23 noviembre 2024

Aquel Atarfe de la década de los 60 del siglo pasado. Un Atarfe ni mejor ni peor al de hoy, absolutamente distinto.

Entonces éramos ocho mil vecinos, hoy son veinte mil. Se ha pasado de un pueblo entrañable, a una ciudad despersonalizada donde salvo al vecino del barrio, nadie conoce a nadie. Son los signos de los tiempos, las claves de identidad. Los que tuvimos la suerte de nacer en aquellos años, los atarfeños de cuna, los que un día tuvimos que abandonar el terruño, cuando hemos vuelto pasados los años, hemos experimentado la triste sensación de no reconocernos, de no pertenecer a ese lugar donde vimos la luz primera.

Estas calles actuales son escenarios fantasmales de un pasado que evocan tantos recuerdos, tantas sensaciones de una infancia y una adolescencia felices. A veces hablando con los buenos amigos que aún conservo aquí, no me canso de repetirles, pese a resultar pesado, de que no pueden entender lo que siento porque han tenido la inmensa fortuna de seguir viviendo aquí y no haber tenido que marcharse.

El gran poeta Rilke dijo que la infancia es la verdadera patria del hombre. Los recuerdos de infancia no sólo forman parte intrínseca de nuestras vidas, sino que han estructurado nuestra personalidad. Pero patria en minúscula, no Patria en mayúscula como equivalente de una bandera y un folclore.

Pese a no residir en Atarfe desde hace muchos años, nunca he perdido mis señas de identidad. Sigo pensando, hablando y sintiendo en atarfeño y me siento orgulloso y presumo de serlo. Es el mejor homenaje que puedo rendirles a mis padres y antepasados. Cuando he escuchado y leído los pregones de las fiestas de Atarfe de estos últimos años de Fabiola, de mi gran amigo Juande y el último de Ángel, independientemente de su construcción literaria y la nostalgia de un pasado, así como sus recuerdos personales, me dejan la sensación que se quedan en la superficie. Bajo mi opinión, falta sumergirse y transmitir emociones que afloren al exterior y conecten con la gente. Sus recuerdos son eslabones de una cadena perdida en el tiempo, la cadena de la nostalgia, y aunque se diga que ésta, la nostalgia, es un error, hay muchos momentos cuando el barco de la vida naufraga que es el tablón al que te aferras para mantenerte a flote.

Cuando digo que hay que hacer una inmersión profunda en el lago atarfeño de aquellos años, me refiero a que recuerdos al margen, si queremos entender cómo era el Atarfe de entonces y sus gentes, no sólo para los hijos y nietos de aquellos atarfeños de los 60, y también para la gente que vive hoy en Atarfe y no es de aquí.

Atarfe no era sólo la imagen de un desvencijado tranvía con su jardinera que nos acercaba a Granada, ni las eras, ni los olivares, ni la canterilla, ni el ruinoso Castillejo o Ermita. Eso eran símbolos de un paisaje asociados a unos recuerdos más o menos agradables.

Atarfe era una forma de entender y sentir la vida por sus gentes.

Francº L. Rajoy Varela

FOTO: En la fotografía, cortesía de María Victoria Correa, publicada en FACEBOOK DE GACETILLA  Y CURIOSIDADES ELVIRENSES