Nada menos que 36 años en el poder han corroído la marca del PSOE en Andalucía y el partido-sistema ha sucumbido.

El hartazgo y el desencanto han desmovilizado el voto de izquierda y han dado por primera vez la victoria a la derecha en un territorio que parecía inmune a su influjo. Un PSOE desgastado por la corrupción, amojamado por la práctica altanera del poder, tan clientelar como el que ha funcionado en diversas etapas en Catalunya o el País Vasco, ha colapsado de la mano de Susana Díaz. Ahora sí, se demuestra que el suyo era un liderazgo sobrevalorado cuando se la quiso encumbrar como la garantía de la estabilidad de España. Díaz pierde por desestimiento, sin dar la batalla, con una campaña anodina. Se despide de su poderío como Boabdil, el último sultán del reino nazarí de Granada, “el desdichado”.

La fórmula mágica se ha extinguido. Tanto Susana Díaz como la candidata de Adelante Andalucía, Teresa Rodríguez, se han envuelto en la bandera verdiblanca ante la invasión de la derecha, dispuesta a utilizar Andalucía como trampolín de las generales. No ha servido ni el andalucismo de tono irredentista de Rodríguez ni el de tinte populista, con tufillo oficinesco, de la presidenta. Andalucía siempre fue orgullosamente de izquierdas, pero muchos se han quedado en casa y han echado el cerrojo. Y cuando la izquierda se recluye, los votos de la derecha –sobre todo de Vox– valen más. Ni Díaz ni Rodríguez han rentabilizado el nacionalismo andaluz de intensidad moderada, sepultado ante el tsunami de españolismo anticatalanista.

Con este resultado, el verdadero examen está en la derecha. Por lo escuchado durante la campaña, no parece que el PP y Ciudadanos vayan a tender un cordón sanitario frente a la ultraderecha de Vox, una formación que enarbola sin pudor la nostalgia franquista, el racismo o el machismo, entre otras lindezas. Su irrupción en el Parlamento andaluz y su reverberación en las encuestas del próximo ciclo electoral contribuirán a dar altavoz a su relato intransigente, que se normalizará a unos meses de las elecciones municipales y autonómicas.

Nunca antes Albert Rivera ha tenido en su mano una decisión tan perturbadora. Ha prometido cambio y este sólo puede llegar mediante un pacto con las tinieblas. Aunque el PP ha perdido comba en este lance, sigue por delante de Cs que, una vez más, rompe barreras, pero que saben a poco ante las expectativas creadas. Pablo Casado podría colocar a su partido en la presidencia de la Junta (qué ironía que sea Juan Manuel Moreno Bonilla, un hombre de Soraya Sáenz de Santamaría), pero estas elecciones certifican que Vox crece a su costa. Igual que la Liga se comió a Força Italia.

Vox ha crecido a base de muchos miedos, como en otros países –globalización, desigualdad, inmigración…–, pero el chute definitivo se lo ha dado un patrioterismo barato como reacción al conflicto independentista catalán. Vox ha engordado a base de menú Catalunya. Y el PP ha contribuido a vocear y a darle la llave de la comunidad más poblada de España.

Sobre la Moncloa se acumulan nubarrones. No hay alicientes para convocar elecciones. Las voces que abogan por ahondar en el entendimiento con el independentismo catalán van a quedar ahogadas por el estruendo de un discurso que azuza los bajos instintos y abona la fractura social. Las lágrimas de Boabdil ya forman parte de la historia.

LOLA GARCÍA La Vanguardia

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