22 noviembre 2024

El autor teme que de tanto hablar de nosotros, de lo que nos ocurre y de las consecuencias que el virus tiene y tendrá, nos olvidemos de aquellos a quienes no vemos, de los que han desaparecido de la actualidad informativa. Para ellos ha creado esta campaña

La pandemia ha traído consigo muchos cambios en nuestras rutinas, algunos han llegado para quedarse, avanzándonos un futuro que creíamos lejano, otros desaparecerán poco a poco hasta ser solo el recuerdo de un extraño periodo.

Se ha hablado mucho de la corriente de generosidad que hemos desarrollado como un mecanismo para protegernos y proteger a los demás, una especie de anticuerpo en forma de empatía. Y es cierto que, por primera vez, sociedades que tradicionalmente han sido donantes, ayudantes, se han convertido en beneficiarias, ayudadas, lo que ha permitido que muchos descubran la verdadera dimensión y el valor de un gesto que debería regir siempre nuestras vidas.

Por primera vez en mucho tiempo, hemos estado algo más cerca de sentir lo que millones de personas sienten cada día: la imposibilidad de acceder a un diagnóstico y un tratamiento, la desprotección frente a un enemigo mortal, la incertidumbre del futuro, el tedio, la ausencia de afectos y, sobre todo, la falta de libertad.

Me asusta que esta capacidad de empatizar con los demás que hemos desarrollado esté ligada exclusivamente a una circunstancia y momento concretos, al miedo que provoca ver tambalearse el estado de bienestar de una sociedad, la nuestra, a la que creíamos invencible.

Cuando creé la campaña Pastillas contra el dolor ajeno sentí que por primera vez habíamos conseguido expresar ese sentimiento de dolor que debe provocarnos el sufrimiento de los demás, de aquellos a los que no conocemos, pero a los que estamos unidos por un vínculo ancestral e indestructible.

Empiezo a estar muy preocupado con el hecho de que hayamos decidido colocarnos a nosotros mismos en el foco de atención de esta crisis, mirarnos el ombligo y lamer nuestras heridas

Mi deseo era que el dolor ajeno doliera, incluso más que el propio, y aquellas pastillas intentaban ser la forma de vehiculizar ese deseo de ayuda, de dar respuesta al sentimiento que ha de provocar en todos nosotros la angustia de otros seres humanos.

Empiezo a estar muy preocupado con el hecho de que hayamos decidido colocarnos a nosotros mismos en el foco de atención de esta crisis, mirarnos el ombligo y lamer nuestras heridas mientras celebramos nuestra capacidad de resistencia, sin preguntarnos si otros lograrán resistir.

Que de tanto hablar de nosotros, de lo que nos ocurre y de las consecuencias que el virus tiene y tendrá, nos olvidemos de aquellos a quienes no vemos, de los que han desaparecido de la actualidad informativa y de nuestras vidas, de los que ya eran prácticamente invisibles antes de todo esto. Me angustia que el dolor ajeno deje de dolernos, porque estemos demasiado centrados en intentar curar solo el nuestro. Para millones de personas en el mundo, el coronavirus es la gota que desbordará un vaso ya repleto, una pesada piedra más en una mochila que ya era insoportable.

Los medios construyen una realidad limitada y monotemática, los políticos hablan de compatriotas a los que proteger, de homenajes de Estado para honrar a los muertos, solo a los nuestros, y la población se enzarza en discutir que pequeño territorio está más a salvo, quién logrará alcanzar antes la nueva vieja normalidad, o peor, sintiendo alivio ante el hecho de que otros nos superen en número de casos.

Sin darnos cuenta, empequeñecemos nuestro mundo hasta convertirlo en un espejo en el que solo podemos contemplar nuestro reflejo, dejando fuera todo lo que demás. Si antes resultaba difícil sensibilizar a la sociedad sobre los grandes dramas humanitarios que acontecen en el mundo, hoy, dicha tarea, se convierte casi en imposible. La sociedad está demasiado centrada en hablar de sus heridas, como para prestar atención a las de otros.

Si creen que el coronavirus es letal, no se imaginan los estragos que es capaz de hacer la pobreza, de la mano del peor virus de todos: la indiferencia

Ya nadie habla de la necesidad de luchar por erradicar una pobreza galopante, los 70,8 millones de refugiados y desplazados en el mundo no tienen cabida en el nuestro, y la tragedia que se cierne sobre muchos países y sus poblaciones, no soporta el pulso ante problemas formulados en primera persona.

Frente al hecho terrible de haber apartado de nuestras vidas todo lo que no nos atañe de forma directa, todo lo que no sea el dolor propio, el discurso de la mayoría de organizaciones me resulta tibio, cuando no inexistente, como si no quisieran molestar, como si hablar de los otros, precisamente ahora, fuera un gesto de mala educación que pueda pasar factura.

El problema es que para millones de personas invisibles, estas organizaciones son su única ventana hacia nosotros, y nosotros, su única esperanza. Si creen que el coronavirus es letal, no se imaginan los estragos que es capaz de hacer la pobreza, de la mano del peor virus de todos: la indiferencia.

Ahora que vamos pasando de fase como quién pasa de curso, que empezamos a lograr volver a ser lo que fuimos, recuerden que el mundo en el que vivimos es mucho más grande que aquel que hemos confinado durante semanas, que allá fuera hay millones de personas que nos necesitan, y que solos, no resistirán.

Esta pieza audiovisual que lanzo de la mano de ONG Rescate, como un mensaje en una botella, quiere ser una forma de recordarnos ese mundo que un presente arrollador se ha llevado por delante, un golpe en ese espejo que solo proyecta nuestra imagen. No tengan reparos en sentir ese punzante dolor ajeno que solo alivia ayudar a los demás. Ese dolor se llama empatía y es lo que nos convierte en seres humanos. Disculpen la osadía.

Jorge Martínez

https://elpais.com/elpais/2020/05/19/planeta_futuro/1589882310_769353.html