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Doscientos años, ese es el tiempo que Naciones Unidas considera en su informe The world women report, que tardaremos en alcanzar la Igualdad.Estamos de enhorabuena. Hace cinco años se consideraba que la Igualdad sería conquistada en quinientos años. Ahora, en doscientos. Es decir, en cinco años hemos restado trescientos a ese periodo, lo cual significa que los doscientos años que aún nos quedan podemos finiquitarlos en unos tres años y medio, más o menos. Si todo va bien, para el 2020, dejando un cierto margen para imprevistos, tendremos la Igualdad real.

Puede parecer una quimera o un delirio, pero no tiene por qué ser así, aunque también es cierto que es complicado que lo logremos. La Igualdad no se ha alcanzado aún porque no se quiere conseguir, así de claro. Y no se quiere lograr porque la desigualdad no es un destino indeseado al que nos ha arrastrado la deriva del tiempo, sino el lugar hasta donde han remado de manera decidida la mayoría de los hombres para obtener una posición llena de privilegios y beneficios.

La propia estrategia en esa construcción social jerarquizada sobre la desigualdad y las resistencias a renunciar a esa injusticia, demuestran la intención y la voluntad que hay detrás de esa forma de organizar la convivencia que ha tenido la cultura patriarcal. Si hubiera sido un error o un accidente, una vez puestas de manifiesto las graves consecuencias de la desigualdad, todo el mundo, mujeres y hombres, se habrían puesto a solucionar el problema. Pero esto no ha ocurrido, y muchos hombres aún se resisten y se sienten atacados cuando se habla de Igualdad.

Esa estrategia de la desigualdad ha contado con dos grandes pilares. Por un lado, la naturalización de los roles y funciones de hombres y mujeres, y con ellos, de los tiempos y espacios para unos y otras, a partir de determinados elementos biológicos y fisiológicos elegidos de manera interesada; fundamentalmente, la fuerza y la razón en los hombres, y la maternidad y el afecto en las mujeres. Y por otro, el uso de la violencia como mecanismo de control, bien de forma directa a través de agresiones de todo tipo, o bien por medio de las consecuencias individuales y sociales que sufren las mujeres en caso de no seguir el modelo establecido para ellas. Ahí es donde la amenaza y el control social que señala a las malas mujeres han jugado un papel clave para la perpetuación del orden dado a través de los siglos.

La naturalización lleva a lo común, lo común a lo largo del tiempo se hace habitual, y lo habitual sobre lo común se convierte en costumbre y tradición, las cuales se viven en cada momento puntual como normalidad. Al final, como se puede ver, la asignación interesada e injusta de roles, tiempos y espacios a hombres y mujeres se convierte en lo normal, y el uso de la violencia para su control se presenta como un instrumento necesario y, por tanto, adecuado para el objetivo de mantener el orden.

Esto es lo que muestran las estadísticas sobre violencia de género y lo que aparece como parte de nuestra sociedad. Por ejemplo, el Eurobarómetro refleja que un 3% de la población de la UE entiende que la violencia contra las mujeres es aceptable en algunas ocasiones; y la cultura machista aún está tan presente que logra mantener sus ideas y valores entre la juventud, hasta el punto de que el 30% de la gente joven manifiesta que cuando una mujer sufre violencia por parte de su pareja es porque ella habrá hecho algo (Centro Reina Sofía, 2015).

El informe de Naciones Unidas The world women report refleja a la perfección la realidad actual en sus datos.

De los 194 países que integran Naciones Unidas sólo hay 19 con mujeres como máximas responsables políticas. En el total de Ministerios, las mujeres ministras son el 18%, y en los Parlamentos suponen el 22%. Ningún país del mundo cuenta con el 50% de mujeres en puestos directivos de grandes empresas y en el alto funcionariado.

