Los cuidados como eje
La crisis financiera acarreó consigo el desmantelamiento paulatino del Estado de Bienestar, punto de inflexión en el que aún nos encontramos.
En 2021 siguen intentándonos convencer de que la privatización parcial o completa de los servicios públicos, el copago o los recortes son la única solución, para garantizar determinados servicios, en vez de establecer un sistema impositivo más justo, acompañado de una recaudación equitativa y adaptada al siglo XXI, que incorpore a su vez tasas a las tecnológicas, robotización o a la contaminación.
Todavía hoy, se cuestiona la sostenibilidad de las pensiones, los subsidios de desempleo, o incluso la sanidad y la educación públicas; si estos pilares de un estado social se han tambaleado y recortado en los últimos años, es evidente que los cuidados ni siquiera han sido contemplados como un Derecho Fundamental de la ciudadanía al que pueden acceder en sus diferentes formas según sus necesidades. Los cuidados son realmente transversales y afectan a la conciliación laboral, a la igualdad, a la precarización laboral, a la economía familiar, en resumen, a nuestro día a día y a nuestra calidad de vida.
Poner la vida en el centro es un mantra que repetimos desde muchos colectivos en los últimos años y, simplemente se trata de contemplar a los cuidados como un eje que nos afecta en toda la estructura de nuestro existir diario, seamos o no seamos conscientes de ello.
Cuando hablamos de acompañamiento, atención y cuidados no se trata de un discurso vacío, y se es consciente de las interrelaciones sociales y económicas. En la planificación de los cuidados subyacen implicaciones éticas complejas, ya sea a nivel estatal-organizativo o a nivel individual en el desempeño laboral. Su reconocimiento transversalmente, muestra la verdadera madurez de una sociedad-estado, o la incapacidad para asumir determinados roles que se invisibilizan desde el ámbito político práctico de manera consciente.
Nuestro país queda lejos de las iniciativas de nuestro entorno. Por ejemplo, en Francia, para el cuidado de los hijos e hijas, menores de 6 años, la administración complementa los pagos según la edad y los ingresos de la familia, permitiendo una profesionalización del sector (aunque leve) puesto que, por ejemplo, las personas “asistentes” deben estar registradas en el municipio, lo que sirve también como mecanismo de control del servicio. Este mismo recurso se pone a disposición para las personas mayores que necesitan atención domiciliaria. En un plano diferente, el educativo, existe una figura muy interesante, la del CPE (conseiller principal d’éducation), entre cuyas funciones está velar por el civismo en la comunidad educativa, hacer seguimiento pedagógico a nivel grupal e individual y ser enlace con las familias, entre otras competencias. Como aclaración, esta persona no es docente sino gestor y acompañante. Estas son sólo algunas iniciativas que pondrían de relieve la importancia de los cuidados en el seno de nuestra sociedad y solventarían carencias de nuestros servicios sociales, educativos y sanitarios hoy. La puesta en práctica de estas propuestas permitiría también una humanización de los cuidados, consecuencia de la paulatina profesionalización de todo el personal que tendría un mayor espacio para la empatía en sus tareas diarias y la inteligencia emocional.
La realidad que nos encontramos en nuestro país es muy diferente. En España, al no estar generalizado el sistema público de acceso a la educación de 0-3 años, conlleva que la atención a estos menores recaiga o bien, en la solvencia económica de los progenitores que pueden costearse un centro, o en la contratación de una persona externa a la familia con el consecuente coste (generalmente en el régimen de empleadas del hogar, que está totalmente precarizado y feminizado, cuando no, directamente, no se da de alta en la seguridad social a la trabajadora o se le cotizan menos horas de las que trabaja). El explotado se convierte a su vez en explotador en estos casos.
Si la familia no puede hacer frente a estos gastos, el peso de la tarea recaerá en el entorno más cercano, refugiándose en el voluntarismo de su comunidad, llamémosle abuelos y abuelas, o se optará por la reducción de jornada de alguno de sus miembros, y ya sabemos, que en la mayoría de los casos recae en la mujer 26.3% frente al 4.5% de los hombres según fuentes recientes del INE.
La geografía de los cuidados es mucho más extensa y afecta también a las personas mayores, todas conocemos las extensas listas de espera para los centros de día, residencias o asistencia en el hogar del tándem público-privado de las administraciones, incluso teniendo el interesado o la interesada en el servicio, diversidad funcional o agravantes como Alzheimer o demencia senil. Igual que con la atención de los más pequeños de la casa, ante la ausencia de un estado garante, que no asistencialista, ese acompañamiento tiende a externalizarse, a someter a la familia a unos pagos que no se pueden permitir o a, de nuevo, depender de la voluntad (obligada) y solidaridad del entorno, en su mayoría mujeres, cuando no, del ya mencionado precarizado servicio de las empleadas del hogar.
