22 octubre 2024

En mi anterior artículo comentaba que Atarfe no era sólo la imagen de un tranvía cansino con su jardinera que atravesaba la calle Real, ni las eras, ni los olivares, ni las madres del Rao, ni la suma de los recuerdos aislados e individuales, de hechos puntuales, sino que era una forma de ser y sentir la vida por sus gentes.

La actividad laboral de la gente giraba alrededor de las fábricas industriales, la agricultura, la ganadería y el sector servicios. El único que se mantiene a día de hoy junto a la hostelería. Se puede decir sin temor a equivocarnos que el Atarfe del siglo XXI y desde hace muchos años ha pasado de ser un cinturón industrial a ser una ciudad dormitorio. Una ciudad sin alma, despersonalizada. Una ciudad de paso y unos ciudadanos sin señas de identidad, sin vinculación y compromiso con el pasado. ¿Es triste? No, es el signo de los nuevos tiempos y hay que aceptarlo sin más.

Queda muy lejano el Atarfe del ayer, pero en mis recuerdos y en mi corazón han quedado grabadas imágenes y emociones de la infancia y la adolescencia que forman una parte muy importante de mi idiosincrasia.

Recuerdo a nuestros abuelos vestidos siempre de un eterno negro y su impresionante silencio, sentados en sus sillas de anea en las puertas de las casas tomando el sol en las mañanas de otoño.

Recuerdo a nuestras abuelas en los pilares llenando de agua las botijas y sus cotilleos, sus consejas al calor de las chimeneas en las noches de invierno. Y por las tardes, al anochecer, los rezos del
rosario con su murmullo cansino y sus torpes latinajos. Dentro de las casas ocupaban un sitio preferencial y respetuoso. Y recuerdo a los abuelos en las tabernas jugando sus partidas de cartas y sus cuartillos de vino. A ellas y ellos nunca les oísteis una palabra más alta que otra, ni una queja, ni un reproche. Vivieron en silencio y murieron de la misma forma, arropados por el cariño y el
respeto de los suyos. A la tumba se llevaron el dolor y la tristeza de una vida truncada por una cruel e injusta guerra. Su silencio es el de los corderos llevados al matadero por una minoría canalla,
ambiciosa y sin escrúpulos que envenenó la mente y el corazón de miles de buenas personas sin maldad, aprovechándose de su falta de cultura. Esos abuelos cuyo único objetivo era trabajar muy  duro, sobrevivir y sacar adelante a sus hijos. Nuestras madres y nuestros padres, efectos colaterales de aquella crueldad, de aquella sinrazón. Considero que no se ha hecho justicia con ellos y la
historia de Atarfe no se puede entender sin su legado tanto el de nuestros abuelos como el de nuestros padres.

¿Para ellos no existe la memoria histórica? Indignación y asco producen estos políticos deleznables de esta nación cainita, que inflan el pecho y cacarean como gallos tratando de sacar rédito para
colmar sus malditas ambiciones de poder. La memoria histórica no es remover tierra en cunetas y barrancos, dejemos que los muertos descansen en paz, aquello debe servir como recordatorio de no permitir que vuelva a ocurrir. Que unos cuantos malnacidos sin escrúpulos contaminen a una mayoría y la lleven al horror y la locura. Me consta que en Atarfe, en las rotondas, se han subvencionado por parte del Consistorio unos digamos que monumentos, que en realidad son auténticos adefesios que ofenden al arte y el buen gusto, pero por el contrario y como es de dominio público, presuntamente deben llenar el bolsillo de amigos y simpatizantes de la causa y que se tienen por artistas. Pregunto, estos que manejan el cotarro, ahora y antes, ¿han pensado en sus abuelos y padres?, ¿han pensado en los miles de atarfeños emigrantes? Todos ellos sí que merecen un monumento de recuerdo y homenaje. Ellos también forman parte de la memoria histórica, ellos forman parte de un pasado que no se debe olvidar. Si los regidores de la corporación municipal no piensan en ellos, ¿qué talla moral e intelectual tienen?

Recuerdo bien aquellos carros tirados por bueyes, el olor a la alfalfa recién segada, el olor de los maizales y sus panochas, los trigales y sus espigas de trigo bamboleándose al viento y rodeadas de
amapolas, los juncos a la vera de las acequias y en las noches el croar de las ranas. Recuerdo bien el olor a tierra húmeda de las hazas y sus productos, los surcos que dejaba en la tierra el arado tirado por una yunta de bueyes, el paisaje verde y silencioso de los olivares y la recogida de la aceituna.Las eras con sus mulos tirando de las trillas y el que los guiaba con su sombrero de paja y su pañuelo cubriéndole la boca y aquella piel tostada por el calor del verano regada por el sol. Recuerdo el frescor y el verdor de las alamedas de las madres del Rao donde nuestros abuelos y padres en compañía de amigos solían ir llevándose la comida y sus guitarras y bandurrias, pasando una jornada inolvidable. Estas mismas escenas se producían en la Canterilla o en la Moleona.

Recuerdo los establos de las vacas y el olor a estiércol, el olor y el sabor de la leche recién ordeñada en un caldero y que íbamos a buscar con la lechera en alguna de las vaquerías cercanas.

Recuerdo las tertulias de los bares, las tabernas (aquellos borrachos melancólicos que ahogaban su tristeza con aquel vino peleón) y las barberías con sus olores inconfundibles y sus conversaciones sobre lo cotidiano, lo divino y lo humano. Estos recuerdos de atarfeños que forjaron la historia de nuestro pueblo y que las generaciones actuales ni han oído hablar de ellos. Sombras, fantasmas reales de un pasado no tan lejano y aquellos que conocimos y amamos aquellos tiempos guardamos esas fotos en los cajones de nuestras mentes y corazones.

Recuerdos de esas tardes de pan y chocolate o de la tetilla del pan desmigado y rellena de aceite y azúcar en casa a la salida del colegio, los juegos a las bolas o al burro en las calles, los juegos al
fútbol en el terrizo o con los troncos de tabaco a hacer chozas o lanzarlas como si fueran jabalinas. Los deberes del colegio y la lectura de los tebeos al calor del brasero.
Y tantos y tantos recuerdos, olores y sabores que harían una lista interminable.

Francº L. Rajoy Varela