Cervantes, el escritor aventurero que creó el Quijote

Soldado en Italia, preso en Argel, recaudador de impuestos en Andalucía: la vida del Cervantes fue un constante vagar y una incesante lucha de la que nació una obra inmortal: el Quijote. ¿Cuánto hay de historia en Don Quijote? ¿Qué nos dice la novela de su autor?

Como es bien sabido, en la primera parte de la novela de Miguel de Cervantes, don Quijote deja su aldea para remediar los entuertos que fuese encontrándose por ahí, honrar la orden de caballería en la que profesaba y los libros de caballería que había leído, y, como consecuencia de lo anterior, poner su leyenda en los anales inmortales y alcanzar eterno renombre de hombre valiente y enamorado leal. Sin embargo, cuando en la segunda parte el bachiller Sansón Carrasco le muestra a don Quijote su historia ya impresa, éste, que se ha dilapidado la hacienda y la cordura leyendo libros de caballería, ni siquiera la toca. Su curiosidad se limita a preguntarle al bachiller qué tal es el libro y qué dicen de él los que lo han leído. Y Sansón habla, y don Quijote escucha, y comprende acaso que su vida es más ya que cualquier libro.

Don Quijote fue ante todo un viajero y un historiador. He aquí su divisa: ver mundo y seguir el ejemplo de sus héroes. Los lugares por donde anduvo don Quijote no pueden separarse de su propia historia, ya que lo que don Quijote es está relacionado con los lugares donde le sucedieron sus aventuras y donde él se hizo a sí mismo. Y más aún, podemos decir que esos lugares fueron los mismos que conoció Cervantes y están tan unidos a su vida, como lo estuvieron a la de don Quijote. Podríamos incluso ir más lejos: Cervantes es quien es por don Quijote, y aunque Cervantes nunca hubiese dicho aquello de «Don Quijote soy yo», Cervantes sin don Quijote no se entendería en absoluto. ¿Sería el autor que es habiendo escrito únicamente las Novelas ejemplares y el Persiles?

El personaje y su autor

Lo que los lectores del Quijote pueden preguntarse es: ¿Cuánto hay de historia en Don Quijote? y ¿qué nos dice la novela de su autor? Digamos para empezar que don Quijote tiene mucha más sustancia ontológica que el propio Cervantes. Cuanto sabemos de don Quijote es algo firme y resuelto. Cierto que no conocemos de él la mayor parte de su vida. No conocemos nada de su infancia y juventud. No sabemos a ciencia cierta si su abolengo era de más o menos ni si, hasta que dio en enamorarse de oídas de una labradora llamada Aldonza Lorenzo, lo hizo antes de otras muchachas, tal vez de alguna de las pastoras de su pueblo, tal y como vemos que sucedía a menudo entonces. Son muchas las cosas que no sabemos de él. Las que conocemos, sin embargo, no ofrecen duda, porque Cervantes nos aseguró que sucedieron, y van a misa, como suele decirse.

«Llámase Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo» (Novelas ejemplares, Prólogo).

¿Cuáles eran? Que era un hombre generoso, amigo de sus amigos, y eso que llamamos desde el siglo XIX un idealista. Que no podía consentir que se avasallara a nadie en su presencia, y que amaba por encima de todo la libertad bien entendida, es decir, para hacer el bien. Que no se arredró ante nada, y que su brazo no le temblaba a la hora de acometer gigantes, pues por gigantes los tomaba siempre, aunque no pasaran de molinos o de borregos. Y que era también un hombre curioso y liberal, en el sentido cervantino de esta palabra; a saber: que sólo juzgaba a las personas por lo que hacían, no las razones que les habían arrastrado a hacerlo. Los días que pasó junto al bandido Roque Guinart trata don Quijote de convencerlo para que deje esa vida pendenciera que lleva, pero no rechaza su hospitalidad, y si se trata de juzgar con severidad los robos que cometen él y sus hombres en personas principales, no puede evitar mirarlo con simpatía cuando exonera y aun regala a las más necesitadas, cuando es estricto con los ricos y en cambio generoso con los soldados, frailes, niños y peregrinos. Todas esas cosas sabemos de él y otras tantas de Sancho Panza, y muchas más.

El enigma Cervantes

Pero ¿y de Cervantes? ¿Qué sabemos de él? En realidad, muy pocas cosas, y casi ninguna de las fundamentales. No se ha conservado ni un solo escrito suyo, sólo firmas y rúbricas en documentos de escaso interés, ni han llegado a nosotros demasiadas informaciones de sus contemporáneos, porque Miguel de Cervantes, cuando no fue un hombre común, fue un hombre desafortunado, que llevó una vida aventurera que jamás le sacó de pobre. Y en cuanto a las cosas que conocemos de ella, apenas podemos fundamentar casi ninguna: ni sabemos por qué siendo un mozo tuvo que huir a Italia (todo apunta a que malhirió o mató a un hombre en una pelea) ni por qué, estando cautivo en Argel, respetaron su vida después de que intentara escaparse tres o cuatro veces (algunos sugieren que se debió a ser el garzón de su dueño allí).

