AQUELLAS NAVIDADES ATARFEÑAS (RECUERDOS DE UN NIÑO TRISTE Y SOLITARIO) por Fco. L. Rajoy Varela
Hablo de aquellas Navidades de la década de los 60 y principios de los 70, de aquellas escarchas matutinas que calaban hasta los huesos y daban paso a mañanas luminosas de intensos fríos y al fondo, Sierra Nevada cubierta de su eterna capa de armiño. La típica postal de Navidad.
No obstante, desde principios de Noviembre ya se respiraba el ambiente navideño con el inicio de las matanzas. Quien podía criaba el cerdo en el corral de su casa y lo cebaba a lo largo del año. La castración del cerdo formaba arte de esa liturgia, recuerdo a Jalago padre capando algún que otro marrano.
Recuerdo la actividad frenética que se iniciaba en casa de los Campos, los Pitres, Paco el Cabezón y mi vecina Dolores la Faroles, ahí en su casa fui testigo presencial de bastantes matanzas y me empapé de la cultura de un pueblo. Hoy en día seguro que los animalistas clamarían al cielo y exigirían degollar al amo en vez de al marrano.
Después de degollar al cerdo, se le introducía en una artesa con agua hirviendo y se le depilaba todo el cuerpo, a continuación se le colgaba de un soporte, se le abría en canal y se procedía a la extracción de las vísceras y órganos con los que se elaboraban la morcilla, la longaniza, el chorizo, la asadura, etc. Los jamones se salaban y preparaban para su curación y posteriormente se colgaban de una viga en la cámaras altas de la casas hasta que estaban curados y listos para su consumo.
También era costumbre tener en los corrales de las casas, gallos, gallinas ponedoras de las que se obtenían huevos y crianza de pollos, así como jaulas con conejos. La mayoría de estos animales se dedicaban al consumo propio o bien a su venta. Eran tiempos de pobreza y había que subsistir de alguna manera.
Aquellas Navidades en blanco y negro pese a los tiempos económicamente difíciles no dejaban de ser entrañables. Eran Navidades familiares, humildes, carentes de lujo. Ese espíritu navideño dejó una huella inolvidable en nuestra mente y nuestro corazón.
Recuerdo el sabor de aquellos mantecados, roscos y polvorones caseros que nuestras madres elaboraban en casa con los licores que se compraban a granel en la destilería de la familia Alonso Ramal en la calle del Cine al lado de la plaza de los Peñones. Después se horneaban en alguna de las tahonas que teníamos próximos en el barrio. Los hornos de Bienvenido, Pepe Vílchez, Paco el de las Prudencias, Callejón, los Hermidas, etc. Todos estos productos navideños de sabor casero tan genuino y original que aún pasados los años se recuerdan tanto su olor como su sabor.
Y así se llegaba al día de Nochebuena, la cena en familia tan entrañable como inolvidable, el canto de villancicos acompañados de guitarras, panderetas, zambombas y carrañacas. Y después de la cena las familias acudíamos a la misa del Gallo. Fueron otros tiempos y otras costumbres. No quiero ni puedo olvidarme de aquel Belén que montaba cada año mi vecino Juan de Dios Arjona, no sólo por la cantidad de figuras y hasta el último detalle hecho con un gusto exquisito.
El día de Navidad había comida especial, no faltaba ni un detalle, sopa de caldo con sus trozos de carne y sangre frita, se comía algún gallo o pollo criado en el corral y de postre mantecados, roscos y polvorones.
No quiero caer en el tópico erróneo y nostálgico de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Fue una época distinta y con ilusiones distintas.
Las fiestas navideñas se cerraban con la cabalgata previa del día de Reyes. Quien podía y quería cogía el tranvía que te dejaba frente a la Gran Vía de Granada que era por donde transcurría la Cabalgata o bien a nivel local, en Atarfe, se instalaba el trono de los Reyes en los locales del Servicio de Extensión Agraria en la calle de la Cárcel.
Con que ilusión acudíamos los niños a entregarle la carta con nuestros deseos y hacernos una foto. Al día siguiente éramos felices con lo que nos llegaba. No importara que fuera poco, ni tampoco que el regalo no fuera el que habíamos pedido. La ilusión no nos la quitaba nadie, ni por ello éramos menos felices.
Así eran aquellas Navidades y aquella niñez que los Reyes Magos dejaron en la ventana de mi vida como el mejor regalo.
Francisco L. Rajoy Varela