Mi infancia y juventud, se desarrollaron en Atarfe, en lenguaje atarfeño, nacido y criado en Atarfe. Y aunque físicamente ausente, sigo ejerciendo y me siento orgulloso de ser atarfeño.

Pero con la nostalgia serena, madura y equilibrada que se obtiene con el paso de los años. Hay vivencias que siguen habitando en nuestra mente y nuestro espíritu, y curiosamente a medida que se acerca el final de la vida y comienza a cerrarse el círculo vital, se hacen más intensas, más luminosas. Rilke dijo que la patria de un hombre es la infancia. Y mi infancia y juventud, se desarrollaron en Atarfe, en lenguaje atarfeño, nacido y criado en Atarfe. Y aunque físicamente ausente, sigo ejerciendo y me siento orgulloso de ser atarfeño.

Por primera vez me asomo a este Mirador, y agradezco la confianza y la oportunidad que se me ofrece, para poder compartir con los atarfeños que lo lean, mis recuerdos y vivencias de un tiempo que aunque lejano, lo siento muy cerca. La mano del niño de ayer guía al hombre de hoy. Todo lo que narraré está escrito con el máximo de cariño y respeto, pido de antemano disculpas si alguien puede sentirse ofendido.

Toda historia tiene un principio y el mío comienza en la calle Máximo Prados-18 (hoy Gozálvez). Entonces la gente de mi generación, nacíamos en la casa asistidos por la comadrona María Leiva, los partos en los hospitales llegaron más tarde. Hasta la edad de 5 años, uno no recuerda nada de lo vivido, sólo algunas fotos. Después, por lo leído y contado sé del intenso terremoto que me pilló en brazos de mi abuela Emilia en el patio de casa y afortunadamente no hubo que lamentar ninguna desgracia personal y material.

Mis primeros recuerdos lúcidos son la calle donde vivía, entonces sin asfaltar. Recuerdo el polvo en verano y el barro cuando llovía. Las huellas de las ruedas de los carros con su yunta de bueyes. Recuerdo a mis tíos Pepe y Juan Varela entrando a los bueyes en casa y llevándolos a la cuadra o al tinao, los pesebres llenos de comida y el carro durmiendo en la puerta de la casa. Y me acuerdo los días de lluvia con las botas negras de goma yendo a la escuela. Creo recordar que con cuatro o cinco años, me llevaron a la escuela de párvulos, “la escuela de los cagones” se decía. Fueron mis primeras maestras, las hermanas Pilar y Adoración, hijas de D. Santiago. Tenían la escuela al lado de la de D. Octavio y allí aprendí los palotes y las primeras letras. Aparte de D. Octavio al que luego fui, recuerdo a los maestros de aquella época, D. Jesús, D. Onofre, D. Aurelio y Dª Anita que se encargaba de la formación de las niñas. Mi maestro fue D. Octavio durante muchos años hasta que pasé al Instituto. En recuerdo a su memoria y como homenaje por todo lo que me enseño, compuse el siguiente poema:

Lágrimas de tiza

que por la pizarra se derraman.

Lágrimas de tinta

que a las hojas blancas empapan.

Así los primeros números aprendí.

Así las primeras letras escribí.

Sobre un mapa y con el puntero,

aprendí a recorrer el país entero.

A lomos de Rocinante,

en monótonas y grises tardes,

caballero hidalgo me sentí.

Y el niño, como caballero andante,

cabalgando sobre fantasías, a leer aprendí.

Aun hoy, tan lejano en el tiempo,

a mi memoria viene el recuerdo

de aquellas tardes a la salida del colegio.

Tardes con sabor a pan y chocolate,

sabor a risas y juegos, en las eras o en la calle.

Sabor a frías tardes de invierno

leyendo tebeos a la sombra del brasero

donde se consumía lentamente mi tiempo.

Años de felicidad, ilusión e inocencia

perdidas, que el tiempo quemó en su hoguera.

Infancia, ¡alameda perdida en la Vega!

F.L Rajoy Varela

PAISANO ATARFEÑO QUE VIVE EN PALMA

Palma Marzo 2020

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