Escribo este artículo el 16 de marzo de 2020, en mi casa, situada en lo que siempre había sido lo mejor de lo mejor y ahora es lo peor de lo peor. Vivo en el Distrito Centro de la ciudad de Madrid y llevo tres días sin salir a la calle. Con esos datos, ya imaginarán ustedes cuánto la echo de menos.

Esta mañana me he fabricado una mascarilla con una servilleta de papel, dos gomas y una grapadora. Me la pondré mañana, cuando salga para ir al mercado. Cumplo todas las reglas. Salgo sola, espero mi turno, guardo las distancias, termino enseguida y, sin embargo, ir a la compra es mi pequeña fiesta diaria. Por eso voy a ponerme una mascarilla, no para defenderme, sino para tranquilizar a mis vecinos. Para disfrutar en paz de esos pocos minutos de mi vida de antes.

He reorganizado mis rutinas para sobrellevar el encierro lo mejor posible. Intento hacer al menos una hora de ejercicio al día. Salto a la comba cuando nadie me ve, porque no quiero que mi marido me grabe y cuelgue el vídeo en alguna parte, aunque salto bastante bien. Aparte de eso, subo escaleras corriendo y las bajo andando, que por lo visto es mejor para las rodillas. Y de vez en cuando, para mantener alto el ánimo, vuelvo a ver la prórroga del partido de mi Atleti en Liverpool, y esa entrevista de Morata con Juanma Castaño en la que Alvarito pronostica nuestro triunfo con tanta naturalidad. Eso no es ejercicio, pero cuenta. La alegría también es salud.

He tenido que renunciar a los largos paseos vespertinos por una ciudad que no recuerdo jamás tan vacía como ahora. Esos paseos siempre han sido mi momento favorito para pensar. En ningún momento, en ninguna parte pienso mejor que cuando voy andando por la calle, deprisa, sin mirar a los lados. Si esto dura mucho, a lo mejor me dedico a recorrer el pasillo de mi casa a buen ritmo, aunque la idea me da un poco de pena. No puedo sacar a pasear al perro porque no tengo perro. Tengo un gato muy guapo, muy bueno, muy mayor ya, al que mimo sin límite cuando le da la gana de venir a buscarme.

Todos los días les pregunto a mis hijos cómo están y, de momento, todos los días me responden que muy bien. Procuro que no se note que su salud me preocupa más que la mía aunque parezca absurdo. Me repito que son jóvenes, que están sanos, que tienen mucha más fuerza, más anticuerpos y de mejor calidad que los míos, pero eso no disminuye mi preocupación. Aparte de esa ronda diaria, tengo el móvil en silencio y boca abajo casi todo el tiempo. No me gusta hablar por teléfono y estoy empezando a odiar las redes en general.

A cambio leo mucho, todo lo que puedo. Esa es la mayor felicidad de unos días que, sin libros, serían insoportablemente iguales. Estoy liquidando mis lecturas atrasadas a la máxima velocidad posible, para ver si me da tiempo a releer las Novelas ejemplares de Cervantes, todas seguidas, antes de que acabe el estado de alarma. También veo series de televisión, pero sólo por la noche, porque todas se acaban pareciendo y yo adivinando quién es el asesino antes de tiempo. He renunciado a ponerme al día con el correo electrónico, porque el aspecto de mi bandeja de entrada me deprime. Todas las convocatorias de aplausos y homenajes que me ahorro por no mirar el teléfono me llegan por correo. Es asombrosa la capacidad que tiene la gente para arruinar una buena idea —cinco minutos de aplausos diarios—multiplicándola sin sentido hasta la saciedad, y nunca mejor dicho.

Me pregunto en qué situación estaremos dentro de quince días, cuando ustedes lean este artículo. No creo en los milagros, así que, si tuviera que apostar dinero, me lo jugaría a que seguimos en una situación parecida. Sólo parecida, porque estaremos mucho más cansados, pero también más acostumbrados a lo que hoy nos parece intolerable. Mis expectativas son modestas. Espero seguir cabiendo en mis pantalones y que se me hayan pasado las agujetas, aunque no soy capaz de calcular cuántas mascarillas caseras habré tenido que fabricar.

De lo único que estoy segura es de que vamos a salir de esta. Como desde hace tiempo escribo sobre el pasado, he tenido que renunciar a los finales felices. Pero quiero apostar por la felicidad futura, porque la necesitamos. Y nos la merecemos.

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