Morir en Madrid: la ‘semana trágica’ que buscaba arruinar la democraciaABOGADOS DE ATOCHA
Hace ahora 40 años. Aquella semana que comenzó el 24 de enero, estuvo cerca de arruinar la democracia. La matanza de Atocha significó, sin embargo, un punto de inflexión
La semana había acabado mal. Muy mal. El domingo, 23 de enero de 1977, entre la plaza de España y la del Callao, Arturo Ruiz, un joven estudiante, había sido asesinado tras una manifestación prohibida por el Ministerio de la Gobernación.
La nota de prensa elaborada por el Gobierno Civil no dejaba lugar a dudas sobre la naturaleza y vileza de los hechos: “A las doce y veinticuatro minutos, Arturo Ruiz García, estudiante de BUP, de 19 años, natural de Granada, y, sin antecedentes de ningún tipo, se encontraba en la calle de La Estrella, en compañía de una joven. Al parecer, habían tomado parte en la manifestación convocada en la plaza de España y desautorizada por el Gobierno Civil. A la hora citada, un hombre de 45 o 50 años, de 1,65 o 1,70 de estatura, que vestía abrigo verde tipo Loden, mientras esgrimía un arma en su mano derecha y efectuaba gritos de Viva Cristo Rey, hizo un disparo al aire. Junto a él, un segundo individuo más joven, que vestía cazadora a grandes cuadros, le arrebató el arma y efectuó a bocajarro dos disparos que hicieron blanco sobre el cuerpo del joven”.
La semana trágica, la segunda semana trágica en la reciente historia de España, había comenzado. Pero ahora, la lucha era por la democracia, no por el envío de soldados pobres a Marruecos.
Un día después, a primeras horas de la tarde, Mariluz Nájera (21 años), estudiante de Políticas, cayó muerta por un bote de humo lanzado por la policía en la avenida de José Antonio (actual Gran Vía). Precisamente, cuando protestaba por el asesinato de Arturo Ruiz por grupos de extrema derecha. Inmediatamente después de conocerse la tragedia, las calles de Madrid se incendiaron. Los tajos dejaron de trabajar y cuadrillas de obreros protestaban con ‘saltos’ espontáneos para provocar una respuesta popular. Al mismo tiempo, las rudimentarias vietnamitas vomitaban pasquines clamando justicia, mientras que los rectores de la Complutense y de la Autónoma ordenaron cerrar sus universidades. Aquel día, la tensión era máxima. Lo peor, sin embargo, estaba por llegar.
Esa misma noche, el lunes 24 de enero de 1977, y en plena conmoción por la represión policial y por la actuación de grupos de extrema derecha, unos encapuchados irrumpieron en uno de los despachos de abogados laboralistas de CCOO, situado en Atocha 55. No demasiado lejos de la Dirección General de Seguridad.
A quemarropa
Pasaban las diez y media de la noche cuando los asaltantes dispararon a quemarropa contra los trabajadores que a esa hora aún permanecían en el despacho. Fueron asesinados a sangre fría: Enrique Valdevira, Luis Javier Benavides, Javier Sauquillo, Serafín Holgado y Ángel Rodrigo. Otros cuatro trabajadores del despacho quedaron gravemente heridos.
La alcaldesa Manuela Carmenaera una de las titulares del despacho, junto al infatigable Nacho Montejo, ambos ese día fuera de la oficina. Paquita Sahuquillo, la dirigente de la ORT, perdió un hermano. Dolores Ruiz, una de las letradas que fueron gravemente heridas (falleció en 2015), ya conocía el terror. Perdió el hijo que llevaba dentro y pudo recordar que su novio, el estudiante de Derecho Enrique Ruano, había sido defenestrado años antes desde un séptimo piso durante un registro policial. Murió en el acto.
A las 22.55 horas del 24 de enero, según la nota oficial de la Jefatura Superior de Policía, y tras hacerse pública la gravedad de los hechos, el mundo se pudo enterar de que el proceso democrático estaba en peligro.
El día, sin embargo, había traído más malas noticias. Muy malas. Esa misma mañana, también el fatídico 24 de enero de 1977, el teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, había sido secuestrado por un comando del fantasmagórico GRAPO, un grupúsculo de ultraizquierda con apenas año y medio de vida, pero con varios muertos a sus espaldas. Pío Moa fue condenado como cómplice del secuestro.
