Exigir que se cambie de metodologías educativas, pero sin inversión y sin reducir el número de alumnos por aula, es condenar la mejora educativa al fracaso anunciado de antemano

Si hay alguna reivindicación de toda la comunidad educativa que sea unánime y sostenida a lo largo del tiempo es la exigencia de reducción del número de alumnos y alumnas por aula. La reducción de ratios concita actualmente una inusual unidad sindical, política, educativa y social. Y las ratios se bajan con inversión, con más financiación en la educación pública. Solo hace falta voluntad política.

Durante el curso 2020/21, a raíz de la pandemia, las ratios escolares se redujeron drásticamente. Los resultados conllevaron una mejora sustancial de la atención al alumnado, una mayor práctica de una educación inclusiva, de personalización del proceso de aprendizaje y enseñanza y de atención a la diversidad, incluso la mejora del rendimiento escolar y de la convivencia escolar, así como la reducción de la repetición, del fracaso y del abandono escolar. Todo ello apoyado por un aumento esencial y necesario de profesorado: más de 37.000 trabajadores se sumaron al sistema. En el curso 2021/22 algunas comunidades continuaron con parte de estos refuerzos. Hoy el escenario se ha difuminado.

Es cuestión de voluntad política y de inversión en educación pública (en vez de en armamento o en rescates bancarios). Un ejemplo lo tenemos en Euskadi, donde Gobierno y sindicatos pactaban una bajada de ratios a iniciar en el curso 2023/24. Pero no se trata de que se tenga que establecer en cada región. La efectividad de la bajada de ratios se trata de un factor constante, que no obedece a la variabilidad o el contexto de las comunidades autónomas.

Por lo que es responsabilidad del Gobierno central establecer por ley un umbral de alumnado por aula más bajo. En educación infantil las indicaciones de la Red Europea establecen que debe haber una 1 profesional por cada 4 niños de 0 a 12 meses; 1 por cada 6 niños de 12 a 24 meses; 1 por cada 8 niños de 2 a 3 años; 1 por cada 12 niños de 3 a 4 años y 1 por 15 niños de 4 y 5 años. En primaria y secundaria reducir a 20 escolares por grupo-aula. Y en la Universidad al menos reducir a 30 estudiantes por aula universitaria como ya prometía el Plan Bolonia y que nunca se llevó a cabo.

La nueva legislación indica que para avanzar e innovar en educación hay que cambiar las metodologías trabajando por proyectos cooperativos, desarrollar una educación inclusiva, personalizar el proceso de aprendizaje…, pero oculta que en los países donde se trabajan estas metodologías se hace con una ratio de 15 alumnos y alumnas y, de manera mayoritaria, con dos profesores al menos por aula. Exigir que se cambie de metodologías educativas pero sin inversión y sin reducir las ratios que es la clave, es condenar la mejora educativa al fracaso anunciado de antemano.

Debemos entender que la auténtica revolución pendiente en la educación es la inclusión. Adaptar la educación, el sistema educativo y los centros escolares a las necesidades de cada niño y cada niña a medida que va creciendo y desarrollándose. Adaptarla a su situación, a sus circunstancias y a su ritmo de progreso. Solo así es posible una educación realmente inclusiva. Una educación que ayude y acompañe a todos y cada uno a desarrollarse personalmente de la forma más plena posible, para que nadie quede atrás; y a desarrollarse socialmente para que sea capaz de contribuir a construir una sociedad más justa y mejor al servicio del bien común.

Para poder realizar esta revolución pendiente un primer paso crucial y esencial es la reducción del número de alumnado en cada grupo escolar, en cada aula. Con clases abarrotadas no se puede atender a la diversidad, no se puede personalizar el aprendizaje, no se puede ayudar y orientar a cada alumno y alumna. No se puede evaluar a cada uno para detectar qué dificultades tiene e implementar medidas concretas que eviten el fracaso. Con aulas atestadas lo único que se puede hacer habitualmente, sobre todo a medida que se va avanzando en edad, es poco más que repetir los contenidos de los libros de texto de forma apresurada para llegar al final de unos temarios sobrecargados y enciclopédicos y examinarles para controlar si han sido capaces de memorizarlos o no.

Con aulas atestadas no es posible desarrollar una educación lenta y atenta al cuidado emocional de los menores, a las dificultades que tienen, a las señales de desmotivación o de desaliento que presentan, para ayudarles a corregir sus fallos y plantearles alternativas ante ellos de cara a mejorar su aprendizaje. No es posible dedicar tiempo a trabajar en valores de cooperación y solidaridad, de ayuda mutua y de respeto y convivencia, partir de sus necesidades, entender sus dificultades, conectar los aprendizajes con la vida que están viviendo y el mundo que les está llegando y que queda ajeno y al margen de la escuela.

Por eso, para que sea posible y efectivo este cambio, esta auténtica revolución educativa inclusiva, apostando por el futuro de la educación y de una sociedad inclusiva, es necesario aumentar el número de profesorado en la educación pública para esa reducción de ratios. Desde infantil a la universidad. Es cierto que también será necesario acondicionar y ampliar espacios. Pero lo fundamental, el elemento central, en todo proceso educativo es el factor humano. El profesorado. Si no hay más maestras, maestros, profesoras y profesores en todos los niveles educativos, de poco o de nada servirán todos los demás esfuerzos que hagamos.

Hemos de empezar a asentar la casa por los cimientos. Ya es hora. Insisto: solo hace voluntad política y destinar nuestros impuestos, el dinero público, a la educación pública, en vez de a rescatar bancos y autopistas o financiar guerras.

Enrique Javier Díez Gutiérrez

FOTO: Alumnos de primaria de la escuela Maria Miret, en L’Hospitalet de Llobregat, Barcelona.Gianluca Battista
 
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