«Neuroeducación, o cómo educar con cerebro» por Diego San Juan
Si pudiéramos colarnos de puntillas en una clase de literatura de una escuela finlandesa, tal vez pensaríamos que los niños están en el recreo o haciendo una pausa. Porque no nos encontraríamos al profesor en la tarima explicando la obra de, pongamos por caso Shakespeare, y a los chicos tomando apuntes y escuchando. Nada eso. Muy probablemente, veríamos a los alumnos repartidos en pequeños grupos elaborando listas de música que funcionen de banda sonora para expresar los sentimientos de los personajes de Hamlet. O de Romeo y Julieta.
Es sólo un ejemplo real de algo que la ciencia ahora ha demostrado y que muchos profesores y educadores ya comenzaron a intuir hace tiempo: que no aprendemos a base de memorizar conceptos, repitiendo y repitiendo, sino de hacer, de experimentar y, sobre todo, de emocionarnos. Y que si aprendemos en grupo, esos conocimientos perduran con mayor intensidad en la memoria.
Hasta hace apenas 30 años, se desconocía en gran medida cómo funcionaba el cerebro. No obstante, los desarrollos y avances tecnológicos en áreas como la medicina y, sobre todo, las neurociencias nos han permitido escudriñar las neuronas, sus relaciones, y entender un poco más la actividad cerebral.
“Eso ha abierto una nueva etapa para poder conocernos mejor a nosotros mismos, para entender mejor cómo funcionamos y aplicar ese conocimiento a áreas tan diversas como la economía, la cultura y también la educación”, considera David Bueno, profesor de genética de la Universidad de Barcelona, especializado en la formación del cerebro y divulgador científico.
Y es así como en los últimos años hemos comenzado a escuchar nuevos términos, como neuromarketing, neuroeconomía, neuroarquitectura y también, neuroeducación, un movimiento internacional, aún incipiente, de científicos y educadores que pretenden aplicar los descubrimientos sobre el cerebro en la escuela y la universidad para ayudar a aprender y a enseñar mejor.
“Hasta ahora habíamos hablado de la memoria, de la atención, la emoción, pero de forma desperdigada, sin realmente darnos cuenta de cómo los códigos que trae el cerebro para aprender o para memorizar son tan esenciales para la supervivencia como comer o beber”, señala el neurocientífico Francisco Mora, quien ha publicado recientemente “Neuroeducación. Sólo se puede aprender aquello que sea ama”, uno de los primeros manuales dedicados a este tema y que se ha convertido en un fenómeno de superventas.
Conocer esos códigos de funcionamiento del cerebro ha permitido demostrar, por ejemplo, la importancia de la curiosidad y la emoción para poder adquirir nuevos conocimientos; que el deporte es esencial para fijar el aprendizaje y también que el cerebro no es un continuum, sino que hay ventanas de conocimiento que se abren y se cierran en función de las etapas de la vida.
Y si hasta ahora educadores y científicos habían estado aislados, unos en las aulas y los otros en sus laboratorios, ahora comienzan a ir de la mano. Universidades como la John Hopkins, en Estados Unidos, ya han puesto en marcha proyectos de investigación en neuroeducación, como también Harvard, que dispone de un programa llamado Mente, Cerebro y Educación que pretende explorar la intersección de la neurociencia biológica y la enseñanza. Es la era de la Neuroeducación.
¡Emociónate!
¿Recuerdan cuando iban a la escuela y en determinadas asignaturas les hacían aprender decenas de cosas de memoria? Que si fórmulas de física y química, que si la capital de Colombia es Bogotá, que si la Revolución francesa estalló en 1789… Datos y más datos que el tiempo acaba borrando. Y aún más si el profesor que tuvieron fue bien aburrido. En cambio, seguro que recuerdan a algún maestro que consiguió despertar su atención e interés.