En plena conmoción por la represión policial y la extrema derecha, unos encapuchados irrumpieron en un bufete de abogados laboralistas de CCOO
A esas horas, otro preboste del régimen, el presidente del Consejo de Estado, Antonio María Oriol y Urquijo, permanecía secuestrado por los GRAPO. En concreto, desde el 11 de diciembre de 1976. Oriol, un viejo requeté representante de una de las familias más adictas al régimen, había sido secuestrado justo cuatro días antes de que España votara el transcendental referéndum de la reforma política del 15 de diciembre impulsado por Suárez, y que a la postre debía significar el fin de la dictadura franquista. De la ley a ley, que decía Torcuato Fernández Miranda. Parecía evidente que había un interés por influir en el resultado. Y la aparición de un siniestro grupo como el GRAPO —al que muchos siempre han vinculado con los servicios secretos del franquismo— alentaba todas las sospechas.
Operación Galaxia
El ruido de sables —otra vez— volvía a escucharse. Adolfo Suárez no tuvo más remedio que convocar al mediodía del 25 de enero una reunión en Presidencia del Gobierno con los jefes militares: Álvarez Arenas (Ejército); Pita Da Veiga (Marina) e Iribarnegaray (Aire). Los dos primeros representantes del más rancio búnker militar. Solo un civil, además del propio Suárez, el vicepresidente Alfonso Osorio, acudió al encuentro, celebrado en un ambiente de extrema crispación. La posibilidad de un golpe de Estado era a esas horas del 25 de enero algo más que una amenaza. De hecho, 18 meses después de la matanza de Atocha, un grupo de militares urdieron en la llamada ‘Operación Galaxia’ un golpe de Estado contra la joven democracia española. Eran los antecedentes del 23-F.
Aquellos días hacía frío. Mucho frío. Precisamente, como este mismo mes de enero de 2017. Pero si los vientos de la sierra de Guadarrama traen ahora, 40 años después, aire fresco (aunque sea gélido) a una democracia consolidada y sin amenazas de asonadas militares, la gran tragedia de España, aquel chorro de aire helado, solo presagiaba lo peor. ‘Un día gris, la tarde gris, llegué a Madris…’, llegó a cantar Raimon.
Nunca antes, desde el fin de la guerra civil, Madrid había pasado tanto miedo. Pero si en 1939 una España había vencido militarmente a la otra, en 1977 el país era ya otro. Había cambiado de arriba a abajo. Algo que explica la respuesta del PCE y de CCOO a una escalada terrorista que iba directamente contra la línea de flotación de su militancia.
No era un asunto menor. Desde meses antes de los atentados de Atocha, al menos desde la detención Santiago Carrillo una semana después del referéndum sobre la reforma política de Suárez, el 22 de diciembre de 1976, la orden de la dirección comunista a sus militantes era salir a la calle. Vender ‘mundosobreros’. Darse a conocer ante la inminencia de las primeras elecciones democráticas. Y por eso, el hecho de que los neofascistas atacaran una sede de CCOO nutrida de militantes comunistas era algo más que un aviso a navegantes. Era una amenaza sin acuse de recibo. Aquellos días, algunas sedes semiclandestinas del PCE habían sido asaltadas para robar los ficheros con el nombre de los militantes. La caza del comunista —y de cualquier demócrata que defendiera la libertad— se había convertido en una obsesión para los neofascistas.
Es por eso que en aquellos días no solo preocupaba el horroroso crimen de Atocha 55, sino la respuesta en la calle que podía dar el PCE, todavía en la clandestinidad. Todas las miradas estaban puestas en lo que pudiera pasar el 26 de enero de 1977, cuando los cinco asesinados serían enterrados.
Caiga quien caiga
Ese día, sin embargo, no sucedió nada. Nada de nada, más allá del dolor y de la repugnancia que causaban cinco crímenes. O, mejor dicho, pasó todo. Ganaron la democracia y el coraje cívico. La respuesta fue pacífica, hasta solemne. Un silencio espectral —no hubo gritos ni se corearon lemas contra la dictadura— abrigó hasta la sepultura a los cinco cadáveres por las calles de Madrid. Fue el PCE, un partido ilegal, quien montó un servicio de orden impecable: Ángel Mullor, Víctor Díaz-Cardiel…, lo dirigieron, mientras que cientos de policías, cargados de munición hasta los dientes, se situaban en un segundo plano.
