El 30 de marzo de 1900 nació en Paniza (Zaragoza) mi paisana María Moliner, bibliotecaria republicana represaliada, jardinera de palabras, que creó a solas un diccionario.

Escribió su obra interminable en las horas libres de su empleo. Al principio, calculó que la tarea le llevaría unos seis meses, pero pasó quince años ensartando significados como perlas en el hilo de su diccionario. Poco a poco las fichas, los conceptos, las acepciones invadieron la casa. En su hogar, Moliner carecía de despacho propio. Las mujeres que emprendían una tarea intelectual se instalaban en los huecos, inventaban su espacio. Ella se afanaba en un rincón del comedor o en la mesa de la cocina. Quizá alguna vez confundió palabras con patatas, y preparó tortilla de adjetivos, puré de concesivas o esdrújulas fritas. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron cuántos hermanos tenía, contestó: «Dos varones, una chica y el diccionario».
 
En su “Carta a los bibliotecarios rurales”, escribió: «No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos de España ni que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento, y cómo invariablemente responden: ¡Eso, eso es lo que nos hace falta: cultura! Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva, que sólo ella ha de dotarles de impulso suficiente para incorporarse a la marcha fatal del progreso humano sin riesgo de ser revolcados: sienten también que la cultura que a ellos les está negada es un privilegio más que confiere a ciertas gentes sin ninguna superioridad intrínseca sobre ellos, a veces con un valor moral nulo, una superioridad efectiva en estimación de la sociedad, en posición económica, etcétera. Y se revuelven contra esto que vagamente comprenden pidiendo, cultura, cultura… Pero, claro, si se les pregunta qué es concretamente lo que quieren decir con eso, no saben explicarlo. Y no saben tampoco que el camino de la cultura es áspero, sobre todo cuando para emprenderlo hay que romper con una tradición de abandono».
 
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