Pero ni siquiera en asuntos domésticos tenemos informaciones más firmes: se casó con una mujer de la que se separó al año de casados y de la que vivió separado ocho o diez o doce años (acaso la visitase de vez en cuando, pero no tenemos constancia de esas visitas), hasta que al salir de la cárcel, adonde fue a parar por lo que hoy llamaríamos «apropiación indebida» de fondos públicos (y tampoco sabemos de quién fue la culpa), volvió a vivir con ella, con una hermana, con la hija de ésta y con una hija natural del propio Miguel (habida de una relación, de la que tampoco sabemos mucho más, con la mujer de un humilde bodeguero).

 

Don Quijote, el hidalgo que casi nunca se lavaba

 

Don Quijote, el hidalgo que casi nunca se lavaba

Así que cuando Cervantes se retrata en el prólogo de uno de sus libros, y dice que tiene la nariz un poco aguileña, y la tez clara y que ha sido rubianco y que en el momento de hacer ese autorretrato apenas le quedan en la boca cinco o seis dientes y muelas mal contados, nos podemos sentir muy contentos. Porque poco más sabemos ni sabremos nunca, como no aparezca un día algo más, vete a saber dónde.

¿Entonces? ¿Qué más podemos decir sobre el autor y su personaje de novela? Pues podemos decir que no hay lugar en el que pusiera don Quijote sus pies, que antes no lo hubieran hollado los de Cervantes, porque él es un escritor realista, y que acaso lo que caracterizaba a los dos personajes, el real y el de ficción, es este raro valor: no se quejaban. Acataban el infortunio no sólo con estoicismo, sino también con humor.

Estoicos del Siglo de Oro

Cervantes tuvo que alabarse a menudo en los prólogos de sus libros (una fea costumbre: que si fue el primero en escribir una novela moderna, que si sus innovaciones en el teatro no se habían visto antes, que si…), tal vez porque, como insinuaba Lope de Vega muy maliciosamente, no encontraba a quien lo hiciera por él. Pero en cambio nunca se quejó, habiendo tenido hartas razones para ello. Bien al contrario, en el Quijote hizo siempre todo lo posible para que al lector no se le despintara la sonrisa de la cara, incluso en medio de los mayores varapalos, tal y como haría tres siglos después un émulo suyo de nombre Charlot (que fue a Charles Chaplin lo que don Quijote a Miguel de Cervantes).

Ha dicho uno alguna vez que lo más emocionante de don Quijote y de Cervantes es lo que Nietzsche enunció más o menos así: por muy mal que me trate la vida, jamás se me verá levantando un falso testimonio contra ella.

Y aquí es adonde queríamos llegar, a la vida. Porque si don Quijote, cuando Sansón Carrasco le muestra la primera parte del Quijote, que acaba de publicarse, no se digna ni siquiera a hojearlo, Cervantes acabará también un poco cansado del éxito que tuvo aquel libro (y es sabido que estimaba en mucho más su Persiles que su Quijote), y con la cabeza puesta en otros libros, como Las semanas del jardín, que por desgracia frustró su muerte. Es decir, que una vez más ese tener la cabeza en otros libros era, principalmente, tenerla puesta en la vida, en las ilusiones, en los sueños… O sea, en todo aquello que sólo muy excepcionalmente se conserva en un libro.

Lección de vida

Decía el otro gran Miguel de la literatura española, Unamuno, a propósito de las palabras que Jesús dijo a sus discípulos el día que vino a ellos caminando sobre las aguas, que en aquel momento esas palabras fueron aladas semillas, pero el encerrarlas en un libro (los Evangelios) fue una «desgracia del alma», porque perdieron parte de su aliento salvífico. Quería decir que aquellas palabras que podían levantar a un muerto de su tumba (Lázaro), en el libro quedaban ellas mismas como muertas y secas.

Podemos decir lo mismo de don Quijote, incluso de Cervantes, si no se escandalizan los fundamentalistas del Quijote.

Con ningún otro libro hemos disfrutado tanto, con ninguno nos hemos reído más, ni hemos visto a nadie que dijera las cosas tan hondas y sagaces de don Quijote y Sancho. Ni ningún otro nos parece más nuevo, por muchas veces que lo hayamos leído. Están puestas todas las palabras en el libro de tal modo que no puede pensarse que hubieran podido ponerse mejor. Nadie habría escrito sus vidas como lo hizo Cervantes.

Porque desde luego don Quijote existió como un ser vivo, y Cervantes lo conoció, y habló con él, y lo siguió de cerca, al modo de un reportero, por La Mancha y Sierra Morena y Aragón y Cataluña. Y les oyó decir a él y su escudero todo eso que dijeron y vio las mismas cosas que ellos. Y por eso su novela tiene de novela lo que tiene de crónica, por lo mismo que tiene de realidad lo que tiene de ficción.

Foto: Oronoz / Album

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