Marta Porpetta, Charo Fierro, Jeanette L. Clariond y Lidia López-Miguel, ejercen una profesión primordial en los tiempos que corren

Hace unas semanas leía en un suplemento literario unas reflexiones sobre la edición de poesía en España, sus dificultades, los retos de futuro en un momento clave para el sector, con el papel a precios nunca vistos y la multiplicación exponencial de los gastos de producción de un mercado que, desde la pandemia, está estabilizado en un nivel aceptable en cuanto a ventas, si no fuera por la situación de actual inflación que asfixia a las editoriales medianas o pequeñas. Porque el espacio de la poesía verdadera —esa que no fluctúa dependiendo del nombre del autor— es, casi exclusivamente, un lugar para una inmensa minoría. O, en palabras de Javier Egea que resumen bien la realidad: “Poesía, pequeño pueblo en armas contra la soledad”.

Quienes más sufren esta situación de aumento de costes de producción, resistiendo además sin subir los precios de venta al público, son las editoriales independientes, las que están al margen de los grandes grupos; algunas las dirigen mujeres con un espíritu valeroso y esforzado, digno de elogio. O, al menos, merecedor de igual mención y publicidad que sus colegas varones. Pero claro, no se las nombra porque siempre las claves/llaves acaban por estar en los mismos sitios y demasiados/as periodistas culturales se acomodan muy rápidamente a lo fácil: aplicar valores patriarcales ideológicamente asumidos, aunque sea inconscientemente. Esto es: que cuando se habla de la situación del editor de obras poéticas nos olvidamos de que es importante visibilizar igualmente a las editoras dedicadas al mismo género, darles su lugar.

«Y ya son cuarenta años porque, tras la marcha temprana de Luzmaría, fue su hija Marta Porpetta quien cogió el testigo, y ahí sigue Torremozas»

Si nadie se plantea referirse a la difusión y el desarrollo de la narrativa en los últimos cincuenta años sin tener en consideración a Esther Tusquets (responsable de Lumen durante cuarenta años; aprovecho para indicar que, al margen de su novelística, son altamente recomendables sus memorias, Confesiones de una editora poco mentirosa, para entender la realidad del oficio) o a Beatriz de Moura (alma mater de Tusquets), no acaba de comprenderse bien por qué a las valientes que han asumido el riesgo de publicar lírica se las minusvalora o se las silencia. Es curioso: sucede con las editoras de poesía exactamente lo mismo que con la mayoría de las poetas. O de las críticas literarias dedicadas en exclusiva a este campo. Por eso, porque hay que nombrarlo todo —y a todas— queremos traer a colación aquí en primer lugar, y a modo de ejemplo, los nombres de dos referentes que ya no están y que no deben caer en el olvido: Luzmaría Jiménez Faro desde Madrid y Ana Santos desde Almería.

Jiménez Faro desarrolló desde 1982 con Torremozas un trabajo impagable en beneficio de las autoras (empezando por Carmen Conde, siguiendo por Gloria Fuertes —puesto que de ambas fue albacea— y continuando por tantísimos nombres imprescindibles como los de Alfonsina Storni, Carolina Coronado, Josefina de la Torre o Audre Lorde). Tengo dudas de que exista en nuestro país un catálogo que haya dedicado tanto tiempo y esfuerzo a proyectar a escritoras. Y ya son cuarenta años porque, tras la marcha temprana de Luzmaría, fue su hija Marta Porpetta quien cogió el testigo, y ahí sigue Torremozas: sorprendiendo cada poco con un poemario inédito, con la recuperación de unas obras completas inencontrables (son una maravilla los recientes Poemas a Amanda —me refiero a la compilación de composiciones dedicadas por Carmen Conde a Amanda Junquera, evidentemente— a cargo de Fran Garcerá y Cari Fernandez) o bien con casi desconocidas, como la neoyorkina Mercedes de Acosta, que nos revelan lo mucho que nos queda por conocer.

