La polémica sobre el aborto se reducen a una cosa: controlar a las mujeres
Negar el aborto sin excepciones es decir que está bien que una niña embarazada por su padre tenga que seguir hasta el final.
Rebecca Solnit – Traducción de Lucas Antón
Hay mucha gente con mucho poder que no ve por qué deberían tener jurisdicción sobre sus cuerpos las mujeres. Ese es el argumento de los antiabortistas, que afirman que un feto, o incluso un embrión, o en algunos casos hasta un óvulo fecundado demasiado pequeño para el ojo humano, tiene derechos que substituyen a los de la persona dentro de cuyo cuerpo puede estar ese óvulo, embrión o feto.
Lo que ha quedado claro en lo que respecta a los expertos de la derecha y los jueces conservadores del Tribunal Supremo que han intervenido durante el último mes, mientras se escuchaban los argumentos en el caso más importante sobre el derecho al aborto desde Roe contra Wade, es que, en un país cuya Constitución se supone que nos concede tantos derechos, están encantados de despojarnos de un derecho tan fundamental que resultaría algo inimaginable en otras circunstancias, o que se despojara de él a otras personas, más concretamente a los hombres. En el caso de Dobbs contra la Jackson Women’s Health Organization, el estado de Misisipi pide al tribunal que se pronuncie sobre si puede prohibir los abortos después de las quince semanas de gestación. Piden, dicho de otro modo, el derecho a castigar a las mujeres por ser mujeres.
El viernes por la mañana [10 de diciembre], el Tribunal Supremo emitió una sentencia mixta sobre otra ley estatal que restringe el acceso al aborto: la ley de Texas, diseñada para evadir la supervisión federal. Ocho de los jueces confirmaron la decisión de un tribunal inferior de que quienes procuran abortos deben tener derecho a entablar demandas; el juez Thomas no se sumó a ellos. Los cuatro jueces más liberales votaron a favor de ampliar el derecho a entablar demandas; los otros cuatro conservadores dictaminaron que sólo pueden demandar a los funcionarios encargados de conceder las licencias. La juez Sotomayor, disintiendo de modo apasionado, escribió: «Esto supone un desvergonzado desafío a nuestra estructura federal. Se hace eco de la filosofía de John C. Calhoun, un virulento defensor del Sur esclavista que insistía en que los estados tenían derecho a «vetar» o «anular» cualquier ley federal con la que no estuvieran de acuerdo». Y añadió: «El país libró una guerra civil por esa proposición». Antes de la guerra civil, los EE.UU. se dividían en estados libres y esclavistas; la nación contemporánea está cada vez más dividida entre estados con acceso a derechos reproductivos y estados antiabortistas.
El objetivo de los antiabortistas parece consistir en aumentar los privilegios de los hombres socavando los derechos de las mujeres, haciendo que estemos separados y seamos desiguales (las personas que no se identifican como mujeres también se quedan embarazadas y tienen hijos, pero la animosidad se dirige a mujeres y niñas, así que voy a referirme aquí a mujeres y niñas). Como reconocer esto minaría los argumentos en contra del aborto, el énfasis se desplaza a otra persona cuyos derechos se alega que son superiores a los de las personas embarazadas, los no nacidos. Los no nacidos son un grupo de conveniencia a a hora de defenderlo, ya que no tienen voz ni voto y cualquiera puede decir que habla en su nombre.
Los que dicen proteger a los no nacidos son en su mayoría conservadores que rechazan sistemáticamente el acceso universal a la asistencia sanitaria, por no hablar de la satisfacción de las necesidades materiales básicas de los bebés y los niños mediante alimentos, ropa, alojamiento y guarderías. También suelen oponerse a la educación reproductiva, desfinanciando y demonizando incluso Planned Parenthood [principal organismo norteamericano de planificación familiar] (que es donde, cuando era adolescente, conseguí la atención reproductiva que me protegió de un embarazo no deseado).
