En una de las recientes colaboraciones en estas mismas páginas de IDEAL EN CLASE del excelente maestro y mejor inspector de educación, Francisco Olvera López –al que tuve la enorme satisfacción de conocer en el ejercicio de su labor profesional y la suerte de contar desde entonces con su amistad– nos regala una breve exposición, en formato audiovisual, en la que desgrana las ideas fundamentales que él sigue teniendo sobre educación.

Lo hace, llegado el momento preciso de su jubilación, bajo el magnífico título de: “La escuela que sueño y quiero”. Un vídeo, altamente recomendable, en el que resume, a mi juicio de modo muy didáctico y acertado, los principios básicos sobre los que debería descansar la escuela del futuro. Estos son: pública, laica, inclusiva, participativa, con un currículum integrado y que no se olvide nunca de las emociones y de los afectos.

Respecto a la primera de las ideas expuestas, Paco Olvera manifiesta la necesidad de que “la escuela tiene que ser pública, de todos y de todas, para todos y para todas”. Afirmación que corroboro totalmente y que me ha animado a ahondar en la génesis de la actual dicotomía existente entre la educación pública y la educación privada en España.

Obviamente, las clases acomodadas han defendido a lo largo de la historia una enseñanza diferenciada y exclusiva para sus vástagos. Una instrucción privilegiada (en su mayoría a cargo de la enseñanza privada confesional) que, acogiéndonos a la función ideológica de la educación, vendría a perpetuar las estructuras de poder establecidas. Por ello, la conquista del derecho a la educación para las clases sociales más desfavorecidas no fue nada fácil, ni rápido. Así, desde siempre, podemos encontrar las sangrantes cifras de exclusión y analfabetismo que han venido atenazando a las clases populares; presas de las acuciantes y perentorias necesidades que sufrían y que les impedían su acceso. Y todo ello, dentro de una enseñanza pública caracterizada por la precariedad e insuficiencia de medios.

En España, no será hasta bien entrado el siglo XX cuando, por fin, encontremos algunos tímidos avances en la mejora y democratización de la enseñanza –ya lo pudimos ver con el pago a los maestros–. Si bien, el verdadero impulso modernizador de la escuela pública se acometerá durante el periodo de la II República. Breve y esperanzador paréntesis que se verá truncado por el golpe de Estado que dará inicio a la Guerra Civil. Después llegará, otra vez, el vacío más absoluto en la enseñanza estatal y únicamente las congregaciones religiosas ofertarán sus servicios a quienes pudiesen costearlos (principalmente en ámbitos urbanos). La obligación del Estado en educación no se concretará realmente hasta la Constitución de 1978, aunque, ya antes, la Ley General de Educación (LGE), de 1970, habría establecido las bases de una red pública estatal –con la Educación General Básica (EGB)– que vendría a instituir la escolarización obligatoria hasta los 14 años.

Centros privados sostenidos con fondos públicos

En 1985, tres años después de la llegada del PSOE al poder, se promulgó la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE). Con la misma, si bien se apostaba por la escuela pública y ante la imposibilidad puntual del Estado para cubrir toda la enseñanza obligatoria (por la insuficiencia de centros públicos), se reguló la colaboración de la enseñanza privada. Quedaba inaugurada de este modo una triple y exitosa vertiente escolar: pública, privada subvencionada y privada que renunciaba voluntariamente a las ayudas para seguir con su total autonomía e idearios. Una educación privada concertada que, en pocos años, pasará de una posición complementaria de la escuela pública a convertirse en el modelo y pilar ideológico de la derecha en educación: los “centros privados sostenidos con fondos públicos”. Amparado en ello, y dentro de una política general de privatización de los servicios públicos, experimentará un crecimiento vertiginoso. Hasta llegar a nuestros días, en los que prácticamente toda la enseñanza privada ya se encuentra concertada. Una situación que, además, viene acompañada, año tras año, de una fuerte reducción de unidades escolares públicas. Unidades que se pierden y cierran a favor de la privada –incluso alentado desde ciertas administraciones, como, en estos momentos, la andaluza–. Así, encontramos el dato preocupante de que en la ciudad de Granada, por ejemplo, la proporción entre la red pública y la privada concertada es ya del 40% y 60%, respectivamente. Sin olvidar la altísima correlación existente entre el nivel de renta y el tipo de escolaridad elegida.

