ERNESTO PÁRAMO «Supo alimentar la curiosidad»
Hoy hablo con Ernesto Páramo, divulgador científico, creador y, hasta hace poco, director del Parque de las Ciencias de Granada,
Se empeñó en demostrar que los museos podían funcionar como un atractivo en favor del conocimiento.Y lo consiguió. La muerte. Si hay algo que tenemos en común todos los seres humanos es la muerte, sin embargo, nos resulta inconcebible pensar que un día dejaremos de existir. Así, de forma esquiva, usando como sujeto a la humanidad, me ha lanzado su respuesta. ¿Mi pregunta? La de siempre: ¿Qué es la muerte para ti? Cuando insisto, me ofrece algo parecido a una definición: «Desde el punto de vista agnóstico, es sólo el final de la vida». Y me confiesa que para él sería un enorme consuelo saber que las pirámides de Egipto sirvieron de algo a los faraones. Significaría que está equivocado, que óbito no es sinónimo de fin. ¿Y qué hay de la vida? ¿Qué es la vida para él? Al contrario que en el caso de la muerte, cuya certeza es indiscutible, me habla de la vida como algo altamente improbable, como un capricho del azar. Por eso la vida tiene tanto valor: «Para una persona, su vida es todo. Desde que naces hasta que te mueres lo único que tienes es tu vida y la vida de las personas que te acompañan», me dice.
Si este fuese su último día, le gustaría disfrutarlo sumido en un mosaico de buenas experiencias: gozando con la compañía de personas a las que aprecia, siendo partícipe de conversaciones inteligentes, devorando algún gran libro y perdiéndose en un paisaje de esos que quitan el hipo. ¿Y después? ¿Cómo imagina la escena instantes antes de desaparecer? Para ese momento no hay libros ni paisajes ni conversaciones que valgan. Para ese momento en lo único en lo que puede pensar es en su familia. Su mujer. Sus hijos.
Hoy hablo con Ernesto Páramo, divulgador científico, creador y, hasta hace poco, director del Parque de las Ciencias de Granada, un museo interactivo que nació con aspiraciones locales y que a día de hoy es todo un referente internacional. Nuestro nuevo idealista no fallecido me recibe en su casa, una especie de burbuja en la que la ciencia, el arte y la cultura en general campan a sus anchas. Libros hasta en las escaleras, murales y cuadros salpicando las paredes, libretos de museos y exposiciones sobre cualquier superficie y objetos con aroma a física y a química por todos los rincones. Todo ello, incluso el paisaje que nos rodea —campos y acequias, Sierra Nevada en el horizonte— me atrapan sin remedio. No me cabe la menor duda de que voy a disfrutar de lo lindo con este encuentro.
EL JOVEN QUE LEÍA A KIERKEGAARD
Octavo de once hermanos, lo que significa que Páramo se crió en una casa repleta de niños en la que, además, nunca faltaron primos y tíos. Cuatro, cuatro y tres, así era la distribución por habitaciones. En la suya, dos literas que los hermanos movían a su antojo para jugar a los pasadizos o convertir, a golpe de imaginación y papel pintado, en un castillo. Indios y vaqueros, y fortalezas con romanos. Es lo que le viene a la cabeza cuando le pregunto por juguetes, unos muñecos diminutos a los que apenas da importancia. Lo que sí guarda como un tesoro entre sus recuerdos es aquella mañana de Reyes en la que recibieron un radiocasete de segunda mano para compartir entre todos. «Estuvimos todo el día grabando, probando… Fue un juguete maravilloso», me cuenta con un repentino brote de ilusión que envuelve sus palabras y le ilumina la mirada.
Libros. Tuvo una infancia y una adolescencia llena de libros. Cuando era pequeño fue muy enfermizo: tenía asma y estrabismo y alguna que otra dolencia más que iba y venía, así que pasó mucho tiempo en cama, algo que, supone él, influyó de manera decisiva en su futura pasión por la lectura. Mientras lo cuenta, imagino a un chiquillo menudo y delgado en pijama, recostado sobre el colchón, rodeado de indios y vaqueros, escapando del aburrimiento a través de las páginas de alguna historia de aventuras. Le pido el nombre de algún libro, pero no recuerda ninguno de aquella época. Para eso debemos dejar pasar unos años y aterrizar en su adolescencia, una etapa en la que desarrolló una inquietud, digamos, peculiar. «Lo que más leí, ya en la juventud, que es una cosa muy rara, era filosofía», me cuenta. Spinoza, Kierkegaard, Nietzsche o Descartes estaban entre sus preferencias y, sobre lo que leía, departía luego con su grupo de amigos. Una afición adolescente como cualquier otra, ¿no?
