En estas Navidades, a pesar de la pandemia, es cuando más cerca estoy de mi padre, aunque las tareas del colegio me ocupan mucho tiempo.

Hay compañeros suyos, que yo conozco personalmente que, a pesar de su limitación visual, manejan las aplicaciones del móvil perfectamente. Sin embargo, mi padre prefiere que yo le ayude en Facebook; dice que formamos un buen equipo, él me dicta, cuando lo hace, muchas veces noto sus emociones. Hoy por ejemplo, ha recibido reconocimientos especiales como en otras ocasiones, y por eso me ha dictado lo que pasó hace un tiempo muy lejano.
 
Atarfe, 28 de diciembre de 1952.
 
En la casa de las panaeras, había cierto nerviosismo; la lluvia y el frío estaban invitados al sencillo acontecimiento. Con mucho cuidado, la peluquera envolvía los rizos para que cayeran majestuosamente sobre el vestido negro. 
Faltaba poco para la celebración, entonces, al intensificarse la lluvia, de la calle Nueva bajaba un riachuelo de agua, que al pasar por la puerta de Concha Román, con la pendiente, tomaba más fuerza, sobre todo, cuando recogía el agua de la calle del Trabuco en la esquina de Paco el de Virginia:
 
-Ya es la hora, el cura no espera y el suelo está totalmente embarrado-.
 
Sin pensarlo dos veces, Paco, su hermano mayor la tomó en brazos, como si fuese una niña, que en realidad lo era. Cuando entró en la iglesia, del brazo de su hermano, en ese momento, se escuchaban los pasos de unos tacones humildes que soportaban con ilusión el peso suave de una novia que, para casarse, tenía que guardar el luto de un ser querido.
 
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