EUFORIA por JUAN ALFREDO BELLÓN para  EL MIRADOR DE ATARFE del domingo 01-04-2018

Dícese euforia de la sensación de optimismo con que uno afronta la vivencia de un determinado acontecimiento sea objetivo o no ese estado tan positivo de ánimo. Se trata pues de un término relativo referido a una sensación más bien subjetiva motivada por unas vivencias que nos provocan optimismo y expectativas positivas y esperanzadoras.

Así, en las sociedades contemporáneas, los medios de comunicación de masas contribuyen a crear estados de opinión o de ánimo eufóricos o deprimidos entre sus usuarios en función de los datos positivos o negativos que globalmente les transmiten los discursos de sus líderes sociales y de sus portavoces y las secuencias de acontecimientos que en ellos se narran. Por ejemplo, los datos negativos de la economía de un país, los planes negativos para su futuro y para el de sus habitantes les cierran el panorama optimista y la posible euforia vital mientras que las buenas perspectivas y los datos favorables de su economía contribuyen a contagiar la euforia entre sus habitantes, expanden sus expectativas individual y colectivamente y contribuyen al optimismo generalizado.

Pues, mientras el tono general en países como el nuestro es que estas fechas conmemorativas de la muerte de Cristo se asocien tradicionalmente con el luto y la tristeza (se reprimen las demostraciones sociales de gozo y alegría anteriores al Sábado de Gloria afirmando que está el Señor muerto) solo estalla la euforia con la Resurrección, la Ascensión y con la conmemoración de los acontecimientos posteriores tal como se narran en los Evangelios y en Los Hechos de los Apóstoles. Además, esa cierta esquizofrenia sociocultural que implica la consideración lúdica de unas fiestas primaverales de regocijo litúrgico, escolar y social (el Domingo de Ramos, a quien no estrene se le caen las manos) y el luto depresivo con que se conmemora la crucifixión y muerte de Cristo, mezcla la manifestación pública del triunfo y la derrota, del pesimismo y la euforia, de la exaltación y la depresión que hizo en su tiempo afirmar a un poeta de inspiración clásica como Luis Cernuda su negativa a adorar a un triste dios crucificado, campeón de la melancolía y aparentemente impotente ante la muerte, tan distinto a las deidades del Olympo y del Hades, politeistas y teóricamente más avanzadas.

Y si pasamos al terreno de la política sorprende observar cómo el muy católico Partido Popular español, que nos gobierna merced a una ideología tan proeufórica como antipopular, esgrime constantes y falaces argumentos que tratan de adormecernos promoviendo en nuestra sociedad toda clase de mentiras piadosas que esconden tras las cifras macroeconómicas un muestrario de argucias sobre las que se argumenta un relato falsamente eufórico que sirve para justificar la prolongación de las medidas antipopulares y la justificación de las restricciones de una fiscalidad injustificable. Y, habiendo ya salido de sobra de la crisis, continúan aplicando políticas restrictivas que favorecen a la oligarquía y siguen empobreciendo al pueblo y abriendo la brecha entre ricos y pobres, hombres y mujeres, empleados y desempleados, etc.

Lo cierto y verdad es que, en estas fiestas primaverales de la Semana Santa, brillan las características contradictorias de la salida del invierno (como la dela crisis), tan llena de turbulencias emergentes, de avances titubeantes y de incertidumbres eufóricas, como la vida misma, como nuestras vidas. Ojalá aprendamos de la primavera para sacarle fruto a los rigores del estío, sabernos identificar con los mensajes del otoño y sobrevivir a los villancicos y demás mensajes apocalípticos del invierno, Acaso sea a eso a lo que nos enseñan (si es que algo enseñan) las religiones; a eso y a escenificar las paradojas de la vida, que son las metáforas cultas o populares. Por eso a mi sobrino Mario y a mi amigo el Curica les gusta tanto la Semana Santa, y las torrijas, mientras que a mi, cada día me rebota más porque decrezco rotundamente de la mirada ingenua de la infantilidad y voy perdiendo las tragaderas y la euforia (¡ay!) de los años mozos.

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