ENRIQUE MORENTE ( LA FAMILIA)
Aurora Carbonell, artista y viuda de Enrique Morente, le dedica un poema y un artículo a su pareja a petición de IDEAL que acompaña con un retrato realizado por ella del cantaor.
Ya no pasarán más septiembres por mi puerta,
ya no bailaré más alrededor de las hojas muertas
ni me pondré flores en la cabeza
si no tengo el dulce calor de tu cantar
El sueño de Morente hecho realidad
Hablar de Enrique Morente es hablar de un niño que tenía un sueño y luchó con uñas y dientes para conseguirlo y llevarlo a la realidad. Un sueño que no le avalaba nadie. Un niño que desde la cuna no escuchó —a diferencia de otros flamencos— el cante, las palmas o la guitarra.
A esa cuna más bien llegaban los sonidos de las voces y sollozos por los estragos de la vida mísera que se vivía en esos momentos, sumados a la ausencia de un padre, de ese padre que nunca conoció. Enrique me contaba que venía del curro, que con siete u ocho años vendía pan con su saco al hombro por las callejuelas del Albaicín Bajo, siempre cantando.
Un poquito más tarde se metió de seise en la catedral, para así poder lanzar la voz. De esta manera fue creciendo. Poquito a poco fue saliendo ese cantorcillo nato que llevaba dentro. Se formó su propia escuela escuchando el cante de los pájaros, el sonido del agua o subiéndose a lo alto del cerro para escuchar la voz del pastor llamando a las ovejas.
Es difícil llegar donde llegó sin haber nacido en una familia de cante de flamenco, si no tenía a nadie que le apoyara en lo que más le gustaba, y además reñirle por llevar la chuletilla de los cantes apuntados en el bolsillo de la chaqueta.
Llegó a ser uno de los máximos iconos de la creación del cante flamenco, porque él era fiel a su corazón y tenía su propia filosofía, que era no dejar de aprender nunca. Él decía que de cualquiera se podía aprender, por eso se sentía el eterno discípulo.
Un día estando sentado en el patio de su casa con catorce o quince años al lado de su madre, que bordaba mantillas, le cae en las manos un libro de Federico García Lorca, ‘Doña Rosita la soltera’, el cual le despertó un amor por la literatura que ya nunca desaparecería, sino que se fue potenciando cada vez más, hasta convertirse en el cantaor poeta que fue. Él decía que a los poetas los quería muchísimo, que eran como de su familia.
Su respeto a los textos y la devoción a los grandes escritores y literatos le ayudaron a engrandecer y a elevar el flamenco. Junto con su aprendizaje por el cante, estaba el estudio por el arte en general, ya que era un enamorado de todas las disciplinas artísticas; merece mención especial la pintura, por la que tenía una debilidad absoluta.
«Mi padre vive en mí y yo vivo en mi padre»
Destaca su gran nobleza como ser humano, ya que era alguien que no paró de alzar la voz contra las injusticias y a favor de los derechos humanos. Enrique era un andaluz. El más andaluz de todos. Adoraba a su tierra. Nunca se fue de aquí. Se fueron muchísimos artistas pero él seguía aquí hasta el último momento y se pateaba con sus deportivas toda Granada. Subía la Alhambra —decía— para cargar su corazón. Todo el mundo cargamos nuestros móviles con el cargador, él cargaba su alma y su corazón con la Alhambra.
Fue un hombre que pasó por la vida sin hacer daño nunca a nadie; al contrario, era un defensor de los débiles y sufría cuando veía esos países que estaban en guerra y pagaban el pato los más débiles, los niños. Él puso letra al ‘Claro de luna’ de Beethoven, donde lo dice todo: «oiga, no disparen, los niños son inocentes».
Así era Enrique. Era más verdad que la tierra. Nos enseñó a mis hijos y a mí a ser mejores personas cada día. Todo mejor te va a salir si queremos a los poetas y nos empapamos de poesía. Y así fue Enrique Morente: un hombre que abrazaba al mundo, un hombre que tenía la batuta de la creación, un hombre que moría por su tierra, con una bondad, una generosidad y una elegancia humana sin medida.
Todo esto le llevó a ser inigualable, único e irrepetible: Enrique Morente.
IDEAL ESPECIAL COORDINADO POR MARIA VICTORIA COBO
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