«En ellas se encarna la dificultad que supone pasar de un manuscrito valioso que llega al correo de contacto de una persona que decide a los anaqueles de las librerías, cada una desde su posicionamiento estético»

Un papel similar (desgraciadamente durante menos tiempo) representó en Andalucía, en concreto en Almería, Ana Santos (o Ana Gaviera, como era conocida), tristemente desaparecida con cuarenta y un años en 2014, después de haber creado el sello El Gaviero junto a su marido Pedro Miguel, donde se planteó como prioridad dar oportunidades para las nuevas voces de la joven poesía española. Y lo logró. En diez años El Gaviero se convirtió en un foco de difusión de las obras de Ana Gorría, Raúl Quinto, María Eloy-García y otros imprescindibles de la nueva generación 2010 por la que en principio pocos apostaron (y menos, como en su caso, jugándose su propio dinero y sin ninguna garantía de recuperarlo) sin darse cuenta de que poesía y futuro acaban por darse la mano.

Ese mismo sendero de las precursoras de los últimos treinta años lo transitan cada día las citadas Marta Porpetta (como ya se ha dicho, desde Torremozas, protegiendo con un cuidado exquisito el legado de compromiso con la poesía escrita por mujeres que lideró su madre), Charo Fierro (Huerga y Fierro), Jeannette L. Clariond (Vaso Roto) y Lidia López Miguel (Lastura). En ellas se encarna la dificultad que supone pasar de un manuscrito valioso que llega al correo de contacto de una persona que decide a los anaqueles de las librerías, cada una desde su posicionamiento estético.

«Marta Porpetta, Charo Fierro, Jeanette L. Clariond y Lidia López-Miguel, ejercen una profesión primordial en los tiempos que corren: proteger los libros, la palabra heredada en el tiempo»

Charo Fierro, en colaboración con su pareja, Antonio Huerga, pasaron de su primigenia Ediciones Libertarias (donde publicaron, entre otros a Francisco Umbral, a Leopoldo María Panero o a Eduardo Haro Ibars) a poner directamente su apellido como marca comercial. Ahí encontramos excelentes poemarios de Isla Correyero, María Antonia Ortega o Ángeles Maeso. Con un perfil distinto está Vaso Roto, la editorial fundada por Jeannette L. Clariond, que sigue otra línea prioritaria, a mi juicio: acercar a poetas de otras nacionalidades (y con traducciones siempre muy cuidadas, algo que se agradece mucho) a los/las lectores/as de aquí. Con un catálogo poliédrico, ahí encontramos desde lo último de Adonis pasando por Anne Carson, Tracey K. Smith o Alda Merini sin olvidar a Elsa Cross o María Negroni. Eso no significa ignorar a autoras españolas: Julieta Valero, Asunción Escribano o la recientísima Premio Nacional de la Crítica, Mari Ángeles Pérez López, con su brillante Incendio mineral (Vaso Roto, 2021) tienen ahí su casa. Y no puedo olvidarme de Lastura, la editorial de Lidia López-Miguel. Seguramente la más transgresora de todas (también es la más joven), Lidia viene logrando mantener el equilibrio siempre al límite en su disidencia limpia y honesta, con libros bien cuidados como los de Luisa Miñana, María Sanz (su Recado original es altamente recomendable), Fran Garcerá (Rotura) o lo último de Alberto García-Teresa, Callejero de Manglar.

Todas, Marta Porpetta, Charo Fierro, Jeanette L. Clariond y Lidia López-Miguel, ejercen una profesión primordial en los tiempos que corren: proteger los libros, la palabra heredada en el tiempo, esa tradición de versos que entronca con el presente para abrir camino al futuro. Y lo hacen con firmeza, con convencimiento, con el mismo tesón con que Sylvia Beach logró sacar adelante el Ulises de James Joyce, que gracias a ella y a su librería Shakespeare and Company vio la luz. Ellas, todas las que cito y otras que por espacio no están, ya han logrado la habitación propia de Virginia Woolf para la poesía que aman, ésa en la que cada cual cree (y ve de una manera diferente, como tiene que ser) y por ello defiende a capa y espada. Ahora sólo es necesario que, desde fuera, empecemos a darnos cuenta de lo que implica su tarea cotidiana y silenciosa, de que, sin presumir y desde su discreción elegante, son Quijotes modernos luchando contra molinos de viento. Y de que se lo agradezcamos buscando sus novedades en las librerías o en las ferias que llenan de alegría y sorpresa las ciudades en estas fechas de primavera alborotada. Tengo la certidumbre de que quienes lo hagan no se verán defraudados.

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