El origen de la Tarasca, la dantesca procesión que abre el Corpus de Granada
El bien contra el mal
En pocas horas Granada celebrará el Corpus Christi. Sin embargo, el día anterior pertenece a la Tarasca. Un año más, recorrerá las calles de la ciudad en una fiesta antiquísima
A falta de un día para la fiesta del Corpus Christi, un año más, la Tarasca va a desfilar por las calles de Granada. No mayor que un caballo, el cuerpo grotesco de este anfibio mitológico es espejo de su vileza. Semejante a un dragón, pero protegido bajo un caparazón de tortuga, camina sobre seis garras de oso. A su vez, puede tragarse a una persona entera –y lo hace– con sus fauces de león.
Montada sobre el monstruo se paseará una mujer que, vestida con alguna prenda sugerente, va a tratar de tentar a los hombres. Por suerte para los granadinos, esta historia tiene su héroe en la persona de santa Marta, una santa del siglo I que, según la leyenda, logró domar a la fiera.
Así se verá esta procesión con los ojos de un niño. Sin la fantasía, es una figura de materiales sintéticos que con los años ha acabado pareciéndose más a un dragón que a una verdadera tarasca. Y la tentadora mujer es un muñeco similar a un maniquí que el Ayuntamiento viste de un modo distinto cada año.
Sin embargo, el ritual mantiene viva una tradición antiquísima, que retrotrae a una temática nuclear en la tradición europea: el punto donde se encuentran lo mitológico y lo cristiano para enfrentar al bien contra el mal.
Desde los dibujos de animales antropomórficos en las cuevas paleolíticas, que por su indefinición muchos arqueólogos se resisten a calificar de fantásticos, hasta el infame Basilisco, que san Isidoro (c. 556-636) llamó “el rey de las serpientes”, la tradición está repleta de bestias mitológicas. Seres que, incluso en tiempos precristianos, servían para representar el mal.
La Tarasca aparece en la Leyenda áurea, una importante colección de hagiografías (relatos sobre los santos) recopiladas por el dominico italiano Santiago de la Vorágine a mediados del siglo XIII. Y el santo la ubica en el denso y por entonces inhabitado bosque que sigue el río Ródano entre Arlés y Aviñón, en Francia. ¿Por qué los animales mitológicos aparecen siempre en los bosques? En El salvaje en el espejo (1992), el antropólogo mexicano Roger Bartra nos da las claves.
Con la paulatina cristianización de Europa, los bosques se fueron convirtiendo en el último reducto de las creencias precristianas. Lugares que, por inaccesibles, eran escenario de ritos paganos. Luego se trocaron en espacios encantados, que la gente temía porque alojaban a criaturas diabólicas. Bartra lo resume de una forma muy bella: “Los bosques eran una especie de frontera interior que amenazaba –real e imaginariamente– al imperio de la fe cristiana”.
Venida de Anatolia central (Turquía), la Tarasca era a la vez hija del Bonnacon, un clásico del bestiario medieval, y del mismísimo Leviatán. Este, creado por Dios, aparece en el libro del Génesis como un dragón marino. También lo menciona Job (el profeta sometido por parte del diablo a gravísimas pruebas), y es de gran importancia, porque lo comparten las tres religiones abrahámicas. Con semejante padre, no es de extrañar que las historias de la Tarasca atemorizaran a los hombres del Medievo.
Los más valientes lo despreciarían como un cuento para niños, pero seguro que a más de uno le recorrió un sudor frío antes del cruzar el Ródano. Bajo el agua, un hijo del Leviatán esperaba para llevarse su bote a las profundidades. En muchos grabados medievales aparece también engullendo a sus víctimas, empezando siempre por la cabeza.
