21 noviembre 2024

Cuando es el cerebro, y no un virus o una bacteria, quien hace que te encuentres mal

Dos estudios recientes identifican algunos de los grupos de neuronas responsables del cansancio, el escaso apetito y el cambio de temperatura corporal cuando pasamos por una infección

Cansancio, algún escalofrío, querer solo meterse en la cama bajo varias mantas, sentir cierta repulsión al pensar en comer… Estas son algunas de las señales que enseguida reconocemos como muestra de que algo no va bien y que nos llevan a decir, algo compungidos, que creemos que estamos “pillando algo”. Ese algo —que, llegados a ese punto, en realidad ya hemos pillado— suele ser algún tipo de infección (un virus, una bacteria) de la que nuestro cuerpo ya está intentando deshacerse.

A la hora de buscar culpables para ese malestar, es común pensar que es el propio virus (o bacteria) el que, al atacarnos, está haciendo que nos encontremos mal de ese modo tan reconocible. Otra explicación popular es que es el sistema inmunitario quien, al luchar contra la infección, provoca casi como daño colateral que no queramos salir de la cama. Es menos habitual pensar que esas conductas de enfermedad, como se conoce a ese modo de comportarnos cuando estamos enfermos (movernos menos, comer y beber menos, buscar el calor), las está provocando el cerebro, en cierto modo a propósito, como parte de la respuesta ante ese patógeno que queremos eliminar. Es decir, el cerebro está haciendo que nos sintamos mal para que actuemos de un modo que contribuya a la curación.

Todo esto se sabe desde hace décadas. Como explica Anoj Ilanges, líder de un grupo de investigación en el Janelia Research Campus y autor principal de un estudio publicado en la revista Nature en septiembre de 2022 en el que identificaba un grupo de neuronas responsables de esas conductas de enfermedad, estas son comunes en todos los animales. Es decir, no solo los humanos dejamos de movernos y comemos menos cuando combatimos una infección, sino que también lo hacen los gatos, los pájaros y “hasta las moscas de la fruta”. Cuando algo está tan extendido y se ha conservado en tantas especies, detalla el investigador, “suele tratarse de algo importante”. Es decir, esas conductas “sirven para algo, contribuyen a la supervivencia”.

¿Cómo nos ayuda todo esto exactamente? Algunos casos son más evidentes que otros. Por ejemplo, lo de movernos menos por estar cansados y con sueño, explica Ilanges, “es una forma de obligarnos a conservar energía, no queremos andar por ahí malgastándola cuando la necesitamos para que el sistema inmunitario combata la infección”. Lo de comer menos es más complicado entender cómo contribuye exactamente a la curación, pero es igualmente necesario: algún experimento hace décadas quiso descubrir qué pasaba si se alimentaba a la fuerza a ratones a los que se les había provocado una infección y que, por lo tanto, habían reducido mucho su ingesta de alimentos.

Los resultados fueron claros: la mortalidad aumentaba si se les daba de comer más de lo que les apetecía. Ilanges cita algunas teorías acerca de cómo ayuda comer poco cuando estamos enfermos: puede que sirva para evitar que la propia infección se alimente de lo que ingerimos, para controlar el hierro que las bacterias necesitan para replicarse, para reducir las posibilidades de ingerir nuevos patógenos…

En el estudio del que Ilanges es autor principal y que realizó como parte de su doctorado en el laboratorio de Jeffrey Friedman en la Universidad de Rockefeller, para identificar los grupos neuronales responsables de las conductas de enfermedad primero hicieron un mapeo de las zonas del cerebro que se activaban cuando a los ratones del laboratorio les inyectaban una endotoxina bacteriana. “Hay evidencias de que nuestro sistema inmunitario se comunica con el cerebro y le dice que tenemos una infección, que nos ‘comportemos como enfermos’. Lo que no se entendía cuando empezamos era qué zonas específicas del cerebro estaban implicadas, qué poblaciones específicas de neuronas. Nuestro objetivo era reducirlo a algo más específico que decir que el cerebro está implicado”, explica.