En relación con el trabajo, sólo el 50% de las mujeres en edad de trabajar está integrado en la fuerza laboral, mientras que los hombres lo están en el 70%, y aun así, las mujeres ganan entre un 10 y un 30% menos que los hombres. A cambio, las mujeres emplean tres horas más que los hombres cada día en las tareas domésticas y en el cuidado de la familia y, además, el 75% de las familias monoparentales con hijos e hijas lo forman madres solteras.

Y si todo ello fuera poco, el informe de Naciones Unidas recoge que el 33% de las mujeres de todo el mundo ha sido víctima de violencia física o sexual por parte de hombres, que 125 millones de mujeres y niñas han sufrido mutilación genital, y que el 66% de los homicidios de mujeres son llevados a cabo por hombres en el contexto de las relaciones de pareja y familiares. Y todo ello ocurre sin que el 60% de las mujeres que vive esa violencia la denuncien.

La Igualdad no es una opción. Es uno de los Derechos Humanos y debemos exigir más medios para alcanzarla, y más medidas contra quienes lo impiden. La vida de las mujeres y la convivencia social en paz no pueden esperar, ni son objeto de negociación.

Además de esos datos, también hay que tener en cuenta el impacto y la vulnerabilidad que produce en las mujeres la mayor tasa de analfabetismo, pobreza, las limitaciones y dificultades para acceder a la educación, a la cultura, a la información, a las tecnologías…

El machismo duele mucho, pero duele en el cuerpo de las mujeres que previamente se ha encargado de silenciar e invisibilizar, y en la injusticia social que ha creado a través de desigualdades que benefician a los hombres, que se aprovechan de ellas.

Si hacemos la lectura del informe de Naciones Unidas en sentido contrario, el resultado es muy gráfico: los hombres están en el poder político, empresarial, económico y financiero; tienen más trabajo, autonomía, dinero y status; disponen de más tiempo para decidir qué hacer y qué no hacer con él, cuentan con menos cargas familiares y domésticas, sufren menos violencia en los contextos de relación y familia, y no son víctimas de mutilaciones genitales que les impidan vivir su sexualidad con plenitud, ni ser cuestionados y rechazados si no las llevan a cabo.

¿Alguien cree todavía que la desigualdad es un accidente, y un error o inconsciencia que el machismo y el posmachismo se resistan a la Igualdad?

La inocencia acabó en el neolítico. A partir de ahí, todo es interés y responsabilidad de quienes defienden la desigualdad como orden sobre el que organizar la convivencia.

Desde que el feminismo comenzó a luchar y a trabajar por la Igualdad, el planeta ha avanzado decididamente hacia ella, y cada vez a más ritmo. En los últimos cinco años le hemos arrebatado trescientos al almanaque de la desigualdad. Aún quedan doscientos que conquistar según el informe comentado de Naciones Unidas, pero todos esos años pueden quedar reducidos a tres o cuatro si hay voluntad política e implicación personal para restarle minutos al horario impuesto de esos días grises que giran alrededor de las referencias masculinas. Hace ya muchos siglos se logró que admitieran que la Tierra no era el centro del Universo. En cambio, aún no se ha conseguido que acepten que los hombres no son el centro de la cultura y la organización social.

El machismo lo sabe y no va a poner fácil el camino por este trayecto final hacia la Igualdad. Por eso, sin haber renunciado nunca a sus manifestaciones más directas y objetivas, ha elaborado nuevas estrategias, como el posmachismo, para impedir perder el tiempo y el espacio que a lo largo de la historia y en cualquier rincón del planeta le ha robado a las mujeres y a la Igualdad.

La Igualdad real está a la vuelta de la esquina, justo al lado donde espera el machismo para impedirlo. La Igualdad no es una opción. Es uno de los Derechos Humanos y debemos exigir más medios para alcanzarla, y más medidas contra quienes lo impiden. La vida de las mujeres y la convivencia social en paz no pueden esperar, ni son objeto de negociación. Lo primero, la Igualdad.

Este post fue publicado originalmente en el blog del autor

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