HISTORIA Y LEYENDAS DE GRANADA: » LA ABADÍA DEL SACROMONTE»
Anuladas en el año 1500 las Capitulaciones firmadas con Boabdil que, desde 1492, aseguraban la protección de los mudéjares y su religión, los procesos de cristianización forzada de la población árabe del Reino de Granada afectaron, no cabe duda, de forma especialmente sensible al Sacromonte y el contiguo barrio del Albaycín, tradicionales focos de atracción y refugio para la población marginada. De forma especialmente notable, el Sacromonte se poblaría rápidamente de moriscos (es decir, mudéjares convertidos de buena o mala gana al Cristianismo), mientras sus cerros y barrancos se llenaban, al mismo tiempo, de hordas de buscadores de tesoros, supuestamente escondidos allí -se creía- por los señores árabes antes de 1492.
Pasado algún tiempo, el 18 de marzo de 1588 se produjo un hallazgo fortuito destinado a crear polémica en los años venideros: durante las obras de demolición de la prominente Torre Turpiana –alminar de la Aljama de la Medina, atribuida a tiempos de los fenicios– para construir la Iglesia del Sagrario, apareció entre los escombros una misteriosa cajita sellada. En su interior conservaba un pergamino escrito en tres lenguas –latín, árabe y castellano– con una profecía desconocida de San Juan sobre el fin del mundo, profecía que supuestamente San Cecilio, primer obispo de Granada, habría hecho esconder para que no la profanase nadie, hasta el momento de “ser revelada”. Además, la caja contenía una tabla con una imagen de la Virgen, un lienzo y unos huesos que fueron atribuidos a Santiago Apóstol.
Los pergaminos fueron entregados a importantes traductores, como Don Alonso del Castillo, hijo de moriscos conversos y famoso traductor de textos árabes de la corte de Felipe II, quien a su vez los entregó a otro traductor amigo suyo, también de origen morisco, Don Miguel de Luna. Los extraños resultados de la traducción inquietaron hondamente a los eclesiásticos del momento. La cuestión permaneció siete años sin solución, hasta 1595, cuando unos buscadores de tesoros en el cerro de Valparaíso, hicieron otro hallazgo en una cueva que, si bien igual de enigmático, venía a arrojar algo de luz sobre el anterior de Torre Turpiana: un conjunto de veintidós láminas de plomo, con extrañas inscripciones en una lengua rara –presuntamente, un árabe clásico de rarísima caligrafía–, junto a otras reliquias y huesos.
Las láminas fueron bautizadas desde entonces como Libros Plúmbeos, y tras relacionar este hallazgo con la traducción de la profecía de la Torre Turpiana se sacaron las siguientes (y problemáticas) conclusiones: Cecilio, santo patrón y primer obispo de Granada, era de raza árabe; en la época de su martirio junto a sus discípulos (siglo I d.C.), aquellos santos varones ya sabían, de modo profético, lo que iba a acontecer en el porvenir de España y Granada: fin del reino visigodo e invasión del Islam, reconquista posterior, rendición de la Granada nazarí,…, incluso el descubrimiento de los libros. Los huesos hallados en la cueva eran de San Cecilio y sus discípulos San Hiscio y San Tesifón, puesto que en ellas habrían sufrido su martirio, quemados en cal viva por orden del emperador Nerón o Domiciano. Y, en resumen, que no era del agrado de Dios la intolerancia y represión antimorisca que estaba ocurriendo en España.
El desciframiento de estos contenidos causó lógicamente un gran revuelo en Granada. El entonces Arzobispo Don Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones se apresuró a enviar un informe a Roma, poniendo al corriente del asunto a la jerarquía pontificia, y promoviendo la inmediata sacralización del lugar de los hallazgos. Dado el visto bueno (no sin reticencias por parte de la Curia romana) se constituyó por todo el monte Valparaíso un Vía Crucis, en donde realizar solemnes procesiones que recordaran el recorrido de Jesucristo al Calvario. En poco tiempo, todo el camino sagrado se llenó de cruces conmemorativas –1.200 en su momento de apogeo, se dice–, de las cuales hoy quedan apenas cuatro en pie.
