Restaurantes de la capital y la provincia empezaron a incluir en sus cartas por estas fechas la olla de San Antón, que hasta entonces había sido casi exclusiva del Albaicín y el Sacromonte.

En aquellos años y por estas fechas, los niños y niñas del Albaicín solíamos cantar en corro aquello famoso de: «San Antón mató un marrano y no me dio las morcillas. A San Antón le daremos siete palos en las costillas». Porque en nuestras casas ya hervía la famosa olla con todos sus avíos. Morcilla, chorizo, espinazo, rabo, careta y todo lo que perteneciera a la real anatomía del cerdo, que junto con las habas secas y el arroz conformaban la comida de varios días. Guiso contundente para los fríos de enero, la olla de San Antón llevaba a la más rabiosa rivalidad a las vecinas, que a la chita callando, competían a ver cuál de ellas la hacía más rica. Durante una semana, las hornillas de carbón y las de petróleo no daban abasto, cociendo desde muy de mañana todos los ingredientes, aromatizando las callejuelas encaladas del barrio albaicinero.

Los chiquillos bajábamos a Casa Ninguno, en la esquina de las dos Caldererías (la vieja y la nueva) para divertirnos viendo los escaparates, en cuyo interior, ante una fogata simulada con papel de celofán rojo y una bombilla eléctrica en su interior, sentados en sendas sillas de enea, aparecían dos cerdos vestidos con trajes de gitanos, a la espera de que se cociera la olla para darse el festín. La cara de la gitana era –como la de él– la cabeza del cerdo con los labios pintados de un rojo intenso, unos zarcillos a juego pendiendo de las orejas con mantoncito de lunares a juego sobre los hombros, y vestido de volantes. Él lucía un sombrero de ala ancha, pañuelo al cuello, chaleco con reloj de bolsillo, un cigarro entre los labios del morro, navaja de siete muelles que sobresalía de la faja y gancha en la mano diestra. Un porrón con vino de la tierra presidía la mesa de camilla. Desde el final de la Epifanía hasta el día de San Sebastián, ante los escaparates de Casa Ninguno se formaban grandes colas para reír ante la humorada de la empresa granadina, especializada en todo lo referente al cerdo.

Pasaron los años y comenzaron varios restaurantes de la capital y la provincia a incluir en sus cartas por estas fechas la olla de San Antón, que hasta entonces había sido casi exclusiva del Albaicín y el Sacromonte. Muchos de estos establecimiento promocionan este manjar publicitando dónde lo podemos encontrar y, de esta forma, hemos conseguido que un guiso humildísimo que se hacía con todo lo que nadie quería del cerdo, ahora lo podamos degustar en algunos salones de postín. En el recuerdo tengo a mi inolvidable amigo Antonio Torres, jefe de cocina del restaurante Chikito, que un día nos llamó a varios amigos como José Antonio Lacárcel, Orfer y Nono para que probáramos antes de incluirla en la carta, una versión de tan genial plato granadino, pero al que en su elaboración le había sustraído toda la grasa. El invento resultó ser toda una genialidad, porque la digestión la hicimos en un ‘pis pas’, sin necesidad de bicarbonato. Fue otra genialidad de este cocinero que se nos fue tan pronto, pero que antes recuperó platos granadinísimos, incluida la gastronomía del reino nazarí. Buen provecho y al ataque, que hay para repetir.

FOTO: fiestas de S. Antón en Caparacena

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