Escribir es tratar de descifrar el camino que va de lo imposible a lo posible, un declarado intento de interpretar la realidad que ambiciona su refrendo en los ojos de los demás.

Se construye con los fundamentos más verdaderos de una soledad que se abre al exterior lo mismo que una flor se abre a la esperanza y busca los rayos del sol; despaciosamente, sin prisa, van viniendo las palabras precisas a iluminar la escena, esas que hace un rato ni siquiera se habían pensado y que son una ráfaga de luz que impregna todo lo que las rodea para darle su color preciso, como una música que no frena y que obliga a teclear cada vez más deprisa. Quien ejerce esta tarea es consciente de los detalles pequeños que conforman la cotidianeidad, pero, en instantes como el que vivimos, posiblemente tiene el compromiso moral de afrontar también los grandes; lo que supone la gestión pública en un momento determinado, interpretar un gesto o una actitud que no es de recibo, ponerse en la piel del otro que no siempre coincide con nuestro modo de entender el mundo.  Ahí es cuando se toma una decisión trascendental, a veces incluso sin saberlo, que va a marcar el futuro: se elige entre vivir resguardado en la zona de confort (así lo denominan ahora) o salir a pecho descubierto a la intemperie.

La zona de confort parece un espacio blando, cómodo, y se funda en hilvanar palabras sin decir nada, colocarse detrás de los cristales y curiosear sin involucrarse, imitando el proceder del científico que analiza muestras con un microscopio.  La diferencia es que el científico extrae conclusiones que luego aplica para mejorarnos la existencia; mientras, esa reflexión compartida se suele centrar casi exclusivamente en el análisis -legítimo, eso sí- de un instante preciso que es como una foto fija e inmutable en la que no se pone el foco en ningún aspecto concreto y, por tanto, no se calibran las actitudes de los personajes que van pasando. Simplemente se exponen hechos y no acaba nunca de estar claro de si el firmante del texto está a favor o en contra. O todo lo contrario.

Enfrente está la escritura de proximidad que implica vivir a la intemperie, mojarse cuando llueve y padecer la ardentía cuando suben las temperaturas. Ir desbrozando senderos y ayudar a pensar lo que sucede; no porque los lectores que estén frente a la pantalla o el papel sean tontos, sino porque las cosas se entienden mejor cuando se discuten o se confrontan percepciones. Evidentemente, esto exige tomar partido -normalmente por los vencidos-, arriesgarse constantemente al escrutinio de un adjetivo que puede derrotar el texto y afrontar las críticas de quienes están por norma del lado del poder. Porque hay gente que tiene la habilidad de colocarse siempre en el sitio exacto donde jamás hace frío ni llueve, donde el sol nunca abrasa; en una primavera eternizada. Y, en ese sitio de grisura que permite vivir plácidamente, pasan la vida, las columnas o los libros. Pero qué triste debe ser anclarse en esa ausencia de emoción, alejarse de la necesaria defensa de un modo de pensar legítimo, el propio, en diálogo perpetuo con la conciencia. Habitar la libertad en la escritura significa precisamente eso: respirar serenamente a la intemperie y no tener miedo de contarlo.

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