Por fortuna, todo acabó cuando santa Marta intercedió a favor de los habitantes de Tarascón, un pueblo del sur de Francia a orillas del Ródano. Alertada por las plegarias de los vecinos, la santa se apareció en los bosques justo cuando la bestia estaba engullendo a una persona. Armada únicamente con una cruz y unas gotas de agua bendita, logró domar al animal, y, como si fuera una mascota, se la llevó al pueblo atado con una correa. Las gentes de Tarascón, no obstante, prefirieron no correr riesgos: a la primera oportunidad lincharon a la Tarasca hasta la muerte.
Con algunas variaciones, así aparece la leyenda en la mayoría de los relatos medievales, desde el Vita Beatae Mariae Magdalenae et sororis ejus Sanctae Marthae, quizá del siglo XII, hasta el Speculum historiale del enciclopedista Vincent de Beauvais, del XIII. Gracias a esto, el hispanista David D. Gilmore –que ha estudiado la mitología hispánica–, zanja que la leyenda de santa Marta y la Tarasca apareció en el sur de Francia a inicios del siglo XII. Sin embargo, la existencia del animal mitológico podría ser más antigua.
Respecto a la fiesta, arrancó en el siglo XV por disposición de Renato de Anjou, conde de Provenza. Celebrada al principio el día de Pentecostés, o por la festividad de santa Marta, fue entonces cuando se inició la tradición de construir reproducciones del animal mitológico. Rápidamente, a medida que se afianzaba la Reconquista, la tradición saltó los Pirineos y se extendió por España, empezando por Catalunya. De ahí que el animal sea protagonista también de la fiesta del Corpus Christi en Berga (Barcelona), llamada “la Patum”.
Sin embargo, la primera referencia escrita a este festejo en España aparece en 1282 en Sevilla. Como explica Juan José Antequera Luengo, miembro de la Real Academia de la Historia y autor de Santa Marta y el Anticristo (2009), al margen del día del Corpus, la Tarasca también salía en procesión en otras ocasiones. Como en 1588, cuando salió en La Hiniesta para rogar por la Armada Invencible. Pasado el tiempo, la de Granada es una de las pocas que sobreviven.
En su formato actual, en esa ciudad se empezó a conmemorar gracias a una disposición de los Reyes Católicos para que allí se realizara una procesión del Corpus. Con la presencia de diablillos y gigantes, poco a poco la festividad se fue popularizando. Quizá demasiado, pues a partir del siglo XVIII las autoridades empezaron a juzgar que aquello estaba degenerando en una jarana más.
Alcohol, baile y celebraciones vulgares, tantas licencias acabaron captando la atención de Carlos III, que en 1780 promulgó una pragmática sanción para prohibir esas procesiones en el contexto del Corpus Christi. Aunque, como dice Gilmore, el monarca no consiguió que aquella “atmósfera irreverente”, como lo llamaba él, acabara. Trasladada a los días de carnaval, o con la prohibición de entrar en iglesias y cementerios, las procesiones de tarascas sobrevivieron hasta el siglo XIX, y en Granada y algunas localidades más, hasta hoy.
A pesar de ser también una tradición francesa, aquí la festividad tiene una particularidad que cabe mencionar, y es la presencia de lo erótico como alegoría del pecado. Como explica David Gilmore, eso explica la presencia de una mujer a lomos de la tarasca granadina.
Más paradigmático resulta el caso de Toledo, donde quien cabalga la bestia es una mujer que representa a Ana Bolena, la reina consorte inglesa y símbolo de la ruptura protestante en ese país. Puesto que fue ella quien causó la caída en desgracia de Catalina de Aragón, escudo del catolicismo en Inglaterra, su presencia en el desfile relaciona lo protestante con el pecado y la herejía.
Sin embargo, quizá la mejor definición de las tarascas la dio el antropólogo británico Maurice Bloch. Igual que los diablos o cualquiera de las abominaciones que aparecen en las fiestas populares españolas, son constructos que sirven para representar todo lo que es maligno, tabú o que contradice las leyes de una comunidad. Por ello, la representación anual del relato de santa Marta contra la Tarasca es una forma de “regeneración” colectiva y de expulsión de los “monstruos” internos de una sociedad para que el bien triunfe sobre el mal.