«AQUELLA NAVIDAD» por Remedios Sánchez
Con la disciplina de los calendarios y la cadencia de un minueto barroco van cayendo las hojas amarillentas de los árboles de la plaza. Se deslizan sobre el banco dejando desnudas las ramas de los olmos o de los castaños de indias; inauguran así el ciclo, ese proceso de preparación para los primeros brotes de la primavera que, pensada en este instante, se antoja tan lejana.
Antaño, hasta donde alcanzan los recuerdos, diciembre siempre era un mes friísimo. Por eso, en la cocina de la infancia, se encendía la chimenea de leña con los troncos más gruesos de olivo seco y alguna boja del montecillo cercano. Apagábamos la luz del techo y, al amor de la lumbre y desde su butaca, la abuela iba entrelazando historias de épocas lejanas con gentes valientes que atravesaban ríos de escarcha en noches oscuras o que cantaban villancicos cuando se acercaba la navidad. Aquella alegría nacía de la pobreza limpia, de las estrecheces compartidas en unos años oscuros que tenían mucho de épica cotidiana con sabañones en las orejas y las manos, café de achicoria con leche, sopas de pan duro y galletas rotas los domingos.
Con frío o calor, el alba era la hora marcada para que los labradores salieran con la azada al hombro, la alforja con el almuerzo y la mulilla torda del ronzal. Y trabajar, trabajar y trabajar hasta que se ponía el sol. Pero el agotamiento de tanto sacrificio no era óbice en estas fechas para la celebración; en el salón-comedor de cada hogar estaba el belén. Aunque no un belén con luces de colores parpadeantes y decenas de figuras de factura impecable. Esos ni se los imaginaban. Lo suyo era un belén de barro con un Niño recién nacido acostado en un pesebre hecho con paja del corral, una virgen pequeñita, un san José con el bastón desconchado, la mula y el buey. Nada más.
Bueno sí, que casi me olvido de lo primordial: la emoción compartida, la misa del gallo y, el día del Nacimiento, la reunión vespertina de familias enteras en el cortijo más grande de la aldehuela para el convite. En la mesa, si una vecina ponía los mantecados, otras llevaban tortas de harina, turrón, aguardiente, anisete dulce… Y sentados en sillas de enea, mantecado va, turrón viene, unas cantaban y otros tocaban guitarras, bandurrias o toscas panderetas, mientras la chiquillería alborotaba y los ancianos charlaban hasta que llegaba la madrugada; solo entonces recogían rápido porque tocaba regresar andando, con los niños dormidos en brazos y el regocijo en el rostro. La próxima sería en nochevieja, con el perol y el cucharón para marcar pertinentemente las campanadas.
Estas eran historias de la abuela, modestísimas historias del corazón y la fraternidad. Será por eso que diciembre parece ahora distinto. Tal vez porque hemos perdido la inocencia no sé bien dónde y somos más individualistas a pesar de los buenos deseos; o porque no está la abuela, ni su casa con chimenea encendida, ni su voz relatando lo que nunca vi porque representaba, ya entonces, un tiempo remoto que sólo existía en su memoria que ahora es la mía. Contarlo es honrar la vida de las gentes normales de hace casi una centuria que, con todo en contra, lograron esa felicidad pequeña que ambicionamos nosotros cuando, esperanzados como ahora, vamos a inaugurar un nuevo año.