Las recomendaciones literarias de nuestros críticos esta semana
Zoshchenko no fue un escritor soviético sino un escritor en la sociedad soviética. No es lo mismo. Y no es que comulgase o dejase de comulgar con las ideas estalinistas, sino que no podía evitar reírse. Les ha pasado a Cervantes, a Rabelais, al Arcipreste de Hita. El teórico Bajtin, también ruso-soviético, magnificó esa risa como característica de la literatura resistente.
Por Miguel Arnas Coronado
Tal cosa le costó un disgusto porque a partir de ciertas publicaciones en revistas lo expulsaron de la Asociación de Escritores oficial y le impidieron publicar más. Estos cuentos sentimentales se fijan en la realidad, la narran. Eso era lo que, teóricamente, exigían las autoridades, pero también demandaban que esa realidad fuera bonita y alentadora para unas gentes que habían sufrido una modificación radical de su vida y sociedad pero no salían de la miseria, tanto física como muy a menudo, mental. Murió poco después del fallecimiento de Stalin, de modo que apenas le dio tiempo de gozar de la muy reducida apertura que se produjo con su sucesión.
Sus personajes se proletarizan. Y eso no está mal, solo que no por tal cosa mejoran en ningún aspecto. Hay dos músicos que, obsesionados con los cambios sociales, pierden sus empleos y se ven obligados, cuando lo consiguen, a trabajar con sus manos. Hay un aristócrata desinteresado de sus bienes que acaba trabajando de enterrador. A los protagonistas no les llega el sueldo a fin de mes. Sus personajes fracasan en lo amoroso, precisamente a causa de lo escasamente remunerados que son los trabajos. Hay realidad, sí, lo que no hay es optimismo porque no había motivo para él. Y ese pesimismo es tratado con un humor tan fino que la prosa arranca sonrisas y hasta ternura, no carcajadas crueles.
Heredó de Gógol, por supuesto, y de Chéjov, pero también, seguro, de Bulgákov. Es tradición en la literatura rusa esa broma sobre la realidad, y se mantuvo en la época soviética. La edición muy correcta y la traducción impecable del muy granadino Rafael Guzmán Tirado, incluso en los fragmentos en los que el ruso jugó con el lenguaje, traen a este autor, desconocido en España, a las bibliotecas más selectas y a los lectores más exigentes.
Por José María García Linares
Escribía Wislawa Szymbroska sobre el estremecimiento cuando dijo «Creo en el hombre que hará el descubrimiento. / Creo en el terror del hombre que hará el descubrimiento». Lo que estaba haciendo Szymbroska no era otra cosa que hablar sobre la verdad, sobre una verdad a la que sólo es posible acceder a través de la indagación y el desvelamiento del sentido. No es ninguna novedad sostener que la batalla por esa verdad se da siempre en el discurso, en la construcción y confrontación de diferentes relatos que pugnan por una victoria aplastante cueste lo que cueste.
Se trataría de un doble movimiento, porque a la vez que se combate también se resiste, sobre todo cuando la voz del mercado y su verdad apenas deja respirar cualquier otra visión del mundo. Por eso Isabel Pérez Montalbán en ‘Vikinga’ cita junto a la palabra de Szymbroska los versos de Ana Rossetti: «Y resistes. A mitad de camino, resistes con la poca / convicción de las víctimas, con la inmovilidad / de las víctimas. Con su pasmo».
Pérez Montalbán sorprende con el texto más autobiográfico de los hasta ahora publicados. Justifica incluso el título del mismo: «Los Vikingos es una zona pobre, obrera y marginal […] en la que yo nací». Además, advierte desde el principio de que ha necesitado incorporar anotaciones a los poemas «en relación con referencias socioculturales e históricas». En ambos casos nos encontramos ante anclajes vitales que dan sentido a toda la propuesta lírica del texto y que evitan la desorientación o el naufragio.
Si a lo largo de los siglos el debate literario ha estado entre lo que se dice y el cómo se dice, la clave de la poética de Pérez Montalbán está en el lugar desde el que se escribe, la posición ideológica desde la que se dice, de ahí que nos encontremos ante una de las escrituras más incómodas del panorama poético español. Y no es una incomodidad por la temática, sino porque pone en cuestión la mirada canónica y acomodada de gran parte de la poesía española que ha olvidado que la literatura es radicalmente histórica y, sobre todo, un discurso ideológico. Por eso en algunos poemas la voz lírica asegura que «Ya no quiero metáforas, metonimias ni símiles, / ni poetas de patio de butacas». «Y es todo que anochece en los suburbios […] / mientras cenan lubina los poetas» o «La metáfora es trampa que oculta el hambre, el llanto, / el sufrimiento a secas».
La escritura de Pérez Montalbán es hoy testimonio de que la lucha de clases, la explotación y la injusticia siguen muy vivas, aunque invisibilizadas por el poder y los medios de comunicación.
Por Paco Huelva
‘El agua del buitre’ lo componen diez y ocho cuentos, muchos de ellos fantásticos a primera vista. En el cuento, a diferencia de otros géneros narrativos, hay una persona que habla, que dice, que recuerda, que no entiende algo, que se muestra triste o alegre o que se lamenta… Pero, la forma de manifestar tales cosas es lo que caracteriza a unos de otros, más allá de su brevedad, tan necesaria. Ortiz Tafur se instala en lo improbable, en lo inaudito, en conductas que debieran ser inverosímiles, pero que, sin embargo, a pesar de todo, no pierden el principio de credibilidad en el lector, que es lo que importa.
Por ‘El agua del buitre’ circulan una legión de perdedores instalados en circunstancias kafkianas. Muchos relatos parecieran estar contados por un loco. No obstante, en el imaginario de los idos y de los niños se encuentran aparte de caminos insondables, testarudas realidades e incluso la crueldad más terca. Y en ella se instala Ortiz Tafur para removernos la angustia, la cotidianidad, la soledad, el desasosiego, la evidencia del maltrato en la familia, la pobreza extrema de muchos o la desidia que se acepta como si fuera inevitable.
Por Remedios Sánchez
Esta es una obra unitaria compuesta por 21 poemas extensos que suponen una meditación sobre la vida y, especialmente sobre la muerte, entroncando con el existencialismo. Transita Alcorta por los senderos de textos elegíacos de nuestra tradición (no en vano el volumen principia con una cita manriqueña: «Y pues de vida y salud/ hicisteis tan poca cuenta») para construir una reflexión propia que toma como motor poemático la dolorosísima muerte de su padre plasmada en un verso limpio y sereno en busca del necesario equilibrio. «Pasada la afición, empieza el equilibrio», escribe el cántabro con la emoción a flor de piel de quien sabe del dolor y lo habita resignado.
Por C. de la Rosa
En estos tiempos de zozobra, el negocio funerario se ha convertido en inevitable parte de esa estadística silenciosa de las pérdidas. Una profesión que, a fuer de repetitiva con matices, ha dado lugar a cierta literatura que cuenta de forma humorística sucesos ocurridos en el sector –magistral Nieves Concostrina–, pero poca literatura de intriga. ‘La muerte es mía’, séptima novela de la periodistas y escritora asturiana Pilar Sánchez Vicente, viene a paliar, al menos en parte, esta carencia. Una historia donde se mezclan los bajos fondos empresariales, las obsesiones mórbidas y los secretos inconfesables con la realidad ontológica de la muerte como fondo imprescindible.