La derogación no es suficiente
La obligación del Gobierno no es solamente la de derogar la Ley Mordaza, sino la de “borrarla” en cierta medida de nuestra historia democrática. Los ciudadanos y ciudadanas que fueron sancionados merecen una reparación
La derogación de la llamada, con razón, «Ley Mordaza» ha estado presente en los ya casi dos primeros años de la legislatura. El Gobierno de Mariano Rajoy ha conseguido torpedear el intento de su derogación mediante una proposición de ley, como ha hecho en general con todas las proposiciones de ley registradas por los grupos parlamentarios de la oposición. La agenda legislativa del Gobierno ha sido una agenda puramente negativa. No ha enviado prácticamente ningún proyecto de ley a las Cortes Generales y ha impedido, haciendo un uso abusivo de la prerrogativa prevista en el artículo 134.6 de la Constitución, la tramitación de todas las proposiciones de ley. Lo del uso abusivo no lo digo yo, sino que lo ha dicho el Tribunal Constitucional.
Paralizando el ejercicio de la potestad legislativa de las Cortes es como Mariano Rajoy ha desempeñado su tarea de presidente del Gobierno desde que perdió la mayoría absoluta a finales de 2015. De esta manera ha conseguido prorrogar durante algo más de dos años y medio la vigencia de la legislación profundamente represiva que las Cortes Generales aprobaron entre la primavera y el otoño de 2015, cuando ya sabía que en la próxima legislatura no iba a disponer de mayoría para seguir legislando a su antojo, pero que ningún otro partido la tendría. De ahí la prisa por legislar en el tramo final de la legislatura 2011-2015 y la estrategia obstruccionista desde el Gobierno a partir de 2016.
Afortunadamente ese tiempo ya ha quedado atrás. Ha llegado el momento de revisar toda esa legislación represiva del final de la legislatura: Código Penal, Ley de Enjuiciamiento Criminal, Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y, sobre todo, la “Ley Mordaza”. Todas las normas que se aprobaron al final de la legislatura entre la primavera y el otoño de 2015 lo fueron torticeramente. El PP disponía de la mayoría absoluta en las Cortes, pero sabía que ya no la tenía en la sociedad. Desde las elecciones europeas de mayo de 2014 sabía que no la tenía. Las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015 lo confirmaron. Y todos los estudios de opinión, CIS incluido, indicaban que el PP carecía del apoyo que tuvo en 2011. Materialmente carecía de legitimidad para imponerle a la sociedad la legislación que aprobó en esos meses. Es una legislación, por tanto, que debería ser derogada.
Pero, en el caso de la “Ley Mordaza”, la derogación no es suficiente. Hay que ir más allá. La ley no debió ser aprobada nunca porque es una salvajada jurídica, pero, además, el momento en que fue aprobada y la forma abusiva en que se ha prolongado su vigencia ha generado un dolor y una inseguridad enormes entre la parte de la población más vulnerable y, por tanto, con menos capacidad de defenderse. Han sido decenas de miles los ciudadanos a los que se les han impuesto sanciones mediante decisiones administrativas en aplicación de dicha ley. Se trata de una ley particularmente repugnante en su dicción literal y en su aplicación práctica. Por eso no es suficiente la derogación.
Además de derogar la ley, el Gobierno debería poner en marcha un programa de anulación de todas las sanciones que se han impuesto en aplicación de la misma. Puesto que se trata de sanciones administrativas, de actos administrativos, basta que el Gobierno active el procedimiento previsto en el ordenamiento jurídico para la anulación de dichos actos, para que las sanciones queden anuladas y no solo se se les devuelva a los ciudadanos las cantidades que tuvieron que pagar, sino que se les reconozca el valor de su conducta.
La obligación del Gobierno no es solamente la de derogar la Ley Mordaza, sino la de “borrarla” en cierta medida de nuestra historia democrática. Los ciudadanos y ciudadanas que fueron sancionados merecen una reparación. El Gobierno debe pedirles perdón en nombre del Estado y hacerles ver que reconoce su valor cívico al enfrentarse a la arbitrariedad, al atreverse a ejercer sus derechos fundamentales sabiendo el riesgo que corrían. Es preciso que el acto administrativo mediante el que se le impuso la sanción se convierta mediante el acto administrativo que la anula en un timbre de honor.