8 septiembre 2024

Sin césped ni pérgolas ni riegos programados. Donde viven los pobres no hay luces en las piscinas porque no hay piscinas, ni mandos a distancia para abrir puertas de garajes porque no hay garajes.

Tampoco tienen medidas antisísmicas en sus construcciones. Para construir sus casas se acercan al terruño, toman la tierra que precisan, el agua de algún pozo cuando la hay, pocos materiales más y las levantan. Y allá viven como lo hicieron siempre desde que todos apóstoles predicaban por desiertos. Esos pobres, como todos los pobres, viven a expensas de que la naturaleza no se cebe con ellos, porque la naturaleza no entiende de dientes de oro si el oro no te protege. Y el oro protege y reparte más bien para adentro.

Como decía una compañera, hasta las piedras para la casa. Los pobres viven en el campo o en la parte de la ciudad que está en el campo, porque hay que pisar la tierra para muchas cosas que no se pueden hacer en casa.

Y luego llega una riada y se los lleva por delante, y quedan anónimos con nombres anónimos y apellidos anónimos sin d, sin y, sin nada. Desnudos, como llegaron y siguieron toda su vida, se ahogan al volcar la patera o mueren de sed. O llega un terremoto y los aplasta y los deja entre el adobe, barro solidificado, polvo, porque todos somos polvo y antes o después a él volveremos, pero los pobres lo viven desde siempre y en él se quedan como números, si acaso. Los demás miramos y rezamos para que no nos pase a nosotros. Y nos da pena. Ya está.

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