El debate para abolir la prostitución en la Segunda República: “Es nauseabundo”
Feministas y médicos encabezaron en la época una lucha abolicionista que culminó en 1935 con un decreto que apenas tuvo efecto
Ya había pasado un año desde que las mujeres lograran el derecho al voto, y las feministas ampliaban sus reivindicaciones. La Cruzada de Mujeres Españolas dirigió el 25 de noviembre de 1932 una carta al presidente de las Cortes Constituyentes de la República, Julián Besteiro, avalada, entre otras firmas, por la de Clara Campoamor, una de las tres únicas diputadas en aquel Congreso de 470 miembros, a cuya conciencia se apelaba: “No es posible, señores diputados, que cuantos tienen la obligación moral de velar por los hijos de la Patria dejen en el más triste y vergonzoso de los desamparos a las desgraciadas que, por una suerte adversa, se vieron en el arroyo para ser ignominiosamente explotadas. La prostitución, como modo de vida en la mujer, es de las situaciones más ruborizantes y brutales que en las sociedades existe”.
La lucha por la abolición de la prostitución unió en la época a feministas y destacados médicos. Y no la abanderó tanto la izquierda como el republicanismo liberal, en el que militaba Campoamor. Culminó en junio de 1935, cuando un Gobierno derechista promulgaba el decreto que declaró que la prostitución ya no sería más en España “un medio lícito de vida”. Apenas hubo tiempo a aplicarlo antes del estallido de la Guerra Civil.
En España regía un reglamento sobre la prostitución del siglo XIX destinado, sobre todo, al control sanitario en una época en que enfermedades como la sífilis causaban estragos. El país acababa de salir de la dictadura de Miguel Primo de Rivera, conocido frecuentador de burdeles. Y el comercio sexual había constituido una fuente de sobornos para los políticos, como se evidencia en los diarios de sesiones de las Cortes. “En el viejo régimen todo el mundo sabía que hasta el coche del gobernador civil salía de los recursos de la prostitución”, comentó, el 26 de enero de 1932, José Sánchez Covisa, médico y diputado de la Derecha Liberal Republicana. Días antes, también en la Cámara, un compañero de profesión y militancia política, César Juarros, recordaba como Juan de la Cierva, ministro de la época de la Restauración, había confesado que al llegar al cargo le preguntaron “cuánto quería por los ingresos de la prostitución”.
El debate parlamentario se había iniciado ya 10 meses antes de la carta de las mujeres a Besteiro. Lo abrió un jurista, el futuro ministro Manuel Rico Avello, “un buen señor que tiene fama de recto, amigo del señor Ortega y Gasset”, según lo describió Josep Pla en sus crónicas de la época. El 12 de enero de 1932, con el nuevo régimen democrático a punto de cumplir nueve meses, Rico Avello denunció: “Es un hecho monstruosamente cierto que este Parlamento, que ha otorgado a la mujer la plenitud de derechos políticos muy recientemente —y acaso muy prematuramente—, no se ha cuidado hasta el momento presente de suprimir esa institución nauseabunda que se llama prostitución reglamentada”. Y remató su llamamiento: “Es necesario, es indispensable, es urgentísimo el acabar con esta supervivencia de la esclavitud”.
Tres días después, salió en su apoyo el doctor Juarros, eminente psiquiatra que había fundado la Sociedad Abolicionista aún bajo la Monarquía. Juarros invocó cuestiones de salud pública y también de defensa de la dignidad de las mujeres contra “el pecado del amor mercenario”. Apeló a la “humanidad” y al “sentido moderno de la vida” para poner coto a quienes “siguen creyendo que la mujer debe ser sacrificada a la lujuria cenagosa de los hombres”. Nadie lo rebatió, aunque no todos se tomaban muy en serio el debate. Cuando Juarros se dolía de “esos domingos trágicos de las rameras, que tienen que tolerar el contacto con 20 o 30 hombres”, el Diario de Sesiones recoge que brotaron risas en el hemiciclo. Campoamor protestó desde su escaño: “El tomar a broma este problema dice muy poco en favor de la sensibilidad de esta Cámara”.
La diputada, que había encabezado la batalla por el sufragio femenino, advirtió en su discurso que pretendía evitar el “tono sentimental”, imperante hasta entonces. Campoamor clamó contra los “vividores, delincuentes de oficio” que explotaban a las meretrices llevándolas “de ciudad en ciudad y de mercado en mercado”. Esgrimió argumentos moralistas —”no se puede reglamentar un vicio”— y otros que aún suenan tan actuales como el rechazo a que las mujeres se viesen arrastradas a “tratar su cuerpo como una mercancía”.
El debate continuó 10 días después, sin que se escuchasen voces en contra, más allá de algún toque de escepticismo, como el del radical socialista Carlos Martínez: “Buscamos la manera de hacer el problema menos inmoral, porque la prostitución mercenaria ha de existir contra nosotros y a pesar de nosotros”. En ese mismo debate, Sánchez Covisa sostuvo que mantener la prostitución supondría incumplir el recién estrenado “precepto constitucional de igualdad entre los dos sexos”.
Juarros ya había logrado aprobar en la Comisión de Sanidad una propuesta de ley que establecía: “El Gobierno de la República no acepta la prostitución como medio de vida y, en su consecuencia, perseguirá como incursos en delito a aquellas personas que se lucran de la prostitución”. Pasaron más de tres años antes de que, el 28 de junio de 1935, el ministro derechista de Gobernación, Federico Salmón, firmase un decreto por el que “se dota al país de una nueva orientación de la lucha antivenérea en sentido abolicionista”. Pero en el preámbulo ya reconocía: “No pretende el Gobierno llevar a cabo la aplicación inmediata y rígida, con todas sus consecuencias, de un régimen abolicionista; porque ni el ambiente de nuestro país está aún suficientemente cultivado en tal sentido, ni en la organización sanitaria actual figuran algunos elementos imprescindibles”.
Fue acogido con decepción, porque se antojaba un híbrido: por un lado declaraba el comercio sexual fuera de la ley y, por otro, insistía en estrictas reglamentaciones para el control sanitario. Ante las protestas, el Gobierno lo retocó días después. No tuvo efectos prácticos. Un año más tarde estalló la guerra y acabó con todo. Clara Campoamor partió al exilio y Manuel Rico Avello, el diputado que había abierto el debate en 1932, caería asesinado por milicianos anarquistas en el Madrid bajo asedio de las tropas de Franco.