23 noviembre 2024

Cuando las prisas ahogan y todo se restringe a la comunicación imprescindible, a decir sólo lo preciso en mensajes cortos donde la sensibilidad se desdibuja, tal vez haya llegado el momento de reivindicar la necesidad de recuperar las cartas.

Últimamente, en mi buzón ya no se reciben; quiero decir -evidentemente- cartas de verdad, de aquellas que llevaban anotado a mano el remitente, con los sellos justos y la tinta marcada. Recibo, eso sí, con la puntualidad británica que propicia la eficacia de mi cartera, misivas de bancos, información de facturas domiciliadas ya pagadas y, en demasiadas ocasiones, publicidad de productos superfluos para alguien que prioriza las letras y las personas a objetos acumulados por doquier de los que nunca se sepa bien su utilidad. Y, mientras, nos estamos olvidando de escribir a mano sobre lo que nos interesa, nos importa o nos angustia; de coger el bolígrafo -no digo ya la pluma-  para unir frases como espigas que se elevan, que revelan verdades nuestras, sentimientos que cuesta verbalizar o noticias primordiales para quien redacta o para el lector de las cuartillas, que debe tratar de interpretar lo que se esconde detrás de una frase concreta (ay, lo dicho y lo no dicho que se pierde para la eternidad), de la ausencia de un comentario que creíamos oportuno, de un nombre… Las cartas obligaban a pensar, a redactar incluso borradores previos, para luego responder con el cuidado exquisito  que merecía el interlocutor.

Por eso se nos han ido muriendo despaciosamente con su blancura volandera: imposible enfrentarse con la inmediatez de la sociedad digital. Como todo es para anteayer, la necesidad de premura no tiene en consideración más que lo puramente obligado y desvanece al emisor. “En cuanto pueda nos tomamos un café”, dice un WhatsApp, “mándame el informe hoy”, recuerda imperativamente un correo electrónico.

Sin las contemplaciones de “querido amigo”, “estimada compañera”, o similares. Es decir, que hasta con las palabras hemos perdido las formas. Sucede igual con las conversaciones verdaderamente  importantes: que siempre se quedan para mejor ocasión ahora que el tiempo, sin que nos demos cuenta, nos ha robado la voluntad de construir momentos irrepetibles compartidos, serenos en su paz inabarcable. Y de ahí a no pensar, a actuar como autómatas, hay un paso. Estamos desatendiendo aquello que nos avisaba Machado, nuestro poeta filósofo siempre con su bondad a cuestas, con esa dignidad que ya no se estila de quien es su mayor/mejor crítico y su chaqueta de paseante bajo el brazo. Antes intelectuales se escribían y hablaban mucho. Incluso consigo mismos, conscientes de que pensamiento y vocablos se hermanan, de que sólo intercambiando opiniones se puede hacer una aproximación a la verdad individual que conforma nuestra identidad colectiva.

Don Antonio recordaba la importancia de  la reflexión que empieza con uno mismo (“converso con el hombre que siempre va conmigo”, apuntaba), de los coloquios prolongados de café o esa intimidad a distancia que implica una relación epistolar. Pero todo esto se ha ido olvidando entre los pliegues del tiempo, en los silencios ásperos que han sustituido a la emoción que suponían unas cuartillas redactadas desde el territorio de la complicidad. Por eso lo único inaplazable es recobrar la voluntad de sosiego, la capacidad para expresarse con las palabras justas, esas que nos protegen de la deshumanización dominante. Aunque no se utilicen para escribir una carta.