De este modo sabemos que los fetos no son en esto la verdadera cuestión. Los abortos espontáneos no suelen considerarlos los antiabortistas como pérdida de vidas humanas, a no ser que se trate de criminalizar a las mujeres, algunas de las cuales han acabado en la cárcel por abortos espontáneos tras haber puesto supuestamente en peligro al feto con sus acciones. El consumo de substancias durante el embarazo se considera maltrato infantil en 23 estados de EE.UU., pero nadie irá a la cárcel por poner en peligro a la madre y al niño al negarles las necesidades básicas. Los informes sugieren que la mayoría de las mujeres castigadas por estas leyes son mujeres de color. Es de sobra sabido que las restricciones al aborto castigan sobre todo a los pobres y a las minorías étnicas.
Los embarazos deseados son a menudo la ocasión para que se acicalen sus responsables y se les felicite, pero los embarazos no deseados se tratan como algo perverso que las mujeres hacen por su cuenta y riesgo. La ley no castiga a ningún hombre por un embarazo no deseado, aunque un porcentaje importante de esos embarazos sean resultado de una coacción sexual y de negarse a cooperar en el control de la natalidad. Luego está el riesgo de homicidio -un estudio ha demostrado que el 8.4% de la mortalidad materna registrada eran asesinatos-, y las mujeres afroamericanas tienen siete veces más probabilidades de morir de esta manera que las blancas. La mayor proporción de estos casos se produce a manos de la pareja.
No hay ninguna otra experiencia que pueda ser tan brutal física y psicológicamente, que pueda incapacitar durante meses o provocar discapacidades y lesiones permanentes, o incluso la muerte, a la que alguien diga que un individuo debe someterse cuando existe una alternativa clara y comparativamente segura (quizá sea el reclutamiento obligatorio en tiempos de guerra sea el equivalente más cercano en cuanto a riesgo y pérdida de autodeterminación, y también estoy en contra de ello).
Los embarazos y partos deseados pueden ser tan maravillosos como intensos, y conozco a muchas personas que así lo han vivido. Pero el embarazo y el parto pueden ser también, como dice una de mis amigas que es madre de dos adolescentes, angustiosos. Recuerdo el primer embarazo de una amiga en el que no podía dejar de vomitar, conozco a personas que estuvieron postradas en cama durante meses, he oído hablar de huesos de la pelvis que se rompen, de caderas descoyuntadas, de dolores crónicos, de casos de eclampsia que han puesto la vida en peligro la vida o resultaron mortales, de abortos espontáneos que provocaron hemorragias. «Las mujeres de nuestro país siguen muriendo, antes, durante y después del parto», declaró esta semana [la vicepresidenta] Kamala Harris al anunciar una importante inversión en salud materna. «En los Estados Unidos de América del siglo XXI, estar embarazada y dar a luz no debería conllevar un riesgo tan grande». Todos conocemos la incomodidad de personas que se encuentran en el tercer trimestre de embarazo, muy agobiadas, a menudo agotadas, en un cuerpo tan transformado en tamaño y función que ya no lo sienten como propio. Hacer que alguien se someta a eso involuntariamente resulta punitivo.
Argumentar que un embarazo no altera realmente la vida es ridículo, pero es lo que deafirmó [la juez] Amy Coney Barrett, del Tribunal Supremo, cuando, durante la vista, preguntó por qué el hecho de que los bebés pudieran ser entregados al nacer no aliviaba a las mujeres de esa carga, arguyendo que si «la crianza forzada, la maternidad forzada, obstaculizan el acceso de las mujeres al trabajo y a la igualdad de oportunidades… ¿por qué no se ocupan de ese problema las leyes de refugio seguro [que permiten la instalación de cubículos para depositar niños abandomados]?». ¿Se imaginan decirle a una mujer que trabaja de conserje, bailarina o agricultora, o que trata de llegar a socia de un bufete o de competir en su deporte, que no se ve perjudicada por un cuerpo visiblemente cambiante -y por las repercusiones físicas y psicológicas del mismo- porque puede dar en adopción al bebé al nacer sin verse criminalizada por ello? También resultó pasmoso que Barrett reconociera que la cuestión era la «maternidad forzada».
