Una de las ideas más comúnmente expuestas en el entorno progresista es aquella que, mediante un conjunto de frases muy parecidas, viene a expresar con indignación el hecho de que la izquierda nunca se pone de acuerdo para lograr sus objetivos, en contraposición, eso sí, con los partidos de derechas que siempre logran lo que se proponen

En ese sentido, estudiar y tratar de dar respuesta a esta cuestión es fundamental para superar sus limitaciones y, sobre todo, no caer en la frustración a la hora de construir el espacio transformador al que aspira la izquierda.


Decir que la izquierda nunca se pone de acuerdo pero que, en cambio, la derecha siempre lo hace, es un concepto aplicado, a través de diferentes fórmulas, en debates y discusiones que analizan las estrategias de los partidos/organizaciones y sus resultados electorales rara vez positivos. En este tipo de razonamiento, del cual se desprende que el fracaso de los proyectos de la izquierda estarían motivados únicamente por la falta de unidad, obvia por completo el contexto socioeconómico que contamina lo que hoy nos atrevemos a considerar como izquierda.

Para empezar, poco o nada se habla en los círculos políticos y académicos –desde la más humilde asamblea de pueblo hasta el más pomposo acto electoral– sobre la incidencia que tiene en la izquierda el triunfo de la globalización occidental y su base ideológica posmoderna. Y es que, los valores de este modelo socioeconómico, han roto por completo las bases y principios sobre los que se sustentaba la clase trabajadora al mostrar, mediante multitud de cachivaches y empleos mal remunerados, que la utopía del consumo está al alcance de cualquiera pues, tras muchos siglos de escuchar promesas de progreso y abundancia, resulta que es tangible.

Esta suculenta explosión de bienes y servicios ha supuesto un shock tan grande en el ser humano que le impide ver cuán atrapado está en sus múltiples contradicciones como, por ejemplo, la de aspirar a ocupar un lugar de prestigio en la sociedad opulenta cuando, en realidad y según datos de sus propios organismos económicos, el número de personas excluidas aumenta exponencialmente al ritmo que lo hace las diferencias entre ricos y pobres.

No obstante, la virtud del capitalismo reside en el hecho de haber construido un discurso optimista que muestra este modelo social, económico y político como el culmen civilizatorio humano, como el futuro hecho presente. Ya no hace falta pensar, estudiar o teorizar desde una perspectiva crítica e independiente para construir, por qué no, nuevas utopías. Lo suyo es vivir conectado a esta wave de “ocio creativo” y dejarse llevar por el all right!

Es por ello que, el principal hándicap de la izquierda parte del hecho de tener que ir en sentido contrario al optimismo de esta posmoderna sociedad. Un esfuerzo que va de lo meramente discursivo a lo práctico y personal, pues sus miembros, que también arrastran un sinfín de contradicciones (hábitos y formas de relacionarse con el medio y la sociedad), deben superarlas para dejar atrás todo –o parte– de lo que los convierte en miembros de la sociedad de consumo. Una superación que no llega por revelación divina, simple predisposición, espíritu rebelde o carnet de un partido, sino que, más bien, es un costoso trabajo intelectual y reflexivo de carácter continuo.

Empero, en el campo de la izquierda –o ese amplio espectro al que nos atrevemos a considerar popularmente como tal–, nos encontramos que gran parte de sus miembros se muestran incapaces, bien por desconocimiento o por puro egoísmo, de superar esas contradicciones. Ello da lugar a un tipo de militante incapaz de ver el conjunto y de entender que es posible otro modelo al margen del de la economía de mercado.

De manera que, cuando llega un conflicto socioeconómico en el que hay que tomar una decisión contra el capital, afloran variopintas e inesperadas posiciones que no versan sobre qué estrategia llevar a cabo (pensar en reforma o revolución está a años luz del pensamiento colectivo de la izquierda presente), sino, más bien, de por qué se deben oponer a todo lo que la globalización occidental representa como, por ejemplo, la construcción de complejos turísticos, aeropuertos, urbanizaciones, centros comerciales, parques de atracciones, puertos deportivos, circuitos de fórmula (entre toda clase de atrocidades especulativas), que dicen generar empleo y riqueza.

Este maremágnum de posicionamientos, en la llamada izquierda, se ve reflejado en los conflictos que habitualmente tiene lugar en los partidos políticos y que, a la postre, generan facciones que derivan en nuevas organizaciones políticas. Otras veces, posiblemente la mayoría, las divisiones no son tan “profundas” y responden, simplemente, a viejas rencillas personales o ego.

El resultado es que, la mayoría de los miembros de la izquierda (que pasan del costoso trabajo intelectual y reflexivo de carácter continuo que se requiere para interpretar y dar respuestas), lo que demandan de dichas organizaciones no es una respuesta alternativa sino, más bien, una salida “progresista” a los problemas del sistema que les permita convivir en paz con sus contradicciones.

Frente a esta izquierda encontramos la clarividencia de los que desean mantener el statu quo, es decir, la derecha. Un grupo que vive con la tranquilidad de no tener que construir alternativa alguna –ya viven en su particular utopía– y tampoco buscar vericuetos políticos que limpien su conciencia progresista. Entonces, como de lo que se trata es de defender el sistema y gestionarlo, lo normal es que se encuentren cómodos compartiendo el espacio en unas pocas organizaciones que tienen fácil entendimiento entre ellas mismas.

La tendencia atomizadora de la izquierda es una cuestión puramente estructural porque sus miembros nunca llegan a desprenderse de todas las ataduras y contradicciones. En ese sentido, estos grupos o personas que se autodenominan de izquierdas, tienden a “superarlas” planteando, a cada problema del sistema, diferentes caminos que se ramifican formando partidos o yéndose a casa. Esta sectorización del ala progresista de la sociedad, que no contempla la existencia de una vía transformadora hacia otra utopía (básicamente porque ha abandonado la formación y el trabajo intelectual), es lo que impide que se produzca una suma efectiva como la que contemplamos en el bloque conservador.

Tan solo en momentos puntuales, en los que el régimen entra en crisis o se agrede de forma abrupta a la sociedad de consumo, los sectores progresistas alzan la voz y se organizan contra el sistema. No obstante, cuando dicha organización pasa de posturas progresistas a transformadoras, porque es la única vía para defender nuestros derechos, la “unidad” –o lo que sea eso–, tiende a fracturarse.

Que nadie de la izquierda transformadora desespere en sus ciudades o pueblos, partidos o sindicatos, asociaciones de vecinos o colectivos sociales. Ánimo y paciencia.

Daniel Martínez Castizo

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