«LOS PADRES MIENTEN» por Juan José Millás
Mi hermano mayor me despertó a medianoche para revelarme el siguiente secreto:
—Dentro de poco te dirán que los Reyes Magos son los padres. Se lo dicen a todo el mundo al cumplir tu edad. No te lo creas. Los Reyes existen, pero como los mayores no saben el modo de explicar su existencia, dicen eso, que son los padres.
Mi hermano dormía en la cama de al lado. Nuestra relación no era ni buena ni mala, así que a veces nos llevábamos bien y a veces mal. Pero éramos cómplices de muchas cosas. Fumamos el primer cigarrillo juntos; hurtamos juntos también las primeras monedas del bolsillo de la chaqueta de mi padre; él me hacía los deberes de matemáticas y yo los de lengua… Dependíamos el uno del otro, en fin, en demasiadas cosas. Como decía aquél, dos que han robado caballos juntos están condenados a protegerse. La protección pasaba por hacernos este tipo de confidencias sobre las verdades básicas de la vida. Si los Reyes existían y él lo había averiguado, era mejor que yo lo supiera, por duro que resultara para mí.
Lo cierto es que yo ya había oído en el colegio rumores acerca de que Melchor, Gaspar y Baltasar eran los padres. Pero no les había prestado atención. Lo que no podía imaginarme era que los rumores procedieran de los adultos. Si ya les tenía poco respecto, lo perdieron del todo tras la revelación de mi hermano mayor.
En efecto, ese mismo año, cuando nos dieron las vacaciones de Navidad, mi madre me llamó un día y empezó a preguntarme qué pensaba yo de los Reyes Magos. Le dije que les tenía en gran consideración (no de este modo, claro, no era un niño cursi), aunque no siempre me trajeran lo que les pedía, pues me hacía cargo de que había en el mundo muchos niños y que no podían complacer a todos. Mamá se quedó desconcertada, ya que lo normal, cuando a un chico se le quita la venda de los ojos en este asunto, es que el chico esté ya al cabo de la calle. Creo que estuvo a punto de desistir, pero finalmente tomó aire y me dijo que los Reyes Magos eran los padres.
—Se trata —añadió— de una mentira que mantenemos durante la infancia, porque la infancia es una época de ilusiones fantásticas, pero tú ya no tienes edad para creer en los Reyes. A tu hermano se lo dijimos también cuando cumplió tus años.
Mi hermano me había aconsejado que cuando me contaran la mentira de que los Reyes eran los padres, fingiera que me lo creía, pues de lo contrario les parecería un chico raro y me llevarían al psicólogo.
—Yo —añadió— también lo fingí. Como comprenderás, si ellos se quedan más tranquilos así, tampoco cuesta tanto darles gusto.
Hice, pues, como que me lo creía y me fui a mi cuarto a escribir la carta a los Reyes, una carta, por primera vez, clandestina. Ese año, habida cuenta de que ya era un chico mayor y que me hacía cargo de la situación mundial, que era un desastre, les pedí cosas más razonables que en otras ocasiones. Mi hermano puso mi carta en el mismo sobre que la suya y se encargó de echarlas al correo. Curiosamente, ése fue el primer año que me trajeron todo lo que les pedí.
Al regresar de vacaciones de Navidad al colegio, comprobé que a todos los de mi clase les habían dicho que los Reyes eran los padres, y todos se lo habían creído. Estuve a punto de sacarles de su error, pero mi hermano también me había dicho que ni se me ocurriera, porque me tomarían por loco. La conspiración para eliminar esa creencia de la cabeza de los chicos era prácticamente universal y resultaba ingenuo tratar de enfrentarse a ella, pesa a las numerosas pruebas existentes, repartidas entre la Biblia, la Historia Sagrada y los propios hechos, pues lo cierto es que aun después de dejar de creer en los Reyes la gente continuaba recibiendo regalos.
Tuve la suerte, en fin, de mantener esa ilusión durante mucho más tiempo que mis compañeros. Si he de ser sincero, no recuerdo exactamente la edad en la que dejé de creer en los Reyes Magos, quizá cuando falleció mi hermano y en su funeral recordé esta historia fantástica que no sé cómo se le pudo ocurrir. Aunque también es cierto que una vez instalado en el mundo de los adultos comprobé que mentían tanto y de manera tan gratuita, que no sería raro que mi hermano llevara razón y que también hubieran mentido en esto. Este año, como todos desde aquella época, les escribí una carta clandestina (en mi casa ya no creen en los Reyes ni mis hijos) y me han traído de nuevo todo lo que les pedí.
JUAN JOSÉ MILLÁS. Los objetos nos llaman. Seix Barral