Y es que la emoción es el ingrediente secreto del aprendizaje, dice la Neurociencia, fundamental para quien enseña y para quien aprende. “El binomio emoción-cognición es indisoluble, intrínseco al diseño anatómico y funcional del cerebro”, explica Francisco Mora, experto en neurofisiología. Al parecer, la información que nos llega a través de los sentidos pasa por el sistema límbico o cerebro emocional antes de que sea procesada por la corteza cerebral, encargada de los procesos cognitivos. Dentro del sistema límbico, la amígdala juega un papel esencial. Es una de las partes más primitivas del cerebro y se activa ante cosas que considera importantes para la supervivencia, lo que ayuda a consolidar de forma más eficiente un recuerdo.
Las historias, por ejemplo, suelen funcionar como auténticos despertadores de esta región cerebral. David Bueno lo tiene comprobado con sus alumnos universitarios. “Cuando me toca explicarles, por ejemplo, el triángulo de Tartaglia, una fórmula matemática que necesitan para resolver muchos problemas de genética, les suelo contar que en realidad el matemático italiano que lo formuló no se llamaba Tartaglia, sino Niccolo Fontana. Lo que pasa es que era tartamudo, o tartaglia, en italiano. Y al final el apodo que tenía acabó dando nombre a la fórmula. Esa anécdota hace estallar de risa a los estudiantes y lo mejor es que ya no se olvidan de la fórmula”.
La sorpresa es otro factor esencial para activar la amígdala. El cerebro es un órgano al que le gusta procesar patrones, entender cosas que se repiten siempre de la misma forma, es la manera como se enfrenta al mundo que lo rodea. Ahora bien, todo aquello que escapa a esos patrones se guarda de forma más profunda en el cerebro. De ahí que usar elementos en la clase que rompan con la monotonía, con lo esperado, impacte más en el aprendizaje.
En este sentido, Jaime Romano, médico y neurólogo, al frente del proyecto pionero Neuromarketing propone: “En una clase de historia, que el profesor llegue un día disfrazado de Napoleón, por ejemplo, y que los chicos también se disfracen y se diviertan representando algún episodio de la historia. Eso sí que va a quedar profundamente grabado en sus mentes”. Y Romano sabe muy bien de qué habla.
Este neurocientífico mexicano lleva investigando el cerebro desde hace más de 30 años como investigador de UCLA y del Instituto Mexicano de salud mental. También ha atendido a niños y adolescentes con problemas de aprendizaje y desarrollo. Una década atrás echó a andar un laboratorio de neurociencias para tratar de entender mejor el proceso de aprendizaje en los chicos y mejorarlo.
Para ello, “diseñé un modelo que se conoce como neuropirámide, que cuenta con seis peldaños. En cada uno de ello se plantea qué sucede con la información cuando va entrando por los órganos de los sentidos, cómo se procesa en el cerebro hasta que se convierte en aprendizaje. Y hemos visto que tiene que ver con procesos de poner atención, emocionales”, explica Romano.
Ahora, este médico mexicano está poniendo en marcha un proyecto que confiesa que es todo un sueño para él. De la mano de desarrolladores, está diseñando videojuegos lúdicos, muy atractivos para los niños, pero que impacten en todos y cada uno de los peldaños de la neuropirámide. “Habrá juegos que refuercen, por ejemplo, el proceso de atención de los chicos; otros, el proceso de análisis y síntesis”, explica Romano. Así, la idea es crear una plataforma con videojuegos orientados a distintas edades para que los niños al llegar a casa del cole se pongan a jugar y a la vez que la pasan bien, desarrollen sus actividades mentales.
“Queremos mejorar la capacidad emocional y mental de los chavales, los procesos de cálculo, de comprensión, y eso repercutirá en que aprenderán mejor las matemáticas, a leer y a entender mejor los textos, a fijar su atención” explica Romano ilusionado. Y destaca la importancia que tiene el juego, la parte lúdica, divertida, vivencial en el aprendizaje. El juego es una puerta hacia el aprendizaje y las nuevas tecnologías son un gran aliado, puesto que captan muy rápidamente la atención de los niños.
