Entras en casa y aunque no lo percibas, como ocurre con el perfume al que hace años te has acostumbrado, una sinfonía de olores penetra en tu inconsciente y te hace sentir que has llegado al refugio. Es el rastro que deja en el aire nuestra vida diaria.

Entras en casa, tras una larga jornada de trabajo, y pronuncias su nombre por el pasillo. No está, pero su espíritu se hace presente en cada rincón que a menudo ocupa. En la cocina hay una nota suya escrita a mano, tal vez adornada con un collage apresurado. Me río porque se trata de un humor compartido, recurrente. Guardo el papel en una caja donde acumulo, por vicio, todas las notas que él me ha ido dejando a lo largo de los años.
 
Recuerdo aquel tiempo, el primero, el de la incertidumbre. La incertidumbre era excitante, estimulaba la pasión. La pasión se multiplica también por el miedo a la pérdida. Y recuerdo haber entreabierto las páginas de su diario para leer furtivamente una página. Él a su vez hurgaba en mis papeles para descubrir algún poema secreto entre los guiones absurdos de la tele. Éramos espías del pasado del otro. Yo me atrevía a preguntar y sentía inquietud y aprensión cuando en su narración surgían otros nombres. Él prefería no saber, se protegía de los celos retrospectivos, así que a fuerza de no contar episodios de un pasado convulso anterior a nosotros he acabado olvidándolos.
 
Hablo como de un tiempo remoto, porque sé que han pasado treinta años, pero a mí siempre me parece que vivo en un amor reciente: la incertidumbre de entonces se ha desvanecido, pero no así la alegría del regreso diario a nuestro mundo. Él escribió una vez, ya no recuerdo dónde, que a veces me había visto por sorpresa en la calle y que por breves segundos había pensado que de esa mujer podría enamorarse. Pienso en nuestro primer encuentro como en un hecho milagroso: la chica de la radio cruza una calle de Granada y acude a la cita con el joven novelista ya célebre. Bien podía no haber sucedido. Pero lo que no es fruto del azar es este momento que disfruto ahora, recién llegada a mi casa, sentada en el sofá, esperándolo para cenar, para tomarnos un vino, para retomar “esa larga conversación a través de los años” que es el amor, según Ciryl Conolly. El amor, y así se puede nombrar sin faltar a la verdad, ha salido fortalecido, porque tras la consciencia de la suerte que nos proporcionó ese encuentro fortuito, trabajamos en él desde el principio, desde que la pasión hubo de medirse con el hecho de que los dos teníamos hijos y de que no saldríamos adelante sin su aprobación.
 
Hay una mística en torno a los trabajos artísticos. Parece que si se posee una vocación sincera es necesario entregarse a ella en cuerpo y alma, que quien a ti se una habrá de entender que la obra, con mayúsculas, será siempre lo primero, sacrificando por ella el tiempo común. No habrá obligaciones domésticas que recaigan sobre el artista, ni demasiada responsabilidad hacia los hijos. Estará eximido también de toda culpa; será favorecido con el derecho a preocuparse solo por aquello que tiene entre manos: es un yo por encima de los otros. Y se le concederá un prójimo que aliente ese egoísmo porque a esa vocación se le atribuye un carácter religioso. El artista será perdonado por las víctimas colaterales.
 
No hubiera sido extraño, pues, que al conocer yo a aquel hombre que ya había obtenido un reconocimiento literario me hubiera convertido en esa suerte de amante, secretaria, asistente, que vive a la sombra del creador. Es una figura que aún se contempla con simpatía, que se desvanece cuando el artista muere, y que al morir ella se le dedica una tierna necrológica valorando su papel tenaz y discreto de secundaria que alentó una gran literatura. No era yo ese modelo de mujer, tampoco él reclamaba ese tipo de asistencia, y además tuvimos que trabajar duro para que esa gran pasión que nos concedió el azar no se viera sepultada por las obligaciones domésticas y los hijos compartidos. Hubo una especie de trato tácito por el cual los sinsabores de nuestra exposición pública no cruzaran el umbral de nuestra puerta.
 
Respiro ahora el aroma de mi refugio y encuentro que mi fortuna es esa alegría o consuelo que siento siempre al entrar en casa. Sé que muchas personas atribuyen el amor solo a la suerte, pero nuestro secreto está en saber que el camino estuvo empedrado de generosidad, concesiones y renuncias, que nuestra vocación de amar siempre fue tan fuerte como la de escribir un buen libro. No es fácil que se encuentren dos personas que priorizan lo privado a lo público. Durante el confinamiento, prolongamos las sobremesas, caminamos sobre los recuerdos, teníamos tiempo para recrearnos en ellos, a veces esas conversaciones se reflejaban en páginas que prometían convertirse en un libro. El refugio era ya una cueva donde un Adán y una Eva, maduros y perplejos, se protegían el uno al otro de la hostilidad de un mundo en frágil equilibrio.
 
“Quero a vida sempre assim com você perto de mim/ Até o apagar da velha chama” (Quiero la vida siempre así, contigo cerca de mí/ hasta que se apague la vieja llama), canta Tom Jobim en Corcovado. Para que esa vieja llama siga alumbrando hay que preservarla de las corrientes de aire. No sé si vivir un gran amor es más difícil en este presente. Estoy convencida de que se trata de un deseo universal. Mantenerlo es casi una labor de primorosa jardinería, hay que mimar el ambiente para que sea armonioso, equilibrado. Esta casa es el hábitat de un amor, y así la cuidamos. Decía el hijo de James Joyce, Giorgio, que hubiera preferido que su padre fuera carnicero. Ojalá que los nuestros jamás piensen así, que hayan aprendido algo de la atención que nosotros le hemos dedicado a preservar el tesoro de la intimidad, del amor.

 

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