21 diciembre 2024

Muchas, muchísimas mujeres tienen miedo y no les faltan razones. No estoy hablando de los maltratadores, de violaciones ni palizas, sino del Poder Judicial. Pero no solo. También de todos los engranajes institucionales que nos amenazan, de los medios de comunicación y de la violencia en las redes. Con Juana Rivas nos los dejaron claro: Ojo con proteger a tus hijos del maltratador, porque la que acabará en la cárcel serás tú. Es uno de los ejemplos más palmarios de adiestramiento, doma y sometimiento ejemplar que recuerdo.

Siento que algo ha cambiado. Por fin. No sé si estamos preparadas para que «el miedo cambie de bando», pero sí puedo decir que yo ya no tengo miedo. Porque somos muchas, muchísimas. Porque ya sabemos lo que nos hacen y nos pueden hacer. Porque no estaremos solas. Sabemos que el Poder Judicial no funciona en el caso de las denuncias por violencia machista, que de ahí salimos escocidas, castigadas. Ahora ya podemos decirlo sin que se nos echen encima con el raca-raca del «denuncia». Si no denunciamos, nosotras sabemos por qué.

También sabemos que ya no vamos a callarnos. Así que no queda otra que actuar, y desde luego debemos, como sociedad, preguntarnos por qué los cauces institucionales no nos sirven. El problema no es nuestro, de las mujeres, es de esos cauces. A la madre que denuncia que el padre viola a la cría la meten en la cárcel. A la madre que denuncia que el padre la muele a palos, le quitan la custodia. A la mujer violada la mandan a casa por falta de pruebas. Las órdenes de alejamiento son una broma de mal gusto. Ayer me escribía una mujer que recibía palizas habituales. La abogada le dijo que desistiera de denunciar porque no tenía pruebas grabadas, y en cambió él sí podía tener algún vídeo de ella saliéndose de sus casillas.

En su día yo habría escondido a Juana Rivas y a sus hijos en mi casa, y así se lo hice llegar. Ahora no me importa decirlo. O le habría pagado un billete a cualquier país lo suficientemente lejano. ¿Y qué? ¿Y tú no? Pues por no hacerlo, por acatar las órdenes judiciales, su hijo menor lleva siete años viviendo con el maltratador, separado de su madre y su hermano, quien ya ha avisado de la vida atroz que les daba su padre, Arcuri. ¿Dejarías tú a tu hija con un padre que la viola? ¿Lo harías porque lo manda un juez? Párate y responde de corazón.

Me llegan amenazas a diario, más allá de las que me prometen golpes y similares, el «Te vamos a callar la boca a patadas». Me dicen «Se te va a caer el pelo con lo que haces». «Nos veremos en los juzgados». «Te vas a cagar con la denuncia que te vamos a meter». «Yo represento a Fulanito de Tal, y no sabes con quién te estás metiendo». Hace tiempo, con cada una de estas bravuconadas se me encogía el estómago y pasaba días de angustia y ansiedad. Ya no. Ahora me resbalan. Sencillamente me planteo qué puede suceder. ¿Que me denuncien? ¿Que me condenen? Francamente, eso no me produce mayor tribulación.

Un día aparece un grupo de mujeres relatando episodios de violencia sexual. Todas se refieren al mismo hombre, pongamos que un periodista. Todas cuentan cómo sufrieron agresiones por parte del tipo. No sólo eso, sino que prestándoles atención, se puede extraer un patrón claro de actuación. Ninguna da el nombre. Otro día aparece otro grupo de mujeres que se refiere a un profesor. Poco después, otras se refieren a un escritor. Tampoco en estos casos aparecen los nombres. Lo curioso es que, incluso sin decir el nombre del agresor ni el suyo propio, aun así las mujeres pasan un miedo atroz. Envían su mensaje, lo borran, vuelven a enviarlo, hablan entre ellas… y ni siquiera unidas consiguen sacudirse un terror que las mantiene a partir de entonces en vilo, les impide dormir y llevar una vida normal.

¿A qué tienen miedo esas mujeres? Desde luego no a que el periodista, el escritor o el profesor vayan personalmente a buscarlas. Todas ellas tienen un miedo inconcreto a que el sistema se vuelva contra ellas. ¿Cómo? Que se sepa su nombre, que el agresor les denuncie, que les afecte económica y laboralmente, entre otras cosas. Tienen miedo y tienen toda la razón. El nombre de la víctima de la manada de Sanfermines se filtró y convirtieron su vida en un infierno, tal y como dijo ella, «peor que lo que pasó en el portal». Nevenka Fernández jamás ha podido volver a Ponferrada, donde el entorno de su agresor vive tranquilo. En el caso de la manada del Arandina, el pueblo salió a la calle para apoyar a los agresores de la menor violada. Elisa Mouliaa, la única denunciante (por ahora) de Íñigo Errejón, ha vivido desde entonces una pesadilla que no acaba, con amenazas, acoso y violencia digital.

Y ahora volvemos a Juana Rivas. Rivas es un ejemplo pormenorizado, salvaje y doloroso de la violencia que sufrimos las mujeres desde las instituciones. No solo desde el Poder Judicial, que también, sino desde todos los ámbitos institucionales. ¿De verdad tenemos que esperar a que un hijo sea mayor de edad para atender a lo que cuenta? Eso viene de la peregrina idea de que las madres adiestramos a nuestros hijos para que actúen contra sus propios padres, algo sin pies ni cabeza, algo que sencillamente se ha inventado para que mantengamos la boca cerrada y perpetuar una violencia que ya es abrumadora, un clamor.

El sometimiento, la doma, la intimidación y la amenaza hacia las madres que osan defender a sus criaturas frente a sus maltratadores, hacia las mujeres que señalan a sus violadores, ha sido feroz y minuciosa por parte del Poder Judicial, sí, pero también de los medios de comunicación y de las instituciones políticas, que han permitido que esto suceda. Además, ha dado sus frutos. Las mujeres tienen miedo a denunciar. Tienen miedo a que ese proceso se vuelva contra nosotras, incluso si el agresor es condenado. Tienen miedo al castigo judicial, al castigo mediático y al castigo social. Cualquier mujer que decide dar el paso de denunciar a su agresor sabe que entra en una suerte de ruleta donde le puede caer a ella la condena, sea la que sea. Pero también sabe que, aun sin condena, sale ella perdiendo.

Mientras escribo esto el hijo menor de Juana Rivas está, como sucede cada día desde hace más de 7 años, junto a un agresor condenado cuyo hijo mayor considera peligroso hasta el punto de temer por la vida de su hermano. Y día a día, hora a hora, recibo centenares de testimonios de víctimas que no osan dar el nombre de su agresor ni el suyo propio. La respuesta a todo ello es un silencio espeso que empieza a subir de temperatura. Un silencio, y la amenaza de cargar contra ellas, contra nosotras. A mí, francamente, esas intimidaciones a estas alturas me resbalan. Me temo que ya no soy la única.

Cristina Fallarás

FOTO: Imagen de archivo de Juana Rivas – Europa Press

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