Mueve tus neuronas
En Antigüedad ya intuían la relación entre ejercicio y bienestar físico y mental, Mente Sana in Corpore Sano. Y en los últimos años, la ciencia ha demostrado esta relación. Al parecer, cada vez que practicamos deporte cardiovascular, al contraer y estirar los músculos estos segregan una proteína que viaja al cerebro y allí fomenta la plasticidad cerebral, que se creen nuevas neuronas, nuevas conexiones entre ellas o sinapsis, y justamente en los centros de memoria.
“A veces cuando un alumno va mal en la escuela –señala el profesor universitario David Bueno- lo quitan del deporte, para que así pueda estudiar más. Pero es un error, porque lo que estamos haciendo es sustraerle la cualidad que le permite memorizar aquello que estudia. Muchas veces no es una cuestión de cantidad de horas, sino de calidad de horas”.
También se ha visto que el deporte activa la secreción de unas moléculas llamadas endorfinas y que son opiáceas, capaces de generar sensación de bienestar, de placer, optimismo, e íntimamente relacionadas con la concentración y la atención.
Aprovechando las ventanas
Una de la cosas más interesantes y nuevas que defiende la neuroeducación son las “ventanas”. Al contrario de lo que mucho tiempo se creyó, el cerebro no es estático y va aprendiendo cosas sin más una detrás de otra, sino que “existen ventanas plásticas, períodos críticos en los que un aprendizaje se ve más favorecido que otro”, señala Francisco Mora, autor de “Neuroeducación”.
Así, por ejemplo, para aprender a hablar la ventana se abre al nacer y se cierra a los siete años, aproximadamente. Eso no quiere decir que pasada esa edad el niño no pueda adquirir el lenguaje, porque gracias a la enorme plasticidad del cerebro, lo conseguiría aunque le costaría mucho más y, asegura Mora, nunca tendría un dominio de la lengua como otro niño que haya aprendido a hablar de los 0 a los 3 años.
El descubrir que existen períodos de aprendizaje concretos hace que las escuelas deban también replantearse el modelo educativo. Para David Bueno, experto en formación del cerebro, “hasta los 10 o 12 años, el cerebro tiene una ventana específica para aprender aptitudes, para manejar información, para razonar. Tal vez esa etapa sea el momento de potenciar la comprensión de un texto; que sean capaces de entender y extraer información; que aprendan a razonar de forma matemática, en lugar de memorizar mucho contenido. En definitiva, trabajar aquellas habilidades que después conformarán un cerebro con ganas de aprender cosas nuevas”.
El sistema educativo actual en algunos casos choca contra esas ventanas cerebrales. Por ejemplo, cuando los niños son muy pequeños, tenerlos sentados en una clase, quietos, “sabemos que impacta negativamente en su cerebro”, alerta Jaime Romano, al frente de Neuromarketing. Porque para poder madurar, crear nuevas redes de neuronas, el cerebro necesita experiencias nuevas. “Imagínate niños chiquitos expuestos cada día a las mismas cosas… Acaban haciendo menos redes neuronales y su cerebro está menos desarrollado”, añade.
Desde la neuroeducación se aconseja que en los primeros años de vida se esté en contacto con la naturaleza, una fuente inagotable de estímulos, porque es a esas edades, señalan, cuando se construyen los perceptos, las formas, los colores, el movimiento, la profundidad, con los que luego se tejerán los conceptos. “Para construir buenas ideas hay que tener buenos perceptos. Son los átomos del conocimiento, de pensamiento”, recalca Francisco Mora, que añade “no podemos entender la educación adecuadamente si no tenemos en cuenta cómo funciona el cerebro. La neuroeducación es mirar la evolución biológica y aprender de ella para aplicarla a nuestros procesos educativos. Durante los dos primeros años de vida, lo sensorial es básico para la construcción de futuros conceptos. Los abstractos, que son la construcción de las ideas, vienen después, cuando el mundo perceptivo ha sido rico. ”.
¡Ay, la adolescencia…!