Dado que la mayoría de los abortos son de mujeres que ya tienen hijos, imaginemos la repercusión que tiene en los demás niños ver a su madre pasar por un embarazo y un parto no deseados. Muchas mujeres eligen el aborto por amor a sus hijos y por el deseo de criarlos lo mejor posible. La literatura de los primeros defensores del control de la natalidad está llena de la desesperación de aquellas mujeres que no podían hacer frente al impacto físico de otro embarazo y otro nacimiento ni a la carga económica y de trabajo de otro hijo al que cuidar. Conozco a gente que presta servicios médicos y que trabajó en una zona remota del Himalaya que me hablaba de mujeres que acudían a ellos para demandar control de natalidad, jurando que preferían morir antes que tener otro hijo. Con los abortos ilegales muere un alarmante porcentaje de mujeres.
La madre de otra amiga mía murió al dar a luz a la hermana menor de esa amiga, y sé de la brutalidad de las cesáreas, de los partos de 36 horas, de los desgarros del parto vaginal que pueden causar incontinencia, fístulas y otras lesiones permanentes. Los cambios hormonales son cambios de conciencia, y para personas cuyo bienestar ya es frágil, la experiencia puede ser demoledora, y cuando se trata de un embarazo no deseado puede ser algo más que eso. La experiencia de traer una nueva vida humana al mundo es profunda, y hacerla involuntaria resulta monstruoso.
Negar el aborto sin excepciones es decir que está bien que una niña embarazada por su padre tenga que seguir hasta el final. No obligamos a nadie a que le done un riñón a alguien que se está muriendo de insuficiencia renal; obligar a alguien a donar su cuerpo como incubadora también es una barbaridad. Los abortos tardíos, que tanta atención reciben, son raros y normalmente se deben a que el feto está muerto, no es viable, o la vida de la madre está en peligro. Los votantes irlandeses legalizaron el aborto después de que una dentista de Galway que sufrió un aborto espontáneo no pudiera someterse al aborto que la habría salvado de la muerte.
El abogado que defendió ante el Tribunal Supremo el caso de los derechos reproductivos de las mujeres respondió así a la jovial tontería de Barrett: «El embarazo en sí mismo es algo único. Impone unas exigencias físicas y unos riesgos únicos a las mujeres y, de hecho, repercute en todas sus vidas, en su capacidad para cuidar de otros niños, de otros miembros de la familia, en su capacidad para trabajar. Y, en particular, en Misisipi, esos riesgos son alarmantemente elevados. Es 75 veces más peligroso dar a luz en Misisipi… que abortar antes de la viabilidad, y esos riesgos amenazan desproporcionadamente la vida de las mujeres de color».
O como dijo la juez del Tribunal Supremo Sonia Sotomayor: «Entonces, ¿cuándo entran en los cálculos la vida de una mujer y el hecho de ponerla en riesgo?». Sabía ella, sabemos nosotras que para quienes están comprometidos con la violencia punitiva del parto a la fuerza la respuesta es que nunca. (Artículo publicado en The Guardian, 10 de diciembre de 2021)
* Rebecca Solnit, es editora colaboradora de Harper’s Magazine, autora de varios libros sobre el medioambiente, el feminismo, la política y el arte. Entre ellos, Wanderlust. Una historia del caminar, Capitán Swing, 2015, y Esperanza en la Oscuridad. La historia jamás contada del poder de la gente, Capitán Swing, 2017. (Redacción Correspondencia de Prensa)
La polémica sobre el aborto se reducen a una cosa: controlar a las mujeres