El 20 de enero de 1654 se bautizaba en la iglesia de San Ildefonso de Granada una niña que, según consta en el archivo parroquial, era hija de los honrados tejedores, habitantes en aquel barrio, Juan de la Rosa y María Liñán, y a la que, por indicación de los padrinos, se le puso por nombre María Catalina.

Yendo mal sus padres en el oficio, tuvieron que trasladarse al inmediato pueblo de Atarfe, dedicándose a la labranza de unas tierras que les dieron en arrendamiento. Allí fue creciendo en años su hija, cuya belleza era también cada vez más deslumbradora.
 
Siéndole imposible subsistir en aquel pequeño lugar por la escasez de recursos de sus padres, vino a Granada para procurarse con su trabajo lo que estos no podían proporcionarle. Entró a servir en casa de unos honrados comerciantes, y allí hubiera continuado largo tiempo si la desgracia no la hubiera perseguido desde la llegada a la ciudad.Por el pueblo no volvió más la joven María Catalina. En cambio, sus paisanos la vieron a los dos años luciendo por las calles de Granada trajes y adornos de un deslumbrador, conquistados solo a costa de la honra.
 
Las murmuraciones comenzaron en Atarfe. El buen párroco Mateo García Melgarejo tuvo que calmarlos más de una vez, y los pobres padres de la infeliz muchacha murieron bien pronto de pesar, no pudiendo resistir las continuas noticias que diariamente recibían de la conducta de su hija.
 
Un honrado labrador, Pedro Jiménez, prometido esposo de María Catalina, desapareció también de su casa, avergonzado de la conducta de la que iba a ser su esposa.De vez en cuando se recibían en la parroquia anónimos donativos con la sola recomendación de pedir a Dios por un alma que estaba en pecado. Pasaron seis años de estos sucesos. De pronto los pastores de Sierra Elvira notaron que una cueva se hallaba habitada por un anacoreta con el rostro cubierto. Vivía en espantosa soledad, e infundía tal respeto a todos los del pueblo que de continuo iba a consultarle en todas sus aflicciones.A la puerta de la misma gruta había plantados unos sarmientos. Con sus lágrimas pretendía regarlos, diciendo que el día que florecieran estaría salvada su alma, que hasta entonces permanecía en pecado.El párroco, don Mateo, conferenció con el anacoreta, y es lo cierto que conmovido por su confesión ponía siempre como ejemplo de arrepentimiento sincero el del solitario de la Sierra de Elvira.
 
Pasó algún tiempo, y un cierto día, avisado por un pastorcillo, llegó a la gruta nuestro párroco, y una vez que confesó a la penitente, volvió al pueblo por el Viático, y todo el vecindario lo acompañó a tan solemne acto. En el camino se les incorporó todos los que encontraron, entre ellos un pobre fraile mendicante, que acertaba a atravesar la sierra. Llegaron a la gruta, y observaron floridos y hermosos los sarmientos plantados en la puerta.
 
El solitario tuvo que descubrirse, y ante la expectación de todo el pueblo y del fraile, que no era otro que el desaparecido hacía tiempo Pedro Jiménez, se vio que el tosco sayal y el capuchón ocultaban a la pobre María Catalina, que durante siete años había expiado sus faltas en aquella cueva.
 
Murió la penitente en loor de santidad, no sin antes haber obtenido por petición suya el perdón de Pedro y de todo el pueblo. Desde entonces a quien acierte a atravesar la sierra, le enseñarán con gran respeto la que todavía llaman “la cueva del solitario”.
 
(Del libro Tradiciones de Granada, de Francisco de Paula Valladar y Valdivia.)
Fotografía de la plaza de San Miguel o del Álamo Gordo, cortesía de Antonio Sánchez.
 
Curiosidades elvirenses.
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