Ana Orantes supuso un antes y un después. Educación en la igualdad, firmeza en las condenas, solidaridad con la víctimas, esas que, cinco lustros después, todavía hay jueces que confunden con sus verdugos, pueden ser un principio válido para erradicar esta lacra desoladora.

Sucedió hace veinticuatro años, mientras un invierno extraño golpeaba los cristales de un cuatro de diciembre. Una mujer menuda, rubia, de leve sonrisa momentánea y con ojos vivaces de miel y dolor a partes iguales, contaba su historia desde el televisor. En el noventa y siete, aquel programa nos mostró la crudeza, el detalle de lo que implicaba la violencia de género con una voz firme y clara, transparente y río. Resonó por fin la voz del silencio, ésa que contaba en primera persona lo que se venía disimulando cuando se cerraba la puerta en demasiadas casas de una España en la que las mujeres que tenían la desgracia de encontrar un marido agresivo y perverso estaban ya condenadas de antemano. La mayoría no veían más que un único camino: esconder los golpes, los insultos, los gritos, las infamias desde sus cuerpos rotos, sus almas deshechas, la autoestima perdida, unos hijos marcados y un futuro inexistente, tan negro como un pozo, como aquella tarde que se acercaba a la oscuridad de la noche. Ellas, tan fuertes para resistir las palizas, se habían convencido de tanto oírlo, de que no valían nada. Pero aquella mujer, Ana Orantes, respiraba hondo y había tomado fuerza para contar su verdad, conocida por su entorno durante décadas sin que nada se hiciese. Hasta que tuvo el valor para salir del circulo del infierno, para divorciarse. Pero un juez, como tantos que desconocen lo que es un maltratador, decidió que no pasaba nada porque compartieran la casa, cada uno en una planta. Aunque él hubiera jurado que la iba a matar. Y el tipo lo cumplió abrasándola con gasolina trece días después de que toda Andalucía, pegada al televisor, hubiese tomado conciencia de lo que implicaba el sufrimiento acallado socialmente.

Ana Orantes supuso un antes y un después y yo hoy pretendía hablar del hermoso parque, verdor abierto al cielo y paz, que el Ayuntamiento de Granada acaba de inaugurar con su nombre para que no se olvide su sacrificio, el legado que personas como ella nos han dejado y que debe permanecer guardado en la conciencia colectiva. Pero poco ha durado la ilusión. El viernes volvimos a instalarnos en la tragedia, en la sangre derramada de otra mujer a la que le ha arrebatado la vida a puñaladas quien fue su pareja y padre de sus dos hijas.

Aún con las manos manchadas con su sangre ha sido detenido el asesino pero esto no es consuelo, ya no resulta suficiente, teniendo treinta y ocho víctimas de violencia machista en 2021. Ellas ya no están, no podrán abrirle a sus niñas los ojos al mundo, ni respirar el olor de las rosas primeras. Nada, sólo el llanto de sus familias y el silencio de una tumba más en el cementerio, unas iniciales que se irán desdibujando mientras el asesino cumple condena -reducida por cualquier eximente- y vuelve a la calle nuevamente. Esto es tan cruel, tan inaceptable, que debe obligarnos a reformular planteamientos actitudinales, legales y jurídicos. Educación en la igualdad, firmeza en las condenas, solidaridad con la víctimas, esas que, cinco lustros después, todavía hay jueces que confunden con sus verdugos, pueden ser un principio válido para erradicar esta lacra desoladora. Es el remotísimo anhelo para lograr que se pudiera decir, parafraseando a Machado, que el último crimen fue en Granada.

 

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