Han pasado 30 años desde el inicio de la guerra civil de 1936.

El golpe de estado me sorprendió dando clase de maestro rural en un pueblo perdido de la geografía andaluza. Allí impartía mis enseñanzas y trataba de inculcar a mis alumnos unos valores morales y éticos inspirados en el humanismo.

Allí también entablé amistad con Juan, el hijo de un tendero de la villa. En la provincia a la que pertenece esta población triunfó la sublevación a la República en los primeros días de la guerra. Y mi fidelidad a sus principios me pudo costar la vida. Tuve la suerte de poder fugarme a zona republicana. De no haberlo hecho, quizás hoy no podría contarlo.

Tras el final de la cruenta contienda me desposeyeron de mi título. Me tuve que ganar la vida poniendo un kiosco de prensa para el que me concedieron licencia por la influencia de mi amigo Juan, que también tuvo la suerte de no morir en la guerra, y que estaba emparentado con el alcalde franquista del pueblo donde residimos.

Es el día de Nochebuena y nos hemos sentado a la mesa para dar cuenta de la cena familiar. En su transcurso recuerdo a mi buen amigo el mismo día de Nochebuena, pero en 1936. Ambos luchamos en bandos distintos, él en el franquista y yo en el republicano. Por la nobleza de los hechos que protagonizamos, comencé a relatárselos a mi esposa, hijos y hermanos: El día de Nochebuena de 1936 empezaba a despertar. Había nevado copiosamente la noche anterior y el frente estaba cubierto por un majestuoso manto níveo. Sin embargo, el cielo estaba despejado y en el horizonte azul, claro y nítido, el sol desparramaba su luz por el valle, y la blanca nieve, iluminada vivamente, refulgía y centelleaba ante nuestra mirada. Los pinos nevados eran espectros fantasmales que alzaban sus copas puntiagudas al cielo.

Yo, como capitán del ejército republicano, formaba parte de una avanzadilla en un monte cercano a un pueblo ocupado por tropas franquistas. Muy cerca de nosotros, mantenían sus posiciones los soldados del bando contrario. Pretendían el asalto del altozano.

 Unos días antes, disparábamos a matarnos unos a otros, sin embargo, esa mañana nadie quería disparar. Y en el bando opuesto ocurría lo mismo. El espíritu de la Navidad nos había poseído. La añoranza de la Nochebuena en casa y el recuerdo de los familiares más queridos había hecho mella en nuestro interior. La nieve se iba derritiendo a medida que el sol irradiaba su luz y calor sobre los campos nevados. Tras los días de lucha en el frente, por fin se respiraba un ambiente de calma y tranquilidad. Con el ánimo arriba, me asomé por encima de la barricada levantada en la cima del cerro y, sacando un pañuelo blanco, grité: ¡No disparéis, hoy es día de paz! ¡Os proponemos una tregua!

Desde la trinchera que ocupaban los soldados franquistas, se levantó su capitán y respondió, clamando:
¡La aceptamos! ¡Pensamos igual que vosotros!

Acto seguido, mis combatientes salieron de su refugio y los del otro bando lo hicieron del suyo. Caminábamos para encontrarnos unos con otros. Cuando ya estábamos cerca, reconocí a mi amigo Juan, y él hizo lo propio conmigo. Ya no éramos rivales, sino hermanos. Al contactar, nos fundimos en un fuerte y prolongado abrazo y lloramos ambos de alegría. Los demás se saludaron efusivamente y también se abrazaron.

Luego todos conversamos ampliamente, nos enseñamos fotos de nuestras familias, intercambiamos tabaco y compartimos el vino de nuestras respectivas cantimploras. En ese clima de fraternidad, alguien propuso hacer conjuntamente la cena de Nochebuena. La propuesta fue aceptada por unanimidad. Con la escasa comida y bebida que cada uno pudo aportar compartimos una cena frugal, pero inolvidable. Al acabarla, uno de mis milicianos me
dijo: -Mi capitán ¿qué hacemos en esta absurda guerra, matándonos entre hermanos? Vayámonos cada uno a nuestra casa y terminemos con esta pesadilla. – ¿Qué más quisiera yo?, pero no puede ser. Eso no lo decidimos nosotros, sino las autoridades políticas y militares de ambos bandos – Le respondí, con pena.

La guerra terminaría, tres años más tarde, con la victoria del bando franquista. Juan y yo regresamos a casa. Se iniciaba una larga dictadura.

Acabada mi exposición y concluida la cena familiar, brindamos con una copita de anís y degustamos exquisitos mantecados y turrones. Luego cantamos villancicos acompañados por el sonsonete de instrumentos musicales como zambombas, panderetas, carrañacas y hasta  cuencos de almireces de metal golpeados por el mazo o botellas de Anís del Mono rascadas por un tenedor. Después nos acostamos no muy tarde pues, al día siguiente, la familia de Juan y la mía íbamos a celebrar conjuntamente la Navidad.

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