24 noviembre 2024

Momento de máximo riesgo para el gobierno de Pedro Sánchez… y para el destino político del líder del PSOE. El ejecutivo afronta la recta final de la tramitación de los indultos a los condenados del 1-O, procedimiento que debería concluir dentro de unas semanas con la concesión de la medida de gracia y la excarcelación de los dirigentes independentistas.

Ante el anuncio de las intenciones del gobierno, se ha desatado una tormenta política y mediática que, previsiblemente, irá in crescendo. Tras haber utilizado sin pudor las dificultades de gestión de la pandemia – e incluso una crisis internacional como la de Ceuta – para desgastar al gobierno progresista, la derecha cree llegado el momento de asestar un golpe definitivo, crecida como está con los resultados de las elecciones autonómicas en Madrid. La Fiscalía y el Tribunal Supremo han rechazado de plano los indultos, rebasando en el caso de este último la legítima defensa de la sentencia condenatoria que pronunció para deslizarse al terreno del juicio político sobre las intenciones del gobierno. En momentos como éste, es necesario exigir el respeto escrupuloso de la separación de poderes. La justicia, como recuerda el catedrático Javier Pérez Royo, había dicho ya su última palabra; pero no así la política, cuyo desempeño es función primordial del gobierno. La sentencia es firme y el ejecutivo no tiene que opinar sobre ella: no es un tribunal de apelación de última instancia. Sin embargo, acatando escrupulosamente la sentencia, el gobierno puede estimar necesario modular los términos de su aplicación en función de criterios de interés general para el país, para la paz social o la convivencia. Criterios que, por supuesto, debe motivar.

Los indultos constituyen, pues, una decisión eminentemente política. En este caso, de alto voltaje. Al griterío de la derecha, amplificado por sus altavoces mediáticos, se ha sumado el agrio refunfuñar del ala más conservadora del PSOE, la que se sintió derrotada tras el retorno de Pedro Sánchez – a quien no ha perdonado su entente con la izquierda alternativa. Quizá haya barones y antiguos líderes que sueñen con una segunda defenestración de Sánchez o que acaricien incluso la idea de una gran coalición con el PP. El momento puede parecer propicio, con un gobierno que acusa la usura de su función y ante una cuestión catalana que suscita recelo e incluso animadversión en amplios sectores de la opinión pública española. Sin embargo, para el gobierno, la única política razonable es ahora la audacia. Echarse atrás no haría sino precipitar su caída. En el corto plazo, lloverán chuzos de punta. Pero la talla de un estadista se mide por actuar en función de sus convicciones, y no del humor circunstancial de la calle. El apaciguamiento del conflicto catalán que persiguen los indultos es la política democrática y responsable del momento. Y es la política de un líder europeo: la reconducción de ese conflicto es más necesaria que nunca para la UE. Pero es, sobre todo, la política de quien tiene un proyecto para España, un proyecto capaz de acomodar su diversidad cultural y nacional. La bronca de las derechas revela, a su manera, el proyecto opuesto. En realidad, un diseño fracasado: esa vieja idea centralista de España que no ha parado de arrojar gasolina sobre las llamas del conflicto catalán, retroalimentándose con el secesionismo. En última instancia, se trata de una dinámica de dislocación territorial del país, bajo el peso de una nomenclatura y unas élites rentistas y extractivas, hipertrofiadas en la capital. Por todo ello, el gobierno no puede ceder. La concatenación de los acontecimientos y un fenómeno de condensación política hacen que el gobierno de izquierdas esté llamado a jugarse el todo por el todo en este envite.