En el recorrido de la aclamante necesidad de un modelo social con eje vertebrador en los cuidados tenemos que mencionar a las personas con diversidad funcional y neurodivergencia que ven coartadas su independencia con el modelo meramente “asistencialista” presente hoy y para las que aún hoy, por ejemplo, no hay dispositivos efectivos en la sanidad (rehabilitación, fisioterapia…) sobre todo para las neurodivergentes, que permitan un acompañamiento psicológico y psiquiátrico efectivo y afectivo.
Las redes sociales reales y tangibles en nuestro país son las que nos han sustentado durante la crisis: las pensiones de los abuelos y abuelas que mantenían a toda su descendencia, o el apoyo de la familia directa y extensa, así como, de las amistades, y de los y las vecinas, en definitiva, de la comunidad, para ejercer los cuidados y/o costearlos. No obstante, debemos saber que esta cobertura social no es competencia de la propia comunidad, sino del Estado, que tiene que garantizar unas condiciones dignas de vida a sus ciudadanos y ciudadanas. Este despliegue de servicios es posible con una correcta inversión y gestión pública: generaría empleo de calidad si se profesionalizara el sector y mejoraran los regímenes laborales más precarios de los que participan los cuidados, como el de las empleadas de hogar.
Por otro lado, disminuirían determinados casos de depresión, ansiedad o estrés debido a las cargas mentales que conlleva la planificación de los cuidados. En el ámbito del trabajo, habría una mejora de la conciliación laboral, por descontado, de los índices medidores de la igualdad en su más amplia expresión, y una estabilización de la tasa de natalidad, aunque debemos contemplar, desde una perspectiva de sostenibilidad, en el decrecimiento de la población progresivo como objetivo de bien común.
Incluso el servicio sanitario se vería afectado si realmente hubiera una reorganización para incorporar los cuidados como eje en este ámbito, imaginemos una atención en la que la especialista tuviera realmente tiempo de atender a su paciente y acompañarlo/a, junto con el resto del personal sanitario, enfermería, personal auxiliar, profesionales tan necesarios y tan invisibles, y también tan feminizados (y cada vez más precarizados). Además, esa nueva estrategia de cuidados transversales conllevaría un servicio que proyectara amplificar la asistencia psicológica en la atención primaria y hospitalaria. La salud mental es la base para la salud física y tenemos que empezar a considerarlo así.
En el plano educativo, sería vital la incorporación de equipos de trabajo social multidisciplinar en los centros: especialistas en educación social e integración social, así como, personal específico en orientación; con horas reales de seguimiento y tareas diversificadas que permitan una gestión efectiva de la comunidad educativa en toda su complejidad y diversidad, peso que hoy recae en la figura incombustible y poco valorada del docente. Ese modelo se debería replicar también en la educación universitaria, donde actualmente la figura de un equipo de “orientación” es inexistente o residual para la orientación laboral, al igual que personal especialista en psicología, por no hablar de la inexistencia de trabajadores sociales en este ámbito, donde serían también indispensables.
Si volvemos al caso de la población de más de 65 años, con el aumento de la esperanza de vida, la refundación de los servicios de dependencia y acompañamiento es ineludible, y debemos caminar ahora, hacia una reestructuración que nos permita ser una sociedad preparada para los retos demográficos del siglo XXI, en la que los servicios de geriatría no incluyan sólo animación sociocultural, sino también, educación, entrenamiento etc.
Sin duda, en el siglo XXI viviremos una revolución de los cuidados en la que la administración pública tiene que erigirse como garante, para asegurar el acceso equitativo a los servicios que se precisen, pero antes de que esto ocurra tenemos que darle la importancia que realmente tienen, y no basta con agradecer el voluntarismo o la presencia de quiénes nos cuidan, tenemos que reconocer esta labor como primordial, pagarla consecuentemente, profesionalizarla como se merece para que no signifique desamparo, precarización, dependencia o desigualdad. Los cuidados tienen que dejar de ser invisibles y no ser un cómputo del PIB oculto, porque contribuyen al desarrollo social, y simplemente porque sin cuidados se para el mundo.
Miriam Sivianes Mendía. Graduada en Humanidades
Miembro de la Red EQUO