Los refugiados que llegan a Berlín sufren aglomeraciones y caos en los centros de registro
Colas de doce horas y malos tratos de algunos vigilantes a las puertas de un centro de registro de refugiados en Berlín.Eldiario.es visita el centro y habla con refugiados que aguardan recostados en plena calle, con el frío nocturn.»Si un perro tiene un accidente aquí, seguro que la policía corta la calle, pero está claro que nosotros somos menos importantes que ellos», protestan
Mahmud Ali, iraquí de unos 20 años de edad, sostiene en una mano una solicitud de intervención quirúrgica para una operación urgente de sus vías respiratorias en el hospital de la capital alemana Charité. En la otra, muestra una denuncia que interpuso la semana pasada ante el juzgado de lo social de Berlín con ayuda de varios activistas por los derechos humanos.
En la denuncia Mahmud describe cómo llegó el pasado septiembre solo hasta la capital alemana. Su mujer y su bebé de cuatro meses permanecen bajo la amenaza de ISIS en su país. Desde entonces, y según su documentación, no ha recibido más que 133 euros de la oficina de salud y asuntos sociales. Según las normas alemanas, le corresponden unos 350 euros al mes, además del alojamiento. En los albergues donde hay comida, les descuentan de dicho monto la cantidad correspondiente.
Como su solicitud de asilo aún no ha sido aprobada, tampoco lo ha sido su seguro médico. A Mahmud solo le atienden en caso de emergencia. En su atestado médico, el especialista describe la «dificultad para respirar» del paciente, pero el joven se ve obligado a esperar toda la noche al raso en la calle Turmstraße, en el barrio berlinés de Moabit, frente a la oficina donde se tramita su solicitud de asilo. En eldiario.es contamos hace tres meses la caótica situación que se vivía frente a dicha oficina. Desde entonces poco ha cambiado, salvo el mal tiempo. Las temperaturas rozan los cero grados centígrados por la noche.
Aquellos que tienen una cita, o que vienen a registrarse por primera vez, se colocan en la fila a las ocho de la tarde. A partir de entonces se trata de aguantar. Los más débiles son quienes primero desisten. A las cuatro de la mañana abren la verja y les dejan entrar. Ahí comienza una carrera por el jardín de las dependencias oficiales hasta la siguiente cola, justo delante del edificio, que se forma hasta las ocho de la mañana, cuando los empleados comienzan a trabajar.
Aunque Mahmud Ali fue el primero de la fila ayer, «llegaron unas 150 personas antes que yo» puede leerse en el escrito de la denuncia. Varios de los refugiados presentes aseveran con la cabeza: «Sí, cuando abren las puertas, dejan entrar a muchas personas que no estaban esperando aquí en la cola». En diferentes periódicos alemanes han aparecido denuncias de este tipo contra la empresa de seguridad que vigila el edificio, acusando a sus trabajadores de aceptar sobornos de hasta 50 euros por dejar entrar a unos antes que a otros, pero este medio no ha podido comprobar la veracidad de dichas acusaciones.
Malos tratos de los vigilantes
Los vigilantes de seguridad han estado en el punto de mira de la prensa, además, por un polémico vídeo en el que dos de ellos mantienen una conversación en la que hablan de «coger una pistola cada uno» o mejor «una ametralladora» y acabar «con todos estos zombies». Según sus planes, «en dos años tendremos una revolución y acabaremos con toda esta escoria».
Por si quedaba alguna duda de a qué se referían, uno de ellos explica que «hay suficientes campings donde encerrar a todos los que les ayudan, esos van a ser los primeros que desaparezcan». Y remata: «Abramos la puerta. El trabajo os hará libres». Este era el lema que rezaba sobre los portales de entrada de los campos de concentración nazis.
No es la primera vez que la empresa de seguridad es objeto de críticas. En otro vídeo hecho público el mes pasado, varios trabajadores de dicha empresa propinaban una paliza a un refugiado que se encontraba en el suelo. El trabajador ha sido suspendido de su empleo y la empresa ha perdido la adjudicación, aunque continúan vigilando el edificio hasta que se encuentre una nueva firma capaz de llevar a cabo el trabajo que hacían hasta el momento.
