¿Estuvo la mujer discriminada jurídicamente en la historia?
Se llegó a extremos incongruentes: en Sevilla, una señora maltratada por su propio marido hubo de pedir licencia del mismo para retirarle la querella interpuesta
Que la mujer ha sido objeto de discriminación a lo largo de nuestra historia podría considerarse un hecho incontestable desde nuestra óptica actual. Se ha dicho por ejemplo que la mujer pasaba de la tutela del padre a la del marido o a la de Dios, si profesaba. Y ello porque su destino natural era el matrimonio o el convento.
Como premisa previa es cierto que no debemos hablar de la mujer en abstracto, antes bien, será mejor hablar de mujeres. No es lo mismo si estaban solteras, viudas o casadas. Además, no se puede meter en un mismo saco a todas sin tener en cuenta su diferente estatus económico, social, etc. No sería defendible mantener que Isabel I de Castilla estuvo discriminada.
Otra cuestión es que la mujer no se viera a sí misma como discriminada, que tuviera perfectamente interiorizado su rol. Sólo así se entiende que cuando una recién viuda traspasa una botica en la calle Atocha madrileña en 1740 manifiesta que lo hace al no poder atenderla “por la no inteligencia con que se halla, respecto de ser facultad tan disconforme a su sexo”.
Con todo ya adelanto mi opinión, asumiendo de antemano una posible crítica por presentista —que repugna a cualquier historiador—, de que las mujeres, si bien no constituían un grupo marginado pues estaban plenamente integradas en la sociedad, a salvo las prostitutas —apartadas muchas veces en determinados barrios y sometidas a reglamentaciones municipales específicas—, lo que sí sufrían era una discriminación jurídica. Bastaría referirnos a la preceptiva licencia marital o la tipificación del adulterio en la que ella se llevaba la peor parte.
Pero no nos adelantemos: veamos distintos ejemplos a la luz del derecho vivido, el de los protocolos notariales.
En cuanto a su posible comparecencia ante escribano, recordemos que ya desde las Leyes de Toro de 1505 se imponía la licencia marital que exigía el consentimiento del marido. Unilateralmente, la mujer casada apenas comparecía ante el escribano, salvo para testar.
En una escritura de poder autorizada en 1787, se dice: “Habiendo precedido la venia, licencia y consentimiento que de marido a mujer se requiere”.
Se llegó a extremos incongruentes: en Sevilla, una mujer maltratada por su propio marido hubo de pedir licencia del mismo para retirarle la querella interpuesta, otorgándole carta notarial de perdón.
Ya cercano el siglo XX, nuestro admirado Joaquín Costa, como notario de Madrid —donde ejercería desde 1894 a 1901— autoriza escritura de licencia marital por la que un marido da poder a su esposa para que pueda vender los bienes de ella misma (los llamados parafernales).
Se defendía doctrinalmente esa licencia como un instrumento de protección en base a su presunta inferioridad y no sería suprimida hasta la Ley de 2 de mayo de 1975. La exposición de motivos de esta norma habla sobre la modificación del “vejatorio texto” que asimilaba, a efectos de consentimiento contractual, a la mujer con el menor no emancipado ¡y con el loco o demente carente de capacidad!
En la esfera familiar, los bienes dotales, aportados al matrimonio por la familia de la mujer, eran administrados por el marido, al igual que los parafernales. Y recordemos que la dote pervivió hasta 1981.
La patria potestad por definición era paterna. Si moría el marido, normalmente pasaba a la madre en forma —más limitada— de tutela o curatela, según la edad del hijo, salvo disposición contraria del esposo en testamento o que ella contrajere nuevas nupcias. Y todo ello a diferencia de la actualidad en que la patria potestad se ejerce conjuntamente por ambos progenitores.
A efectos sucesorios, la primogenitura, caso de parto múltiple, correspondía al varón. De igual modo, caso de conmoriencia (muerte a la vez) de ambos esposos, la presunción le era desfavorable: “Entendemos que la mujer, porque es flaca naturalmente, moriría primero que el varón”.
Tampoco la mujer podía ser testigo en los testamentos. La explicación de esa limitación para algún tratadista de entonces era por su posible indiscreción en razón a la debilidad de su sexo (imbecillitas sexus).
No acababan ahí las limitaciones.
Veamos la esfera mercantil. El Código de Comercio de 1885 facultaba a la mujer casada para ejercer el comercio si contaba con la autorización del marido que habría de inscribirse. Tampoco le era permitido afianzar a terceros.
Anteriormente, los contratos de aprendizaje de un oficio estaban reservados casi en exclusiva para los varones, pues ellas iban destinadas habitualmente al servicio doméstico. La actividad gremial la tenían muy limitada, no solían ser admitidas. Muchas ordenanzas prohibían a los maestros tomarlas como aprendizas, lo que les vetaba de facto el acceso a la maestría. Sí se les permitía que mantuviesen el negocio, a falta del marido, hasta que los hijos pudiesen hacerse cargo de él teniendo entretanto un oficial varón al frente, o que ellas se casasen de nuevo, y, entonces, el nuevo marido se ocuparía. Ante la imposibilidad de ejercer, la madrileña María Pérez en 1649 tuvo que vender su taller y poner una posada en la casa en donde vivía.
Por ejemplo, una taberna podía estar dirigida por un matrimonio, pero si ella enviudaba, la cuestión se complicaba. Precisaba de nueva licencia a su nombre y muchas veces, al ser mujer sola, no se le concedía, pues no podría comprar el vino necesario a falta de varón.
No debemos olvidar que la función de las mujeres podía ser fundamental: aparte de su papel en el seno de la familia, la mujer aportaba muchas veces mano de obra a bajo coste, una reducción del gasto del núcleo familiar e, incluso, la asunción de la dirección del negocio o, cuanto menos, una división de tareas, ayudando a la contabilidad y a la gestión del taller o tienda cuando el marido se ausentaba. Es lo que se ha dado en llamar la maestría silenciosa, injustamente preterida.
Concluyo abordando el acceso de la mujer al notariado: al igual que lo que llevamos examinado, sólo podía ser propietaria del oficio notarial en caso de ser viuda o hija del escribano fallecido, aunque nunca podría ejercerlo por sí misma. La condición de varón era indispensable. Muchos matrimonios fueron concertados teniendo en cuenta las escribanías (oficios) aportadas por las mujeres en sus dotes. Así, Teresa de Zavala contrajo matrimonio con Matías de Goicoechea y aportó como dote una escribanía del número de Bilbao, la cual fue desempeñada por su marido a partir de 1671.
Antes, en Cádiz, Isabel de Soto lo había aportado a su matrimonio, ejerciendo su marido. Lo curioso en este caso es que con ocasión del saco de Cádiz de 1596 por la tropas inglesas del conde de Essex, el esposo fue apresado y llevado a Inglaterra en espera de su rescate. La esposa solicitó entonces, y obtuvo, licencia real para poder dar el oficio en arrendamiento a un tercero y conseguir así dinero para el rescate.
Hubo que esperar a 1931 cuando un Decreto republicano lo posibilitó. En 1944 se impuso de nuevo el veto a ellas, que permanecería hasta una Ley de 1961. Hoy su número es igual o superior al de los varones.