Ernesto fue un chico afortunado. Su padre era inspector de Hacienda y su familia gozó siempre de una vida acomodada. Sin embargo, muy pronto descubrió que no todo el mundo tenía tanta suerte como él. A los dieciséis años se involucró con la comunidad cristiana en un proyecto cuyo objetivo era sacar a los niños de la calle de un barrio chabolista y crear para ellos un espacio donde poder desarrollarse física y mentalmente. El resultado, la Ciudad de los Muchachos de Agarimo. Aquella experiencia en el ámbito social, junto a su creciente interés por la ciencia, el medio ambiente y la pedagogía, marcaría el rumbo de su vida.
COMO ANZUELO, LA CURIOSIDAD
Ernesto se trasladó a Granada para estudiar Derecho y, mientras devoraba asignaturas y cuatrimestres, se interesó por la educación ambiental, un tema al que siempre había sido muy sensible. «Los primeros seres humanos tuvieron que tener la sensación de que todo era infinito: los océanos, las montañas, los animales… Hace muy poco que sabemos que eso no es así, que el planeta es limitado, que los recursos son finitos…», me explica. Y esa certeza ya lo acompañaba a finales de los setenta del siglo veinte. Cuando terminó Derecho, y estudiando ya Pedagogía, se embarcó, junto a un grupo de amigos, en la creación de un centro de innovación educativa, el primero en Andalucía. La premisa del proyecto era clara: para generar conciencia medioambiental real había que ir más allá del sentimentalismo, había que educar usando una base científica. El centro se llamó Huerto Alegre y se convirtió en un referente en educación y formación del profesorado en muchos temas relacionados con el medio ambiente.
Podríamos decir que aquel fue el ensayo definitivo antes del gran salto de Páramo. En el año 87 tuvo su primer contacto con un museo interactivo en Eindhoven, Holanda, y desde entonces quedó atrapado por un gran sueño. En su mente: un museo lleno de vida transmitiendo vida, un lugar donde usar la curiosidad como anzuelo y el conocimiento como recompensa. Ernesto me cuenta que, cuando presentaron por primera vez en el Ayuntamiento de Granada el proyecto del Parque de las Ciencias, allá por el año 90, tras exponer su detallado plan de viabilidad, alguien se le acercó y le dijo: «Está muy bien, me parece fantástico, es muy bonito hacer un museo de ciencia, pero, qué ingenuidad pensar que van a venir cien mil personas a un museo así en Granada, y encima pagando.» Cuán equivocada estaba esa persona, cuyo nombre Ernesto no pronuncia, cuyo rostro seguro que recuerda.
UN LENGUAJE
La luz es intensa. No sólo por el enorme ventanal que nos separa del exterior. Creo que es su cabeza, lo que lleva dentro: tantas experiencias, tantos sueños por cumplir, tantas posibilidades en el horizonte…
Ernesto abandonó la dirección del Parque de las Ciencias hace algo más de un año. Dos motivos lo llevaron a tomar la decisión. En primer lugar, su salud. Los síntomas de que algo no iba bien llegaron con la pandemia y, por culpa de la pandemia, tanto el diagnóstico como la operación se retrasaron. En segundo lugar, una realidad con la que ha convivido demasiado tiempo: él quería dirigir el parque, pero no gestionarlo. La gestión ha robado demasiado tiempo a su verdadera pasión: la divulgación científica.
¿Y qué va a hacer ahora tras haber hecho realidad un proyecto inimaginable? ¿Qué tiene en mente, después de haber convertido al Parque de las Ciencias en un éxito, no sólo local, sino internacional? Lo primero, por supuesto, recuperarse. «Ya no soy un chaval, pero me quedan algunas batallas por dar», me dice. Después, volver a disfrutar de su trabajo escogiendo meticulosamente los proyectos, saboreando cada etapa de cada nuevo sueño. Para Ernesto los museos son un medio de comunicación fantástico, tanto que han acabado convirtiéndose en su lenguaje preferido.
Cuando muera quiere ser recordado con la frase «Supo alimentar la curiosidad» y a mí no me cabe duda de que así será. Mientras tanto, viva en paz.