Ni que decir tiene hasta qué punto la cuestión de los indultos es particularmente sensible en Catalunya. Sin esa medida, sería imposible establecer siquiera un espacio de diálogo. Se trata, en primer lugar, de facilitar el reencuentro el seno de una sociedad que se ha visto profundamente dividida y desgarrada por el “procés”. Por decirlo de un modo gráfico, los indultos liberarán a sus dirigentes; pero brindarán sobre todo una oportunidad a quienes pretenden restablecer la unidad civil de esa sociedad. En cierto modo, son indultos a los independentistas… y para los federalistas. Denostada por la derecha española, la medida tampoco será bien recibida, cuando menos en público, por el independentismo – incluso por aquellos que, comprensiblemente, han dado a entender a Sánchez que los indultos constituyen la condición sine qua non de futuras colaboraciones en el Congreso de los Diputados. Los propios interesados han rehusado solicitarlos. La derecha nacionalista y los sectores más radicalizados clamarán que ellos “no imploran el perdón de los carceleros”, exigiendo la amnistía y la autodeterminación. Una fuerza como ERC, que se ha mostrado más pragmática en los últimos tiempos, pero congénitamente voluble y muy sensible a las invectivas de quienes le disputan la hegemonía del independentismo, tampoco es garantía de que la Generalitat corresponda con lealtad institucional al comprometido gesto del gobierno español. Sin embargo, de ese gesto depende la capacidad de la izquierda catalana para desplegar su potencial de convicción y de pacto, rompiendo el empate infinito entre bloques que lleva Catalunya a su decadencia. Porque la política de esa izquierda consiste en una voluntad sincera de reconciliación; pero, al mismo tiempo, demanda situar el debate sobre el desarrollo del autogobierno o el reconocimiento de la singularidad nacional en el marco de la legalidad, una legalidad aceptada por todas las partes y sin recurso a desbordamientos unilaterales.

En ese sentido, los indultos que serán parciales – es decir, que facilitarán la excarcelación, pero sin cuestionar las penas de inhabilitación – corresponden a lo que hace falta en estos momentos. Unifican a todos aquellos que quieren restablecer el diálogo, tanto a quienes compartieron en su día la sentencia del Supremo y como a quienes, por el contrario, fuimos críticos con la prisión preventiva, la tipificación del delito de sedición o la severidad de las penas impuestas. No se trata de lo que “se merecen” o no los reos.  (Por cierto, a quienes hablan de que los condenados “se irán de rositas” convendría recordarles que ya llevan cerca de cuatro años entre rejas. Summa iustitia summa iniuria. España es un Estado de Derecho, no el Reino de la Ley del Talión). No. Se trata más bien de la oportunidad que se merece la sociedad catalana. Una oportunidad que tampoco estará exenta de riesgos. No tiene sentido exigir manifestaciones de “arrepentimiento”. Quienes más lo reclaman son justamente aquellos que ignoran la dimensión política del malestar que atenaza a esa sociedad. Pero tampoco es admisible la idea de que “lo volveremos a hacer” – si por ello se entiende la abolición de la Constitución y el Estatut que pretendió el independentismo en 2017, conculcando los derechos de representación de la ciudadanía y llevando el país al borde del conflicto civil. (Más allá de su dudosa viabilidad constitucional, la amnistía significaría que no hubo entonces comportamiento merecedor de reproche penal alguno; que el marco democrático de convivencia, que fue literalmente asaltado, no necesitaba ser defendido). A ese ordenamiento juramos lealtad unos y otros al inicio de aquella agitada legislatura. No obstante, los dirigentes independentistas se creyeron autorizados para violar la palabra dada, invocando un supuesto “mandato del pueblo”. Que permanezcan apartados de responsabilidades institucionales no sólo parece hoy por hoy razonable, sino que envía a todos una señal inequívoca acerca del marco en el que podrán tejerse futuros pactos, necesariamente presididos por un compromiso mutuo de lealtad. No va ser fácil para la izquierda española mantener el rumbo frente a la furia de los elementos – ¡y menudos “elementos” pueblan las filas de PP, Vox y Ciudadanos! -. Sobre todo cuando algunos viejos lobos de mar resabiados amagan con amotinarse a la hora de mayor peligro. Pero tampoco lo tendrá sencillo la izquierda catalana para tender puentes y exigir corresponsabilidad. Siguen pululando demasiados partidarios de “cuanto peor, mejor”. Pero, ante lo que se avecina, el fracaso del gobierno de izquierdas en su actual empeño conciliador supondría para Catalunya un escenario mucho más sombrío de lo que esos aventureros imaginan. ¡Adelante, pues, con los indultos!

Lluís Rabell