La decisión de Estrasburgo es una derrota más en una guerra que estamos perdiendo
La obsesión por el control migratorio ha contaminado cualquier otra política, también la de cooperación con África
La histeria antinmigración tiene un efecto similar al de los vertidos de petróleo en el mar. Los restos de chapapote pueden ser localizados lejos del lugar del accidente y sus consecuencias son percibidas durante años. Cuando, a mediados de la pasada década, España tuvo que hacer frente en solitario a un incremento de las llegadas de inmigrantes irregulares por la frontera Sur, el gobierno del presidente Zapatero echó mano de todas las herramientas a su alcance –presupuestarias, legales y semilegales– para bloquear las rutas del Estrecho y hacia Canarias. Esta ofensiva, que definió el futuro de las políticas migratorias de nuestro país, incluía las devoluciones en caliente que acaba de bendecir el Tribunal de Estrasburgo, pero también otras medidas como el uso de la ayuda al desarrollo como lubricante de los acuerdos de control y repatriación con los países africanos.
En aquel momento Europa levantó una ceja y protestó desinteresadamente. 15 años después, el conjunto de la Unión ha llevado a escala la experiencia española y ha convertido en regla lo que nunca debió ser más que una excepción.
La historia es conocida. En 2014-2015 los conflictos en Oriente Próximo y África provocaron el desplazamiento forzoso de millones de personas. Para Europa, la emergencia humanitaria desembocó en una crisis institucional auto-inducida y en un aparatoso fracaso del sistema europeo de acogida. El miedo contaminó las acciones de los Estados miembros mucho más allá de un cierre temporal de las fronteras y provocó una suerte de bomba política de racimo de la que no se ha salvado casi nada.
El sistema de asilo y refugio es hasta hoy mismo una víctima colateral de esta doctrina. Pero si creen que la decisión que ha tomado el Tribunal de Estrasburgo es un problema, échenle un vistazo a las consecuencias sobre el modelo europeo de cooperación internacional. Desde que se desencadenase la llamada “crisis de refugiados”, la ayuda al desarrollo fue puesta al servicio de una estrategia antinmigratoria en origen y en frontera. Los 6.000 millones de euros prometidos al cuestionado régimen de Erdogan a cambio de cerrar la ruta del Este fueron en su momento el ejemplo más sonado, pero el daño principal de esta lógica se ha hecho sentir en un lugar diferente: el continente africano.
El Fondo Fiduciario de Emergencia para África de la UE nació en 2015 para apuntalar la política europea de control migratorio. La pomposa retórica de la Cumbre de la Valeta hablaba de “abordar las causas raíz” de los desplazamientos procedentes del continente –tanto los forzosos como los voluntarios– y mejorar la coordinación en materia de protección y migración legal. La financiación para un período de cinco años sería de más de 4.000 millones de euros destinados a programas de desarrollo y fortalecimiento institucional.
En su interpretación más inocente, las aspiraciones de este fondo constituían un ejercicio de fantasía económica y política. Si algo sabemos de siglo y medio de migraciones masivas es que no emigra el que quiere, sino el que puede. De modo que la movilidad humana se intensifica cuando los individuos adquieren un nivel mínimo de capital económico y educativo. En otras palabras, el potencial éxito de estos programas de desarrollo incrementaría los flujos migratorios desde África hacia Europa, más que reducirlos.
En el caso del desplazamiento forzoso, hay que ser muy ingenuo o muy cínico para pensar que unos proyectitos aquí y allá van a poner fin a conflictos encostrados en la región africana desde hace décadas (y en los que la industria europea de defensa invierte generosamente).
Pero la ingenuidad no es uno de los defectos de los gobiernos de la UE, para los que la política migratoria tiene mucho más de realpolitik que de realismo mágico. Desde el minuto uno, los atemorizados líderes europeos vieron en estos fondos una eficaz herramienta de chantaje o soborno para garantizar la complicidad africana en su estrategia de cierre de fronteras. Y no se equivocaban, porque cinco años de existencia del Fondo Fiduciario para África han demostrado todo lo que un palo y una zanahoria pueden hacer para convertir unas rutas migratorias en un verdadero infierno en la tierra.
Un documento publicado hace pocos días por la ONG internacional Oxfam nos permite por primera vez comprender las magnitudes y orientación de este esfuerzo. A pesar de las mejoras introducidas en respuesta a las críticas del Tribunal de Cuentas Europeo, los 3.900 millones gastados hasta la primavera pasada a través de esta herramienta siguen reflejando mucho mejor las prioridades de los donantes que las de los países receptores. Decía Oxfam: “Nuestra investigación (…) revela que el gasto en Ayuda Oficial al Desarrollo está cada vez más atado al deseo de la UE por frenar la inmigración irregular y alcanzar acuerdos con los países africanos para la repatriación de sus nacionales”. Esta deriva aparece reflejada con crudeza en las reuniones del Consejo Estratégico del Fondo Fiduciario y en las condiciones impuestas a Estados paupérrimos como los del Sahel. La impudicia europea llega hasta el punto de introducir los retornos de emigrantes como indicadores de éxito de los programas de desarrollo. O de considerar espacio seguro a un Estado fallido como Libia.
Paradójicamente, el único vínculo entre cooperación y migraciones que podría tener verdadero impacto contra la pobreza africana es precisamente el que la UE ha decidido ignorar. En casi cinco años de programa, Europa ha gastado tan solo 56 millones de euros (1,5% del total de los fondos) en la promoción de vías legales y seguras de migración. Mientras nosotros jugamos a “ayudarles a no emigrar”, en 2018 las remesas multiplican por dos toda la ayuda destinada por los países ricos a África subsahariana.
Este fondo es una catástrofe ética y política. A menudo hace lo opuesto de lo que predica, y en casi todas las demás ocasiones consigue lo contrario de lo que persigue. Lo peor es que constituye una imagen ajustada de unas políticas migratorias en las que el miedo ha llevado a democracias liberales de alto standing a cruzar líneas rojas en todas las direcciones. No hay institución o política que no hayan quedado contaminadas por la obsesión del control de fronteras. La decisión del Tribunal de Estrasburgo es una derrota en un frente fundamental y sensible para España. Pero esta es solo una batalla de una guerra más amplia y que estamos perdiendo.
https://elpais.com/elpais/2020/02/13/3500_millones/1581603098_801985.html