En ese mapeo inicial, vieron que durante la infección se activaban “unas 100 regiones” en el cerebro, algo que asegura que fue muy sorprendente. Decidieron centrarse en una parte del tronco cerebral porque es una zona “que tiene acceso a lo que hay en la sangre, algo a lo que la mayor parte del cerebro no tiene acceso”. Les parecía un buen candidato para ser los primeros en notar la infección y poner en marcha las conductas.

Para comprobarlo, activaron esa región y esa subpoblación de neuronas en los ratones sin provocarles la infección. Estaban sanos, pero al activar esas neuronas, casi como si se hubiese encendido un interruptor, “se comportaban como si estuvieran enfermos”. Lo contrario también ocurrió, aunque en menor medida: inhibiendo esas neuronas (bloqueando ese interruptor) y provocando la infección, se seguían produciendo las conductas, pero disminuían. “Lo que descubrimos es que esta región controla una gran parte de la respuesta, aunque no toda”, explica Ilanges. Es decir, hay más zonas del cerebro que influyen en ese no movernos y en comer y beber menos.

La fiebre, también desde el cerebro

Otro de los aspectos relacionados con las infecciones que es común en todos los animales son los cambios de temperatura corporal, pero Ilanges y su equipo decidieron no fijarse demasiado en este tema porque hay más variación entre especies. Los ratones, por ejemplo, tienen algo de fiebre con infecciones bajas, pero si se aumenta la dosis —al nivel que usaron ellos— su respuesta es hipotérmica, disminuyen su temperatura. Cree que va en la línea de lo de conservar energía, ya que, para los ratones, que son animales pequeños, “producir fiebre es muy difícil”.

Sí se centró en la fiebre otro estudio realizado en la Universidad de Harvard y publicado en junio que giraba también en torno al papel del cerebro en las infecciones. Esta investigación, que usó esa dosis más baja de endotoxina bacteriana que hace que la temperatura corporal de los ratones aumente, intentó averiguar desde dónde se producía esa fiebre que, como las conductas de enfermedad, también tiene una función. “La fiebre, o ese querer ponerse una manta, nos ayuda, porque cuando la temperatura corporal aumenta, impulsa el sistema inmunitario y frena a los patógenos”, explica Catherine Dulac, ganadora en 2020 del premio Breakthrough en Ciencias de la Vida por una investigación sobre el instinto paternal y coautora de este segundo estudio.

La bióloga cuenta que al principio les interesaba estudiar únicamente la fiebre y que para ello se centraron en el hipotálamo, porque se sabe que es desde ahí desde donde se controla la temperatura corporal. “Empezando a trabajar en ese tema, nos dimos cuenta de que era mucho más que el cerebro controlando la fiebre. Es el cerebro controlando la fiebre, pero también cómo orquestar todos esos otros síntomas”. Esos otros síntomas a los que hace referencia son las conductas de enfermedad. A partir de ahí, se preguntaron si “sería alguna molécula, que cada una actúa individualmente en distintas áreas del cerebro controlando el apetito, locomoción, fiebre, etcétera, o si hay un regulador central de estos síntomas”.

Descubrieron que “efectivamente hay esta interesante población de neuronas en la parte ventral del hipotálamo, en un área en la que la barrera hematoencefálica es fenestrada, atravesada. Hay comunicación entre la sangre y esta área del cerebro, lo que hace posible que, cuando hay una infección, el cerebro lo detecte y se provoque esta respuesta”, explica.

