“Don Álvaro de Tarfe” por José Enrique Granados
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El 23 de abril, día del libro, la Gacetilla se suma al homenaje que cada año se le hace al Quijote, una de las obras más destacadas de la literatura española. Representa la primera obra literaria que se puede clasificar como novela moderna y ejerció un influjo abrumador en toda la narrativa europea posterior. Y para ello transcribimos el artículo titulado “Don Álvaro de Tarfe” escrito por Antonio Rodríguez Gómez y publicado en el especial de las fiestas de Atarfe de 1998.
“De los personajes literarios que han llevado el nombre de Atarfe, ninguno tan ilustre como don Álvaro, que tiene la fortuna de aparecer nada menos que en el Quijote.
Como es sabido, tras el éxito de la novela (en 1614 existían ya al menos ocho reediciones españolas, más las traducciones al ínglés y al francés), Alonso de Avellaneda escribió una continuación de inferior calidad. En esta obra aparece, por primera vez, el caballero atarfeño don Álvaro, personaje que recupera Cervantes en la Segunda Parte precisamente para demoler al falso Quijote, como veremos. Pero Cervantes, que residió en Granada de septiembre a noviembre de 1594 como recaudador de impuestos, además aprovecha esta ocasión para, en la persona de don Álvaro, dar un testimonio de la dignidad de los moriscos granadinos, cuya expulsión tanto le dolió; y de la belleza, también repetidamente expresada, de Granada y su Vega.
¿Quién fue, en la ficción de Avellaneda y Cervantes, este personaje?
I
Cervantes, en las últimas líneas de la Primera Parte del Quijote (1605), dejaba abierta la posibilidad de una continuación, al concluir: «el autor de esta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticias de ellas (…); sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron». Y termina casi lanzando una invitación a que sea otra pluma quien lo haga, adivinando que «quizá otro cantará con mejor plectro».
En efecto, en 1614 aparició el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, firmado por un autor desconocido que decía llamarse Alonso Fernández de Avellaneda y que continúa las líneas argumentales esbozadas por Cervantes. Al principio de esta continuación apócrifa llegan a la aldea de don Quijote cuatro caballeros granadinos, «con sus criados y pajes, y doce lacayos que traían doce caballos del diestro ricamente enjaezados» que se dirigen a unas justas que van a realizarse en Zaragoza. Uno de ellos, «que parecía ser el más principal», se hospeda en casa de don Quijote; se trata de don Álvaro de Tarfe, un cristiano nuevo, que descendía del antiguo linaje de los moros Tarfes de Granada, deudos cercanos de sus reyes, y valerosos por sus personas, como se lee en las historias de los reyes de aquel reino, de los Abencerrajes, Cegríes, Gomeles y Mazas, que fueron cristianos después que el católico rey Fernando ganó la insigne ciudad de Granada. Después de que se vayan los caballeros, don Quijote y Sancho Panza también acuden a Zaragoza, donde vuelven a encontrarse con el caballero de Atarfe. Él es el verdadero motor de la novela. En todo momento aparece como un deslumbrante y admirado caballero cortesano. Frente a él, don Quijote es un loco objeto de burlas por sus chocarrerías y sandeces. El hidalgo pobre, viejo y bufonesco queda percudido ante el esplendor de don Álvaro. Al final de la novela de Avellaneda, don Quijote queda encerrado en la Casa del Nuncio, manicomio de Toledo.
Un año después, en 1615, el propio Cervantes saca a la luz la auténtica Segunda parte del Quijote. Indudablemente agraviado por la caricaturización sufrida por su personaje, Cervantes aprovecha al personaje de don Álvaro de Tarfe para que reconozca, definitivamente y para siempre, a su don Quijote como el único auténtico, y así desmentir y desacreditar la versión espuria aparecida el año anterior. Le gana la partida a Avellaneda con sus mismas cartas. Se trata de una de las sorprendentes trampas que el escritor se saca de la manga para estupefacción del lector.
La debilidad del Quijote de Avellaneda queda de manifiesto al carecer de identidad propia, tiene que supeditarse a un auténtico caballero como es don Álvaro. En cambio, don Quijote, no sólo es autónomo, protagonista por sí mismo y dueño de su destino, sino que despierta la admiración de caballeros como don Álvaro, don Diego de Miranda, los duques, etc.
Cervantes respeta el esplendor del personaje granadino cuando lo hace aparecer en su libro; de esta forma le da más verosimilitud a la certificación que hace de la identidad de don Quijote. La figura del caballero granadino, como es el caso de don Álvaro, ejercía en la literatura del siglo de Oro la fascinación de la riqueza y el misterio y se prolongará hasta el siglo XIX. Históricamene, sabemos que los nobles nazaríes que quisieron convertirse al cristianismo siguieron disfrutando de sus bienes. Como don Álvaro, poseían casas solariegas en la capital y fincas en los alrededores y emparentaron con los conquistadores. Para los hidalgos castellanos arruinados, Granada suponía una especie de Eldorado, y no sólo desde el punto de vista económico, sino también desde el cultural.
En Cervantes, un español lúcido, heterodoxo y desencantado con la época en que vive, se observa la aparente paradoja de conceder el auténtico linaje caballeresco a un noble morisco; en cambio, desprecia a los arribistas que configuran la clase privilegiada en la España inquisitorial del XVII, una lacra despreciable, pues no hay ningún género de oficio destos de mayor cuantía que no se granjee en alguna suerte de cohecho. En esta crítica moral y social radica la importancia simbólica y revolucionaria del personaje de don Álvaro, a pesar de la brevedad de su aparición.
II
La escena transcurre un día de calor insoportable. Don Álvaro, seguido por sus criados, se para a comer en una venta. Allí reposarían y se refrescarían hasta pasar la hora de la siesta.
