.

Propongo unos sencillos ingredientes para este nueva Sanidad: Salidas frecuentes al aire libre, sol, paisaje, horizonte, música, visitas libres, decoración inspiradora, trato más familiar, mensajes positivos, alegría…

Sé de algunas experiencias muy positivas en esta línea. Escribiré sobre ello en próximos artículos.

Y como colofón, la lección más importante de todas:

16-Todo tiene remedio, salvo la muerte.

Este es un pensamiento que me es muy útil cuando me siento abrumado por los problemas cotidianos. Angustiarse es una pérdida de tiempo por doble motivo: mientras estás preocupado por lo que pueda llegar a pasar no gozas de la vida presente. Y para colmo, la mayoría de las veces las consecuencias resultan no ser tan graves como te habías imaginado, o no existía tal problema, con lo que se te queda cara de tonto.

Dentro de un tiempo este hígado volverá a fallar, dentro de un tiempo esta prótesis dejará de funcionar, y en ambos casos volveré a buscar el repuesto. Tal vez entonces no sea suficiente. Antes o después, será la definitiva. Tengo (tenemos) hasta entonces para aprender a vivir al máximo cada ahora que me quede, y descubrir la Eternidad que habita en el Presente.

Un abrazo, y no dejéis de crecer.

Agradecería los comentarios de enfermos o cuidadores que puedan enriquecer mi experiencia con la suya propia, para quien pueda servir. Me reservo el derecho de expulsar a los “odiadores” vocacionales.

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