Lo que significa todo esto para cuando estamos enfermos

Anoj Ilanges cuenta que una de las cosas que le pregunta la gente cuando les explica que, inhibiendo determinadas poblaciones neuronales, las conductas de enfermedad se reducen, es si en un futuro podríamos apagar esa respuesta por completo, es decir, no sentirnos nunca enfermos. “Es una pregunta interesante y complicada, porque, si todo esto sirve para algo, ¿de verdad quieres eliminarlo? Ocurre lo mismo con la fiebre. Todo esto lleva estudiándose mucho tiempo, pero creo que aún no entendemos por completo cómo ayudan todos estos síntomas exactamente, así que no sabemos qué pasaría si los elimináramos. A lo mejor descubrimos que para unos tipos de infección no importa, pero que para otros es malísimo no descansar, por ejemplo. Pero aún no lo sabemos”, añade.

En esta línea, es tentador pensar que a lo mejor recurrir a medicamentos que reducen los síntomas de una gripe o un catarro, por ejemplo, no es la mejor idea —teniendo en cuenta que esos síntomas cumplen una función—. Sin embargo, no es un todo o nada. Vicente Gasull, de la Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria (SEMERGEN), explica que “indudablemente, todos los procesos llevan su periodo de evolución, y precisamente por ejemplo la subida de la fiebre, siempre que no llegue a puntos extremos, es para activar los mecanismos inmunitarios. Lo que sucede es que esos síntomas generan un malestar en el individuo y lo que pretendes con el tratamiento es eliminarlos y mejorar la calidad de vida”. Es decir, lo ideal sería buscar una respuesta equilibrada, “no buscar la eliminación completa de todo el primer día, pero tampoco dejar a la persona con fiebre alta o con el trancazo ese de la gripe, porque se pasa mal”.

Es recomendable siempre ese descanso que nos pide el cuerpo (“Hazle caso a tu abuela: tómate el caldo y métete en la cama”, bromea Dulac), aunque no siempre es posible dárselo. “Estamos metidos en una sociedad de la prisa, donde uno no puede estar acostado, donde uno tiene que estar al día siguiente bien. Lógicamente, lo único que estamos haciendo es rompiendo esos mecanismos de compensación o adaptativos”, indica Gasull.

Tanto Dulac como Ilanges coinciden en que sus estudios, de ser aplicables a humanos, son solo el principio, los primeros pasos para entender cómo funciona la enfermedad, cómo y por qué reacciona así el cuerpo cuando tiene una infección y, sobre todo, la relación entre el sistema nervioso central y el sistema inmunitario. Dulac recuerda que cuando ella era estudiante, hace ya algunas décadas, se les decía que el cerebro era inmunoprivilegiado, es decir, que no tenía contacto con el sistema inmunitario, pero que ya hace tiempo que se sabe que ambos se comunican e interactúan de muchas formas. “Esto nos afecta a todos de forma potencial. Influye no solo en la inflamación aguda, sino en la crónica, que puede venir por la dieta o por enfermedades crónicas como el covid persistente”, señala.

Por su parte, Ilanges explica que el haber podido separar la respuesta (ese interruptor) y la infección puede ayudar a entender algunas condiciones crónicas en las que, sin una infección o tras haberla combatido con éxito, las conductas de enfermedad permanecen activas. “No es lo que ocurre habitualmente, pero es algo que pasa. Investigarlo podría ayudar a mucha gente. Es algo en lo que se piensa ahora mucho por el covid”, añade.

La covid, por cierto, pilló a ambos laboratorios en mitad de la investigación. “Tuvimos que cerrar el laboratorio y reducir la colonia de ratones muchísimo porque había muy poca gente en las instalaciones. Nos llevó mucho retomar la actividad”, recuerda Dulac. Por otra parte, concede, fue una etapa interesante en la que estudiar la infección y la enfermedad. “Creo que los dos estudios [son conscientes de la existencia del otro] están generando mucho interés precisamente gracias a todo esto˝, concluye.

Ana Bulnes

FOTO: El cerebro hace que nos sintamos mal para que actuemos de un modo que contribuya a la curación.Tom Merton (Getty)

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