En el extremo del Vía Crucis, en el mismo lugar de las Santas Cuevas donde se hallaron los huesos y los Libros Plúmbeos, se construyó en 1607 por iniciativa del Arzobispado una gigantesca abadía, para que sirviera de retiro a los monjes, y de lugar de culto y veneración de los restos San Cecilio y los Santos Mártires, y de custodia de los sagrados Libros Plúmbeos. Así nació la Abadía del Sacromonte. De esa fecha deriva también el cambio toponímico, de Valparaíso a Sacromonte.
Las inscripciones, sin embargo, estudiadas posteriormente con mayor atención, fueron consideradas falsas por el Vaticano en 1682. Probablemente fueron inventadas o malinterpretadas adrede por los traductores Miguel de Luna y Alonso del Castillo, descendientes de moriscos. Los tiempos que corrían no eran buenos para su pueblo, siempre bajo sospecha de falsa conversión –más aún desde la sublevación morisca de las Alpujarras, mitigada en 1571 a costa de mucha sangre–. Posiblemente, ante tal situación, aquellos traductores difundieron intencionadamente una versión errónea de los textos para facilitar la reintegración del pueblo morisco en la sociedad católica. ¿Qué mejor forma de lograrlo, para un eterno sospechoso de falso converso, un morisco, en plena Granada de la Contrarreforma, que mostrar pruebas evidentes (aunque fuera inventándolas) de que el santo patrón y primer obispo de la ciudad, era árabe, si bien un buen cristiano?
Por otro lado, que la misma Virgen anunciara (proféticamente) en fecha tan temprana como el siglo I d. C. todo cuanto iba a suceder en adelante –siglos antes de que ni siquiera el Islam hubiera visto la luz–, era otra forma de desdibujar la magnitud y destruir la lógica de las persecuciones religiosas. Asimismo, se trazaba una evolución histórica para la Granada cristiana, con orígenes claros y fechas exactas; se disipaban las dudas sobre la sincera conversión al Cristianismo de los descendientes de árabes, porque si el mismísimo San Cecilio, siendo árabe, había llegado a ser el más ferviente cristiano –incluso mártir de su fe–, el razonamiento lleva implícita la pregunta “¿Por qué no podían serlo ahora los moriscos?”.
Por último se demostraba que lo árabe era parte indisoluble de la identidad hispana, y se creaban dudas razonables sobre la legitimidad de la conversión forzosa de 1500. En suma, toda una trama cuidadosamente diseñada y premeditada para crear una propaganda pro-morisca que posibilitara la convivencia y la tolerancia en la España contrarreformista, plagada de fanatismo y persecuciones. En cierto modo, tras descubrir la falsedad de los textos, la misma fundación de la Abadía y su razón de ser parecía basarse en una mentira.
Sin embargo la solución fue rápida: se echó la culpa a un grupo de moriscos por la farsa, y todo quedó en paz, sin más, porque no interesaba a nadie en el fondo que decayeran los logros de la fe obtenidos con el suceso. La posible falsedad de los documentos no importó tampoco en absoluto a los fundadores de la abadía, y menos aún cuando los hallazgos se tuvieron aún por ciertos. La rapidez con que se facilitó la declaración, hacia 1600, de la autenticidad de las reliquias es notoria, y desató una calurosa ola de fervor religioso entre los granadinos. La Abadía, durante el siglo XVII, fue de hecho uno de los mayores centros de peregrinación de toda Andalucía.
La Abadía es accesible a lo largo de un sinuoso camino, las famosas Siete Cuestas, bastante empinadas pero de gran belleza paisajística. Este recorrido forma parte del solemne Vía Crucis por donde pasan las romerías de San Cecilio, o la ascensión de la procesión del Cristo de los Gitanos, llenando la noche de hogueras en torno a las cuales se realizan zambras y bailes, con gran participación de lugareños y visitantes. Casi en su arranque mismo, podremos presenciar la recoleta y encantadora Ermita del Santo Sepulcro (siglo XVII), precedidas por su pintoresco crucifijo, lugar de profunda devoción, y en donde es aconsejable detenerse a coger energías antes de empezar la subida a pie.