Una de las cosas de la escuela actual que está totalmente en contra de los códigos del cerebro es la forma en que se intenta enseñar a los adolescentes. A esta edad empiezan a tener materias como biología, química, física, que deben aprender de forma totalmente racional. El problema es que a esa edad el cerebro es plenamente emocional. “Desde un punto de vista evolutivo tiene sentido porque en esta época de la vida los chicos buscan sus propios límites e intentan superarlos. Forma parte de una estrategia de supervivencia de la propia especie”, explica Bueno.
Así pues, tenemos cerebros desregulados de manera natural emocionalmente a los que intentamos enseñar cosas de manera racional. “Por eso muchos chavales en esta etapa dicen que no quieren hacer ciencias y se pierden muchas vocaciones científicas y sobre todo en el caso de las chicas”, añade este investigador en genética.
Pero, ¿cómo solucionarlo? Pues… introduciendo emoción. En lugar de hablarles sólo de fórmulas y teoremas, tratar de acercar la ciencia a sus vidas, enganchar a su cerebro social. ¿Y si el profesor de matemáticas no explicara directamente el teorema de Pitágoras, sino que contara su vida, sus aventuras y desventuras, para comprender qué llevó a este filósofo y matemático griego a enunciar este principio?
También habría que tener en cuenta los horarios. Al entrar en la adolescencia, el cerebro de forma automática retrasa la hora de ir a dormir y también de despertarse por la mañana. En cambio, en esa etapa muchos centros educativos avanzan la hora de entrada de los chicos. “Se deberían adaptar los ritmos escolares a los biológicos”, destaca Bueno. Tampoco es necesario que estén tantas horas en clase. De hacerse más vivenciales, afirman los expertos en neuroeducación, en menos tiempo se impartiría más conocimiento.
Cambiar el colegio
“El sistema educativo actual es totalmente anacrónico. Los niños se aburren. Enseñamos de la misma manera desde hace 200 años. ¡No tiene ningún sentido”, exclama Mark Prensky, experto en educación e inventor del concepto ‘nativos digitales’. Para Sir Ken Robinson, otro de los grandes gurús en educación, la escuela actual se diseñó durante la revolución industrial, cuando hacía falta tener trabajadores preparados para repetir lo mismo una y otra vez. El colegio seguía ese mismo patrón: niños que aprendían de memoria determinados conocimientos y que los repetían como loros.
Pero el mundo, afortunadamente ha cambiado. Nuestra sociedad ya no se basa en la producción masiva de objetos, sino cada vez más en la de ideas, en la creatividad y surgen nuevas profesiones que se adaptan a esta nueva época en que vivimos. “Necesitamos maestros que preparen a los niños para afrontar esos nuevos retos. Ellos son capaces de transformar el cerebro, tanto física como químicamente, de los alumnos, de la misma manera que un escultor con su cincel es capaz a partir de un mármol amorfo crear una figura tan bella como el David”, afirma el neurocientífico Francisco Mora.
Los docentes, reclama la Neuroeducación, deberían comenzar a aprovechar todo lo que se conoce del funcionamiento del cerebro humano para enseñar mejor. Y eso no implica tan sólo matemáticas, lengua o literatura. “Muchas veces formamos a las personas para que sean grandes profesionales pero nos cambios
olvidamos de que antes tienen que ser personas. Y eso también quiere decir aprender a disfrutar de su tiempo libre. Aburrirse porque no tienen nada que hacer, trabajar muy rápido y mucho rato seguido” considera David Bueno.
Sabemos que no hay cerebro cognitivo que no haya sido filtrado por el cerebro emocional. Por tanto, insiste Mora, hay que buscar el significado emocional de lo que se enseña, para que el alumno piense: ‘Siga profesor contándome eso, que me interesa mucho’. “Los profesores tienen que ser la joya de la corona de un país, porque sobre sus espaldas recae una enorme responsabilidad. Tienen que estar muy formados y conseguir que los niños se sientan realmente entusiasmados por lo que aprenden. Porque esa es la base para crear no sólo ciudadanos cultos, sino también honestos y libres”.
(este reportaje se publicó en la revista Quo México, en septiembre de 2014)