La orden era evitar cualquier provocación o enfrentamiento. No los hubo. Un hombre de baja estatura, pero de una enorme talla intelectual,Antonio Pedrol Ríus, había mostrado el camino. El presidente del Colegio de Abogados de Madrid, que había rechazado ser procurador en Cortes para preservar su independencia como letrado, alzó su voz contra el crimen y acogió a las víctimas en la plaza de las Salesas. Era una especie de ‘legalización’ del PCE por la puerta de atrás. La sociedad civil había legalizado a los comunistas mucho antes del ‘sábado santo rojo’.
“Este asesinato es algo sin precedentes en la historia de nuestro Colegio y de nuestro oficio, y atenta directamente contra el Estado de derecho, contra nuestra libertad de defensa y la de nuestros conciudadanos”, dijo Pedrol. Hay que actuar “caiga quien caiga”, concluyó.
Lo que estaba en juego era, ni más ni menos, que la propia democracia. Y por entonces, parecía evidente que el encadenamiento de atentados y acciones terroristas (11 asesinados por ETA aquel año más las acciones del Batallón Vasco Español -origen del GAL en el sur de Francia-, más las acciones de la extrema de derecha, más el GRAPO…) solo perseguía un objetivo: cegar la democracia y obligar a intervenir al búnker franquista.
Como se ve, un ambiente duro y seco, cortante como el pedernal. Nada parecido a esa imagen de ‘tongo’ o de ‘democracia otorgada’ por la Corona y los poderes fácticos que los nuevos revisionistas de la Transición trasladan ahora a la opinión pública. Había miedo, mucho miedo. Había razones para pensar que podía descarrilar todo el proceso de cambio político.
Que los neofascistas atacaran una sede de CCOO llena de militantes era más que un aviso a navegantes. Era una amenaza sin acuse de recibo
La revista ‘Triunfo’, en su edición del 29 de enero, apenas unos días después de la matanza de Atocha, lo describía de forma certera: “Estos hechos tienen una finalidad clara y un objetivo concreto: desestabilizar al Gobierno y hacer totalmente imposible el tránsito hacia una situación plenamente democrática”. No sin razón, el título del artículo era contundente: ‘Una imposible guerra civil’. España, definitivamente, había cambiado. El país no estaba para enfrentamientos.
Estrategia de la tensión
Aquellos siete días de enero, como la película de Bardem, no cayeron del cielo. Ni fueron una explosión espontánea de terror. El 3 de octubre de 1976, sin que hubiera pasado un año desde la muerte de Franco, el Hotel Savoy de Roma, como recogía la revista ‘Posible’, reunió a lo más siniestro de la extrema derecha europea y sudamericana, nacida al abrigo de las dictaduras militares en el cono sur.
Una especie de Internacional Fascista que había puesto sus ojos en España. Pero también en Italia, donde los ‘años de plomo’ unían en una escena macabra a la ultraizquierda y a la ultraderecha. Había nacido la estrategia de la tensión que acabaría con el asesinato, en 1978, de Aldo Moro, el primer ministro italiano. De aquel encuentro salió el compromiso de intervenir en España, como meses antes lo habían hecho los neofascistas italianos en los sucesos de Montejurra (dos muertos y varios heridos).
Algunos años después, esa sospecha de la participación de italianos en la matanza de Atocha dejó de ser eso, una sospecha. El diario italiano ‘Il Messaggero’ publicó que fue un terrorista neofascista italiano, de identidad desconocida, quien disparó las ráfagas de ametralladora contra el grupo de abogados de CCOO. El diario reveló que esa había sido la conclusión a la que habían llegado magistrados de Roma y Florencia que durante años habían investigado la subversión fascista italiana y sus conexiones en el extranjero.
La justicia española condenó a García Juliá y a Fernández Cerrá, dos de los asesinos, a 193 años de cárcel, mientras que un tercero, Fernando Lerdo de Tejada, huyó de España tras un permiso carcelario concedido tan solo dos años después de la matanza de Atocha. Nunca se ha sabido nada de su paradero. El juez Rafael Gómez Chaparro, un antiguo magistrado del Tribunal de Orden Público (TOP), había hecho todo lo posible por poner palos en la rueda de la investigación. Gómez Chaparro fue relevado como instructor del caso, pero las sombras sobre los autores intelectuales de la matanza de Atocha siguen ahí. Afortunadamente, también la democracia que algunos quisieron reventar aquellos siete días de enero que asombraron al mundo.