«La piel» por Almudena Grandes
Después de largos años de excepcionalidad, a simple vista parecería que ya somos como los demás. Ya tenemos un partido de ultraderecha. Bien mirado, no está tan claro.
Los ultras españoles no están aislados, sino decidiendo gobiernos. Pero me llama la atención otra cosa. Desde hace meses, vemos manifestantes ante el Parlamento de Westminster. Con banderas, con pancartas, con las caras pintadas, unos gritan que sí y otros que no, con la intención de presionar a los parlamentarios en las votaciones sobre el Brexit. May y Corbyn también gritan, se increpan con una vehemencia que Ana Pastor jamás consentiría.
Pero nadie se escandaliza por eso. A nadie se le ocurre tampoco insultar a los manifestantes. Nadie les llama terroristas, ni alborotadores, nadie les considera una amenaza.
La democracia más antigua del mundo consagra el derecho a expresarse del pueblo soberano también ante las puertas del Parlamento. Con la democracia más poderosa sucede algo parecido. Los manifestantes contra el muro se agolpan ante la verja de la Casa Blanca. Con banderas, con pancartas, chillan, cantan, encienden velas, cuelgan mensajes de la alambrada. Ni siquiera Donald Trump les llama terroristas. Ni siquiera él pide que los desalojen a porrazos.
¡Qué rara es la piel de los españoles! La tenemos tan fina que consideramos que los gritos en la calle amenazan la dignidad de las instituciones. La tenemos tan gorda que aceptamos a los ultraderechistas en la mesa de una cámara parlamentaria. Y hasta consentimos que se quejen de los gritos de quienes se manifiestan contra ellos.