Entraron al patio, donde un caballero departía con quien debía de ser su escudero. Don Álvaro se sintió observado y se limitó a un saludo cortés, pero esquivo. Se apeó y, mientras sus criados acudían a guardar las monturas y a refrescarse, la huéspeda le enseñó su habitación. Estaba en la sala baja y parecía limpia. La pared estaba enjaezada con unas sargas pintadas con motivos mitológicos. Don Álvaro evocó los guadamecíes cordobeses que adornaban su alquería de Atarfe. También tenían motivos mitológi¬cos, además de otros referentes a la conquista de Granada. Agradeció a la posadera sus atenciones y pidió que le sirviera la comida una hora después.
Se despojó de las ropas de camino, las gruesas calzas de cuero, la capa polvorienta, la caperuza que le protegía del sol y el pañuelo de gasa que le apretaba el cuello y la boca. Se aseó en la jofaina del cuarto, se vistió con ropa fina de verano y salió a refrescarse al portal del mesón, que era espacioso y fresco. Vio pasear al otro huésped.
Era un hombre viejo y enturbiaba su noble porte una leve aflicción. Lamentó que antes le pudiera haber parecido desdeñoso. Le extrañó observar unas contusiones antiguas en sus sienes blanque¬cinas. No sospechaba en qué disputa podía habérselas producido. Sintió curiosidad y le dirigió un afable saludo:
-Adónde bueno camina vuestra merced, señor gentilhombre?
-A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced, dónde camina?- le respondió con voz tenue y ronca. En su pregunta había más que cortesía. Admitió como auténtico su interés. No le molestó.
-Yo, señor, voy a Granada, que es mi patria.
– Y buena patria!-. Don Álvaro se sintió orgulloso de aquel elogio, que parecía sincero.
Iba a preguntarle si conocía la ciudad, cuando el anciano caballero se le acercó y con sigilo y ansiedad le preguntó su nombre.
-Mi nombre es don Álvaro Tarfe.
-Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en el Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quixote de la Mancha, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
-El mismo soy.- respondió, extrañado porque con tanta rapidez fuera conocido el libro.
Mientras hablaban, se les había acercado el escudero y, ante su estupor, declaró, sin impertinencia:
-Pues sepa Vuestra Merced que el verdadero Sancho Panza soy yo; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de viudas, el matador de doncellas -aquí el caballero se ruborizó; el escudero seguía su retahíla lleno de fatuidad-, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso -don Álvaro recordó con repugnancia a Bárbara, «la Acuchillada», la nauseabunda compañera del Quijote que él había conocido-, es este señor que está presente, que es mi amo; todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
Don Álvaro quedó mudo y confundido. Tardó en reaccionar y recomponer los hechos. Como decía Sancho (ah, éste, qué sensato!) parecía «cosa de sueño». A quien había conocido en Zaragoza era un usurpador que se había aprovechado de la fama que la novela de Cervantes había dado a Don Quijote y la turba de admiradores que había generado. Era necesario desenmascararlo inmediatamente; mas, cómo hacerlo? Don Quijote propuso:
-Señor don Álvaro Tarfe, a vuestra merced suplico sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar, de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la Segunda Parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció.
Don Álvaro no dudó en aceptar su propuesta, pero ya dudaba de lo que era real y leído: había conocido a dos Quijotes, y sólo uno era real, precisamente aquel que era personaje de una novela. En cambio, tenía que desmentir haber visto lo que había visto. Ahora parecía él el encantado. Respondió a la oferta de don Quijote.
-Eso haré yo de muy buena gana, y vuelvo a decir que no ha pasado por mí lo que ha pasado, y así lo diré ante toda persona.- dijo misteriosamente.
Don Álvaro dispuso a su criado que se acercara inmediatamente al pueblo cercano e hiciera venir al alcalde y a un escribiente para tomar fe de un testimonio que había de hacerse público.
Como la huéspeda avisara a don Álvaro de que ya estaba dispuesto su almuerzo, él insistió en que don Quijote compartiera su mesa. Era poco el tiempo de que disponía y ansiaba escuchar sus palabras. Accedió don Quijote y compartieron la sopa de ajo, unas salchichas y bacalao seco, acompañado con refrescante vino. Allí le contó cómo nunca había estado en Zaragoza y de su apacible estancia en la hospitalaria Barcelona.
Estaban terminando la comida cuando llegaron el alcalde y el escribano con las artes de su oficio, y tomó testimonio de la declaración del caballero atarfeño:
«Yo, don Alvaro Tarfe, caballero al servicio de Su Majestad el Rey Felipe II y señor de la villa de Tarfe, declaro ante el alcalde que nunca antes había entrado conocimiento con el caballero don Quijote de la Mancha, asimismo presente y que no es la persona estampada en la historia intitulada Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas, cuya traza corresponde a otra persona que tal se hace llamar y que yo, don Álvaro Tarfe, declaro haber dejado metido en la casa del Nuncio, en Toledo, para que le curen, y es persona otra del que agora remanece».
Cuando el alcalde y el escribano cumplieron su cometido, abandonaron la posada y a ellos siguieron los dos caballeros con sus criados, pues el tiempo apremiaba. Anduvieron juntos media legua hasta donde el camino se bifurcaba. Allí se abrazaron y despidieron: don Quijote hasta su lugar manchego, muy próximo de allí; don Álvaro hasta Atarfe. Desde luego, el viaje finalmente había merecido la pena.
Este pasaje es una paráfrasis libre del capítulo LXXII de la Segunda Parte del Quijote, de Miguel de Cervantes. Sirva también de homenaje al cervantista granadino Francisco Ayala. Es sólo una pequeña muestra de las innumerables propuestas de minúsculas sorpresas que despliega la obra y que nos invita a su continua relectura”.