¿Por qué los hombres se van de putas?
La importancia de este estudio, más allá de los argumentos que puede ofrecer al debate complejo en torno a la regulación o, en su caso, la abolición de la prostitución, reside en cómo desvela las causas estructurales que continúan alimentando un determinado entendimiento de la sexualidad marcado por las relaciones de género o, lo que es lo mismo, por las relaciones de poder que entre hombres y mujeres sigue estableciendo el patriarcado. De esta manera, hay una evidente línea de continuidad entre la permanente cosificación y sexualización del cuerpo de las mujeres tan presente en nuestra cultura y la consideración del consumo de sexo de pago como una expresión más de una virilidad que continúa respondiendo a los imperativos categóricos del hombre considerado sujeto activo e indiscutible titular del poder y la autoridad. Ahora bien, el salto cualitativo que se ha producido en las últimas décadas, como bien se puso de manifiesto en la mesa redonda que siguió a la presentación de estudio, y en la que intervinieron la profesora Rosa Cobo Bedía, el sociólogo coautor del informe Hilario Sáez y el que firma estas líneas, es la vinculación de dichas prácticas con una industria del ocio y la diversión, de carácter global, y que se apoya en los excesos del capitalismo neoliberal.
La prostitución vendría a ser la prueba más evidente de la estrecha conexión que existe entre patriarcado y capitalismo, la cual se ha visto reforzada en los últimos años por las lecturas neomachistas del primero y neoliberales del segundo. Una suma que, evidentemente, provoca un aumento dramático de la vulnerabilidad de las mujeres y, como demuestran todas las estadísticas, una más que evidente feminización de la pobreza. La visión acumulativa del placer, que con tanta insistencia nos subrayan los medios de comunicación y muy especialmente los mensajes publicitarios, se alía con una concepción de la masculinidad que continúa respondiendo a los esquemas del macho dominante y que provoca, entre otras consecuencias, que los chicos -y las chicas- más jóvenes reproduzcan esquemas tremendamente machistas en sus relaciones afectivas, y muy especialmente en su concepción de la sexualidad. Si a eso unimos la deficiente, por no decir ausente, educación que nuestros hijos e hijas reciben en esta materia, el resultado no es otro que la conquista de dicho espacio por las lógicas depredadoras de la pornografía, y la superación de los criterios éticos por la desregularización propia del mercado salvaje. De esta manera, y como bien señaló Rosa Cobo, en la prostitución confluyen los efectos perversos de tres sistemas de dominio: el patriarcal, el capitalista neoliberal y el racial-cultural. La conjunción de los tres prorroga la heterodesignación de las mujeres en virtud de las prácticas de dominio y opresión de los hombres, al tiempo que se naturaliza el ir de putas como se hace con la desigualdad.
El peso económico de los macroburdeles, de la industria pornográfica o de los anuncios de contactos que en muchos casos se han convertido en los salvadores de algunos periódicos en bancarrota, fortalece y reproduce las jerarquías de género. Es decir, mantiene y subraya el poderío de una masculinidad detentadora del poder, al tiempo que intensifica la negación de la autonomía de las mujeres y su devaluación en un orden social y económico en el que continúan siendo las más vulnerables entre los vulnerables. En consecuencia, no estamos hablando de un oficio, el más antiguo del mundo en palabras del patriarca, sino de una consecuencia a la que se ven abocadas muchas mujeres que lógicamente no son libres porque viven en un contexto de sumisión, al tiempo que continúa tratándose de una práctica social mediante la cual muchos hombres -uno de cada cuatro, según el estudio citado -reafirman su virilidad y mantienen la fantasía del eje binario control/sumisión para la que no necesitan otro pasaporte que el dinero.
Por lo tanto, y más allá de la complejidad jurídica y política que encierra una posible regulación de esta práctica, tal y como se apuntaba en la reciente, y discutible, sentencia de un Juzgado de lo Social de Barcelona, creo que la prostitución, como otras muchas expresiones de un orden cultural y político basado en el dominio masculino, no puede abordarse sin tener en cuenta las causas estructurales que la provocan y la alimentan. Unas causas que, insisto, tienen mucho que ver con los sistemas de dominación que se retroalimentan entre sí, el patriarcado y el capitalismo, y en los que los hombres gozamos de una posición privilegiada. Solo desde esta mirada de género, y teniendo muy presente la perspectiva liberadora y emancipadora que supone el feminismo, será posible encontrar salidas a algunos de los callejones en los que tantos millones de mujeres en el mundo se ven obligadas a renunciar a su autonomía y dignidad. Por ello, la pregunta que deberíamos empezar a plantearnos, además de no renunciar a la solidaridad con las mujeres que se ven abocadas a ejercer la prostitución, sería no solo por qué esas mujeres lo hacen sino también, y sobre todo, por qué sigue habiendo tantos hombres dispuestos a usar el cuerpo de ellas como si fuera una mercancía más.
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