Para el mantenimiento e incremento de la educación privada concertada, como mecanismo diferenciador, siempre se esgrimirá la libertad de enseñanza, recogido en el artículo 27 de la Constitución. Unos principios, estos de creación y libre elección de centros, que en ningún caso vendrán a justificar que las opciones privadas tengan que ser financiadas con fondos públicos. Más aún existiendo un sistema educativo público que pueda prestarlo. Todo ello, además, en un Estado aconfesional en el que la escuela privada concertada, en general, promueve unos valores religiosos –legítimos, sin duda, pero que no deberían ser subvencionados con dinero público–.

Un sistema educativo en el que, una vez superada aquella etapa transitoria iniciada a mediados de los años ochenta, los colegios privados podrían seguir existiendo. Faltaría más. Pero, no así los centros privados concertados, que ya no deberían ser una necesidad real. Sobre todo si los más de 6.000 millones de euros anuales, con que se subvenciona a la misma en nuestro país, se hubieran destinado a la construcción de colegios públicos suficientes y, junto a ello, si se hubiera seguido una progresiva rescisión de los conciertos. Que podría haber venido acompañada de sus respectivas propuestas de integración en la red pública –junto con la de sus trabajadores–. Una educación pública que, de haber contado además con una adecuada respuesta legislativa y un justo reconocimiento presupuestario, hoy podría ofrecer, sin lugar a dudas, unas condiciones muy dignas y una respuesta óptima de calidad para todos. Y siempre dentro de un sistema educativo que, hoy por hoy, es el mejor garante de la igualdad para todos los alumnos y alumnas; una escuela pública que nos nivela a todos en las mismas oportunidades y necesidades. No solo en función del nivel socio-económico, que podría entenderse como privilegio.

Pérdida de líneas en la enseñanza pública

Por todo ello, en mi opinión, frente a la continua pérdida de líneas en la enseñanza pública (especialmente en las ciudades medianas y grandes), se debe fortalecer todo lo posible lo que es público, lo que es de todos. Sin atender a la obstinada hipocresía de las voces que lo vilipendian interesada y tramposamente, buscando el abandono de la escuela pública o en todo caso de relegarlo a una función claramente subsidiaria y marginal. Una escuela pública que, apoyada en el prestigio de sus profesionales, debe ser un garante de la igualdad de oportunidades y un modelo fructífero de cohesión social. Una escuela que, no lo olvidemos, siempre será un fiel reflejo de la sociedad en la que se cree y por la que se apuesta. En una sociedad democrática debería ser: gratuita, garante de la igualdad y de la libertad, de la convivencia y de la integración. Una tarea necesaria e imprescindible que no se puede delegar. De interés público.

Llegado a este punto, tal como han puesto de manifiesto el irregular curso pasado y la incierta vuelta al cole del presente, reiteraremos que la escuela pública sigue adoleciendo de una importante falta de recursos. Han sido demasiados años de desidia institucional y de falta de inversiones reales que, ahora, la crisis sanitaria ha dejado al descubierto. Así, hemos podido constatar como, en la apuesta por la necesaria presencialidad de la enseñanza, los colegios públicos se han visto obligados a acometer por su cuenta todo tipo de actuaciones urgentes para tratar de garantizar las mínimas medidas de seguridad posibles. Pero, lastrados ante la imposibilidad de acondicionar sus espacios; por no disponer (en muchos casos) de un mobiliario adecuado, sin reducción efectiva de la ratio de alumnos por clase, sin el consiguiente refuerzo de profesores y sin una dotación de recursos tecnológicos, económicos y materiales adecuados. Dificultades que los colegios privados, a pesar de verse igualmente afectados por las mismas circunstancias, han podido afrontar con otro tipo de actuaciones e inversiones. Dualidad entre enseñanza pública y enseñanza privada que, nuevamente, vuelve a quedar en entredicho a favor de la segunda. Triste realidad que clama de una actuación decidida de toda la comunidad educativa.

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Jesús Fernández Osorio

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