La abadía del Sacromonte vista desde los jardines del Generalife. Foto: dominio público.
Dentro de la Abadía, trazada parcialmente (colegiata) por el Maestre-aparejador de obras Mayor de la Catedral, el italiano Ambrosio de Vico (m. 1623), veremos en primer lugar el patio claustral, amplio y luminoso, todo porticado y centrado por una bella fuente barroca. El ojo atento observará en los muros y salas del monasterio la presencia repetida del escudo heráldico del fundador, el Arzobispo Don Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones, y la esotérica Estrella de Salomón, símbolo ancestral acorde con el papel intelectual de la institución –transmisora del saber– y al carácter de “sabio” que tuvo aquel rey del Nuevo Testamento.
La abadía contó desde su fundación con un importante colegio –por eso fue Colegiata– y una riquísima biblioteca teológica; un incendio en el siglo XIX arrasó gran parte del colegio y su colección –terrible pérdida– pero, aun así, se pudo salvar mucho. Aún hoy la Biblioteca-Museo del Sacromonte conserva, afortunadamente, más de 24.000 volúmenes de diversas fechas, autores y procedencias, de alto interés. Destacan los Libros Plúmbeos –cómo no–, varios incunables, libros de horas, algunos textos árabes auténticos, y el majestuoso original del plano urbano de la Granada renacentista, la famosaPlataforma, que hizo el arquitecto Ambrosio de Vico a finales del siglo XVI (el mismo que fuera también, por aquellas fechas, maestre mayor de obras de la Catedral). Asimismo, es digna de mención su importante colección de hábitos y ropas de los monjes y novicios, y numerosas piezas de valor artístico, como una tabla flamenca de G. David con la llamada Virgen de la Rosa.
La iglesia es un precioso templo barroco del siglo XVII, con adiciones de las dos siguientes centurias. Su retablo mayor, de estilo barroco, obra de Pedro Duque Cornejo (1743), acoge dos estatuas de San Cecilio y San Tesifón, Santos Mártires, y las urnas con sus supuestas cenizas. Por encima se extiende un relieve de la Asunción. Al lado tenemos el sepulcro escultórico del Arzobispo Pedro de Castro junto a sus padres. A la izquierda del crucero se ubica una Purísima de José Risueño. La ornamentación del templo se completa con lienzos de Santiago y San Andrés (Martirio) y otras esculturas, destacando la pequeña pero dulce Virgen de las Cuevas (siglo XVIII) y un excelente Cristo del Consuelo, popularmente llamado “Cristo de los Gitanos” –el mismo que se saca en procesión, en réplica, cada Miércoles Santo–. Una bella mesa de mármoles incrustados con motivos indígenas, fabricada en la América colonial (siglo XVI), se guarda en la Sacristía –regalo del padre del Arzobispo, que fue Virrey del Perú–. Desde la iglesia se accede a las Santas Cuevas, donde se hallaron las láminas de plomo y los restos de los santos mártires.
Estas cuevas se convirtieron en el siglo XVII en la quintaesencia de la Contrarreforma granadina (tanto material como simbólicamente) y en un concurrido lugar de peregrinación. En su interior, parte intrínseca del misticismo del lugar, se encuentran dos grandes piedras, una blanca y otra negra, a las que se atribuyen poderes milagrosos: se dice que las mozas casaderas ansiosas por encontrar novio, deben besar una, y se casarán en el plazo de un año; y las que quieran romper su matrimonio deben besar la otra. El problema está en que no se sabe cómo se romperá el vínculo, y tal vez sea de forma trágica, por muerte de uno de los cónyuges (¡ojo, incluido el que hizo la petición!). Las Cuevas conservan también un crucifijo que usaba, supuestamente, en vida el famoso San Juan de Dios, el llamado «Santo de los Pobres».