21 noviembre 2024

Humanos y animales nos enfrentamos al que puede ser el último cambio de hora de verano a invierno

Mimi es una vaca de raza frisona, tiene seis años y pesa 850 kilos. Come una mezcla de forraje y cereales, aunque cuando llega el invierno y la primavera también disfruta de hierba fresca. Mimi este sábado no cambiará de hora. Ni ella ni las otras 119 vacas lecheras que viven en Parlavà (Girona), en la granja de Quim Sabrià. Mimi se presta para la sesión de fotos en un día soleado, se deja querer y le propina un par de besos al fotógrafo, quien confiesa que el jersey le ha quedado lleno de babas. “A este tipo de vaca no les gusta los cambios. En nuestra granja nosotros tocamos el reloj pero ellas no, las sigo ordeñando a su hora. Ellas necesitan regularidad”, explica Sabrià. Estas vacas son un pequeño grupo de resistencia en un mundo que ha asumido el cambio de las agujas del reloj. Pese a algunos inconvenientes, todos lo hacemos. Y con la llegada de la tecnología nos enteramos cada vez menos. Lo ejecutan cerebros informáticos por nosotros. 500 millones de europeos haciendo el cambio cada seis meses desde 1974. Bueno siempre hay alguna revolucionaria, por llamarla así, como mi compañera de mesa que confiesa que estuvo seis meses con la hora de verano en pleno invierno en el coche porque no sabía cambiar el sistema. Y ya le fue bien. Las vacas de Sabrià no están solas. ¿Qué pasa con los gallos?

Los gallos no cambian de hora: cantan siempre cuando empieza a hacerse de día. Sin embargo, cuando este animal vive en una explotación con luz artificial, lo que sucede es que canta cuando se le abre la luz, sea la hora que sea. Un granjero me cuenta que mantienen el mismo horario a la gallina para que coma a la misma hora y así evitar el estrés del animal, un estrés que dura poco.

Y los perros… y los gatos… Pedro Zuazua, autor del libro En mi casa no entra un gato, dice: “Pues mira, los gatos te despiertan siempre 10 minutos antes de que suene el despertador”. Jacinto tiene una serpiente: “Vive en un mundo muy limitado. Pero la noto más desconcertada sobre todo los primeros días del cambio. Si le coincide con la muda su humor es definitivamente más hosco. Es activa sobre todo a partir del crepúsculo y cambiar de hábitos la fastidia, como a muchos. No sé cómo explicarle los beneficios”. Al periquito de Rosa, Gus, seguro que no le afecta: “En absoluto. Ahora, después de comer, si yo hago un ratito de siesta, él también duerme. Con luz del sol, pone la cabecita debajo del ala. Como decía Bernard Shaw, cuanto más se conoce a las personas…. más quiero a mi perro”. Sandra, dueña de Coco, un enorme y movido springer spaniel, asegura: “Le afecta solo por la mañana cuando se avanza la hora (va zombi) y por la noche, cuando se retrasa, va más cansado y se duerme antes. La adaptación le dura una semana más o menos. Supongo que es a causa de seguir un mismo horario habitualmente. La rutina los calma y los cambios los descolocan durante unos días”. Nada muy diferente de lo que le sucede a sus tres hijos.

Humanos y animales nos enfrentamos al que puede ser el último cambio de hora de verano a invierno, asegura el promotor de la reforma horaria Fabián Mohedano: “Se hacía por un tema de ahorro energético, pero eso ahora ya no tiene sentido”. Pero ese cambio no tiene porqué conducir a una mejor vida. No nos engañemos. “Podemos cambiar el valor de las horas , pero si no arreglamos el problema de la conciliación horaria en las empresas, no servirá. Son debates diferentes. Tenemos que valorar el tiempo de la vida cotidiana”. Eso sí acabará con el tradicional mensaje informativo de “a las dos, serán las tres”. “Ignoro si esa afirmación en apariencia trivial implica que el reloj se mueve hacia adelante o hacia atrás. Volvamos de nuevo a esa frase, o démosle la vuelta: “A las tres, serán las dos”. ¿Es acaso eso posible?”. Lo dice Jesús García, periodista, mientras hablamos que le toca trabajar este fin de semana con el cambio de horario.

Ana Pantaleoni

FOTO:La vaca Mimi nunca hace cambio horario, junto a su dueño Quim Sabrià en su granja de Parlavà. ©Toni Ferragut EL PAÍS

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