De vuelta en la fría noche berlinesa, unos 200 refugiados se encuentran en la cola esperando. Preguntamos a un vigilante de seguridad cuál es el protocolo a seguir en el caso de hombres enfermos como Mahmud Ali. «En ese caso se les permite entrar a la tienda de campaña donde esperan las mujeres y los niños», asegura. Pero tienen que demostrarlo mediante un certificado médico, «hay muchos que quieren engañar, ¿sabe usted?».
Mahmud Ali acude con su documento médico a una de las tiendas con calefacción. «Usted no puede entrar, sólo las mujeres y los niños», le asegura otro vigilante después de ver el papel. «Para los hombres hay tres autobuses ahí con calefacción, ¿los ve usted?». Los autobuses están ahí, con la calefacción y calientes, completamente vacíos. Los hombres esperan fuera en la fila. Tienen demasiado miedo a no conseguir ser atendidos al día siguiente. Y así indirectamente se obliga a personas enfermas y de avanzada edad a esperar por la noche en la calle, bajo la lluvia, la nieve o el viento.
Como el iraquí Nuri, de unos 50 años, que tiene fuertes dolores en la rodilla, pero aguanta en el frío suelo. No hay quien lo mueva de su sitio. Desde el pasado 22 de septiembre no ha recibido más de 150 euros de la oficina de salud y asuntos sociales. «Nadie nos ayuda. Usted como periodista viene aquí, y seguro que lo siente mucho, pero después nada cambia. Pasan los días y aquí seguimos». Nuri vive desde hace dos meses en un albergue de emergencia en el barrio de Spandau donde no hay privacidad porque las personas duermen en camas unas al lado de las otras. Su mujer y los cuatro niños tienen miedo, debido a las frecuentes peleas entre los hombres que viven allí apelotonados. «Muchas veces se van a la cama llorando», explica.
Cerca de Nuri está Aselmann Fisass, otro iraquí también algo mayor que la mayoría de los refugiados. Su familia no cree que esté en Alemania. Aselmann tiene una dolorosa hernia discal y en este momento está sentado en el pavimento. «Les he enviado fotos de cómo la gente duerme al raso aquí para hacer gestiones en una oficina y nadie me cree».
Un hombre joven interrumpe la conversación: «¡Perros, perros!» «¡Nosotros, aquí, (somos) perros!». Dice en árabe. Y prosigue: «Si un perro tiene un accidente aquí, seguro que la policía corta la calle, pero está claro que nosotros somos menos importantes que ellos».
El muchacho es sirio y se llama Makdam Alhamud. Vino a Alemania solo y después llegaron su mujer, sus dos hijos y su hermano. A pesar de que los cuatro vinieron juntos, no quisieron registrar a uno de sus hijos. Nos muestra un documento donde efectivamente solo aparece un bebé registrado. «Me dicen que no es mi hijo, pues que me hagan una prueba de ADN cuando quieran». Mientras tanto, ambos hijos viven con su madre en un refugio de emergencia y el estado alemán solamente le paga la manutención del hijo que le reconoce como suyo. El otro es ignorado por la administración.
Makdam, en todo caso, ha tenido suerte, dice, y ha encontrado una casa de alquiler en un pueblo lejos de Berlín. Sin embargo, y según él cuenta, la administración ahora no cree que su mujer sea su mujer y no le han autorizado la mudanza. Desde hace dos noches espera aquí en la fila. Makdam tiene dolor de vientre y diarrea. El médico le ha prescrito un medicamento pero asegura no tener con qué comprarlo. En el albergue le han dado cuatro pastillas. «Espero que con esto ya se me pase, porque me han dicho que cuando se acaben esas pastillas no me corresponden más».
En las tiendas de campaña donde se encuentran las mujeres y los niños la situación también es más que complicada: solamente tienen el plástico blanco sobre la cabeza, la calefacción y unos bancos de madera. También tienen que dormir sobre el pavimento. Los niños y las niñas se alinean en el suelo de madera. Las luces permanecen encendidas toda la noche, a diferencia de los mercados navideños donde los berlineses beben vino caliente estos días y que ya apagaron hace varias horas.
Carmela Negrete – Berlín