Traemos a la gacetilla de hoy un relato inédito de Pedro Ruiz-Cabello Fernández preparado para ser publicado en un especial de las fiestas de IDEAL de 2009, que nunca se publicó. Se titula “Otro Aliento”.

En la imagen, obra presentada al concurso de pintura al aire libre del año 2004.
No hay nadie que hallándose en estas soledades deje de conmoverse y sentir que en el hombre
existe algo más que el mero aliento material de su cuerpo.
Charles Darwin, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo.
Era la vida, Señor, la vida que de manera totalmente gratuita Tú me regalabas. La vida en su estado más puro, sin sombras ni asechanzas de dolor, sin los límites insidiosos que impone siempre el tiempo, el paso inexorable de las horas con el que todo se vuelve más perentorio. Eran los rincones maravillosos de la infancia, donde el temor se disipa ante el empuje irresistible del misterio; los patios empedrados donde crecen en la primavera mechones de hierbas y de ortigas, bordeados de poyetes de musgo sobre los que se alinean tiestos de geranios y de alhelíes; las cuadras abandonadas de los corrales, en las que rezuman la humedad y el silencio, bajo una luz que se presenta difusa, muy semejante a la que flota en las bodegas desportilladas y oscuras de un viejo navío. Eran los caminos de la vega, festoneados de margaritas y de jaramagos; las besanas de tierra rojiza, en torno a las que se alza la hirsuta pelambrera de linderos y de balates; los trigales moteados de amapolas, sobre los que se ciernen de vez en cuando bandadas de palomas torcaces; las sombrías alamedas, parecidas a vastas catedrales en las que un coro jubiloso de pájaros entona su plegaria desde los sitiales y púlpitos ocultos entre las ramas; la imponente fachada de la sierra, sobre la que cuelgan en los meses de invierno blancos y refulgentes mantones. Eran los olivares de plata, las montañas de cobre y de ceniza sobre el cielo violeta de la tarde, los roquedales de arrugada faz, los cerros de sugestivo perfil. Eran los partidos de fútbol en las eras, en espacios de terreno de diversas dimensiones que se suceden a las afueras del pueblo; las voces de unos colegiales que juegan en una plazoleta, en un frío anochecer de otoño, mientras los últimos restos del ocaso se apagan en el horizonte. Era la paz azul de los días, el aliento lejano de un secreto, la pregunta que se insinúa tras una conversación que no se entiende, la voz del pasado que se eleva de nuevo, enigmática y profunda… La eterna canción de la lluvia, cuyas notas de agua aparecen esbozadas por un instante tras el cristal de las ventanas; un ruido familiar, al que el oído pronto se acostumbra y que llega desde la habitación de al lado, desde el corredor que se pierde hacia el interior de la casa, un rumor sordo de objetos que se desplazan o que tintinean al son de un ritmo diario, un eco persistente de pasos que se alejan en el silencio de la madrugada…
Era la vida, manifestada en su forma más hermosa, aquella que en los recuerdos aparece teñida por el color otoñal de la nostalgia. Ahora, después de tantos años, el tiempo recupera aquellas emociones, rescatadas de pronto del desván de la memoria gracias a algún extraño mecanismo que la razón desconoce. La existencia, sin ellas, sería muy pobre, como también lo es si carece de otro componente esencial que no me resisto a ponderar ahora, sin el cual nada de lo que hagamos tendría verdadero sentido. Lo que trato de decir quizá no lo comprendan algunos, imbuidos de otros conceptos y metas que los alejan ciertamente de aquel ideal. La experiencia me dicta, en efecto, que hay muy pocas cosas que merezcan la pena en este mundo, por más que con frecuencia sólo se valore aquello que proporciona un beneficio  inmediato. Lo que digo no tendría explicación, por otro lado, si no lo confirmo con alguna anécdota o circunstancia concreta. Intentaré referir, por tanto, algo que a mí me haya sucedido, un ejemplo que de alguna manera ilustre esta pequeña reflexión con la que ahora me entretengo. Me gustaría que lo que a continuación voy a decir tuviera la fuerza suficiente para que impactara en una mayoría, aunque no sé si las palabras pueden resultar en algún caso sorprendentes. Me limitaré a contar, con estas prevenciones, lo que a mí me ha pasado, o más bien lo que he visto que les ocurría a otros, sin los cuales sería muy difícil que yo pensara de este modo.
Si digo que todo es vanidad o que nada llega a ser como desea uno, parecerá quizá exagerado. Pero es así. Lo he comprobado yo mismo, después de haber desaprovechado no pocas ocasiones de cumplir lo que dentro de mí tal vez estaba determinado. Fueron los rostros de los que más me necesitaban los que en último término me lo enseñaron, rostros cuarteados  de arrugas o macerados por la pesadumbre, de ojos vidriosos, cegados a veces por las lágrimas; los rostros de los mendigos que vinieron a pedir a mi puerta y que agradecieron la mísera limosna con la que creía paliar un poco su desesperanza; los rostros de los indigentes y desarrapados con los que algún día me crucé por la calle y a los que no quise volver la espalda; los rostros de los marginados, de los seres sin suerte a los que mucha gente trata con cruel indiferencia, como si nada de ellos pudiera interesarle; los rostros de los enfermos y desvalidos, a los que alguna vez ofrecí por casualidad mi ayuda y con los que casi me sentí identificado al hacerlo, porque me vi entonces en ellos representado, confundido con su desgracia.
Hay, efectivamente, una vida material que se agota y que por eso acaba siendo muy frágil y vulnerable, a la cual se enaltece y se llena de soberbios triunfos cuando no se repara en sus límites. Pero hay otra vida que no termina y que crece de forma incesante, ya que se nutre de las cosas que no perecen, de los gozos con que exulta el espíritu, producidos por la inefable manifestación de la belleza o por el efecto que en él causa la culminación de una obra amorosa.
Ésta es, en fin, la vida que Tú, Señor, me regalabas, la que me sigues regalando a pesar de los dolores y sufrimientos que hay que padecer por nuestra propia condición mortal. La que se barrunta acaso en un largo atardecer de verano, en una calle atestada de casetas y de puestos ambulantes, sobre los que cuelga el alumbrado de unas fiestas. La que se percibe desde los ojos inquisitivos de un niño, que asiste asombrado a todo lo que a su alrededor sucede, a cada nueva transformación de la naturaleza con la que su imaginación otra vez se excita…
Curiosidades elvirenses.
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